José Soto Chica - Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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José Soto Chica, el autor del exitoso
Imperio y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura, regresa con un volumen que aborda una época crucial en la historia de España, el tiempo que hace de bisagra entre la Antigüedad y el Medievo, el tiempo del primer reino que se enseñoreo sobre toda la península ibérica, el tiempo de los visigodos. Rastreando los nebulosos orígenes de los godos en Escandinavia, el libro acompaña a estos en una migración que los llevó a penetrar en el Imperio romano, a saquear por primera vez en siete siglos la Ciudad Eterna y a asentarse, por fin, en la Península.
Los visigodos. Hijos de un dios furioso explica cómo ese viaje convierte a los visigodos en un pueblo mestizo, impregnado de romanidad, un mestizaje y una romanidad que se acentuaron en Hispania, constituyendo la fértil semilla que la marea islámica no pudo agostar y que luego germinará con los primeros reinos cristianos, verdaderos epígonos espirituales del reino de Toledo. Si san Isidoro, el más destaco intelectual visigodo, cantaba «¡Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras, en tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo!», en José Soto encontramos su digno continuador, que aúna al exhaustivo conocimiento del periodo una prosa ágil y capaz de transmitir toda la épica que tuvo
un Alarico poniendo de rodillas a Roma o un
rey Rodrigo defendiendo su reino en Guadalete, hasta el fin.

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Así, sin una firme línea de batalla y ofreciendo un flanco expuesto, se inició la contienda cuando la infantería ligera y los arqueros, dirigidos por Pacurio, avanzaron de súbito sobre el campamento godo agobiados por la espera y deseosos de iniciar un enfrentamiento que se presumía victorioso. Pero en la contienda nada debe de darse por hecho.

Los arqueros e infantes ligeros romanos fueron rechazados y puestos en desordenada fuga. No es de extrañar, el propósito de este tipo de fuerzas no es cargar sobre un enemigo atrincherado en una fuerte posición, sino hostigarlo desde media distancia sin entrar en el cuerpo a cuerpo. Todo lo contrario de lo que hizo Pacurio quien condujo a sus hombres directamente contra la línea goda apoyada en sus carros.

El fracasado ataque de Pacurio no tenía por qué ser un golpe irremediable para los romanos, pero su desordenada retirada se produjo justo cuando la caballería de Fritigerno regresaba a su campamento acompañada por los greutungos de Sáfrax y Alateo y por bandas de jinetes alanos que lanzaron una formidable e inesperada carga sobre el débil flanco izquierdo romano, desatando la matanza y el caos y generalizando el combate.

Fue una carga devastadora a la que pronto se sumaron los infantes de Fritigerno que se resguardaban tras los carros. Amiano Marcelino lo deja bien claro: «Todos los godos, además de los tervingios participaron en la batalla» esto es, los exploradores y espías romanos habían fracasado de un modo lamentable. Valente había esperado enfrentarse solo a los tervingios de Fritigerno, los mismos que sus informadores habían estimado en «poco más de 10 000 guerreros» pero ahora tenía destrozando sus líneas no solo a esos 10 000 tervingios, sino también a los greutungos de Alateo y Sáfrax, sin duda tan numerosos como los hombres de Fritigerno, y a los temibles jinetes alanos. Es decir, no menos de 30 000 enemigos. Unas cifras que reducían considerablemente la superioridad numérica romana que tanta confianza había dado a Valente, el mismo que ahora contemplaba cómo su flanco izquierdo se hundía y era aniquilado y cómo su infantería legionaria, formada en apretado cuadro, era «martilleada» una y otra vez por salvajes ataques frontales de la infantería tervingia y por repetidas cargas de la caballería greutunga y alana que caía sobre ella desde su expuesto flanco izquierdo. Además, cada vez más jinetes godos y alanos desmontaban y echaban pie a tierra para acosar con más intensidad al inconmovible cuadro romano. Este había cerrado escudos y hacía uso de sus spicula , mientras que los bárbaros que las tenían usaban hachas para abrirse sangriento camino entre las filas enemigas.

Figura 21Detalle del mosaico de la gran cacería en la villa romana del Casale - фото 26

Figura 21:Detalle del mosaico de la gran cacería, en la villa romana del Casale (Piazza Armerina, Sicilia), fechado en la primera mitad del siglo IV. En él vemos a dos jinetes romanos armados con los característicos escudos amplios, planos y ovalados del periodo. El arma de caballería del Imperio había mejorado sustanciosamente su calidad y número desde que en el siglo III emperadores como Galieno y sucesores suyos invirtieran recursos en su desarrollo.

La batalla se fue transformando en un infierno. El calor era agobiante, el humo y la polvareda impedían a los soldados hacerse una idea de lo que en realidad estaba pasando, mientras que los bárbaros, con el punto fijo y claro de su campamento de carros siempre a la vista, se orientaban mejor. Pese a todo, la infantería legionaria plantó fiera batalla. Se luchó con saña durante horas manteniéndose la formación cerrada. Rechazando una y otra vez a los bárbaros, mientras que la tierra se llenaba de cadáveres de las propias filas y de las enemigas y el suelo se volvía fangoso a fuerza de tragar sangre. Se peleó con desesperación bárbara y romana, los combatientes se alzaban sobre los cuerpos muertos y heridos que yacían por doquier y que, golpe a golpe, se iban apilando hasta formar montañas de carne muerta y ensangrentada.

Amiano Marcelino, soldado amén de historiador y que contó con narraciones de la batalla de primera mano, nos deja un espantoso cuadro de la batalla que, con la tarde avanzando, desembocó en ruina y matanza, pues, al cabo, las apretadas filas de las legiones romanas se quebraron y se impuso el pánico, destructor de tantos ejércitos.

Al romper filas sobrevino una implacable persecución. Los romanos fugitivos eran cazados y muertos por los jinetes godos y alanos, o acorralados por los infantes bárbaros y acuchillados o alanceados sin piedad. Los caminos que llevaban a Adrianópolis se llenaron de miles de soldados romanos que trataban de alcanzar la seguridad de sus defensas. 79

Muchos no lo lograrían. El propio emperador se vio arrastrado por el caos. Llevado por sus servidores hasta una granja cercana al campo de batalla, quedó aislado de la mayor parte de su guardia y separado del grueso de los fugitivos. Valente estaba herido, pero antes de que pudiera recibir auxilio o escapar hacia Adrianópolis, su refugio fue rodeado por una partida de guerreros bárbaros que, ignorantes de que en la granja se había refugiado el emperador y rabiosos por las flechas, dardos y venablos que les arrojaban desde el edificio, le prendieron fuego. 80

Así murió Valente, augusto de la parte oriental del Imperio romano. Caía la noche y dos tercios de su ejército, puede que unos 25 000 hombres, yacían sobre el campo de batalla o habían sido apresados. Junto a los soldados y centuriones yacían también los magistri militum Sebastiano y Trajano, así como 35 tribunos, 32 de los cuales con mando efectivo sobre unidades. 81 Roma nunca volvería a ser la misma y los godos, ciento veintisiete años después de la batalla de Abrittus, volvían a dar muerte a un emperador romano. Pero esta vez, y al contrario de lo que sucedió tras Abrittus, los godos no serían expulsados del Imperio, sino que lo socavarían profundamente.

La bibliografía sobre Adrianópolis es extensísima y, con frecuencia, frustrante. Muchos historiadores que abordan esta batalla ni siquiera se detienen a considerar los aspectos tácticos, ni las consecuencias estratégicas de la gran batalla. Otros investigadores como Simon MacDowall o Peter Heather, se empeñan en ofrecer cálculos ridículamente bajos de las cifras de combatientes o de las bajas sufridas por el ejército romano. Así, por ejemplo, los autores ya citados rebajan la cifra de soldados romanos presentes en la batalla a 15 000 hombres y ello sin ningún apoyo en las fuentes. Y es que sabemos que Valente acudió con la mayor parte de los comitatenses de Oriente y hasta tal punto que Constantinopla, como veremos más adelante, casi quedó desguarnecida. Como las tropas comitatenses de Oriente sumaban unos 100 000 efectivos, es imposible pensar en un ejército de 15 000 hombres y ello cuando Amiano Marcelino proporciona el preciso dato de que 32 tribunos con mando directo sobre unidades cayeron en combate, de lo que se infiere que el número de tropas pasaba ampliamente de los 30 000 hombres, pues solo esos 32 tribunos tendrían bajo su mando a unos 16 000 soldados. Por si fuera poco, podemos hacer otra deducción basada en una fuente contemporánea, la Notitia dignitatum , en la que se advierte que 16 unidades del ejército de Oriente fueron creadas tras el desastre y eso arroja una cifra de bajas que sumada a las provenientes de otras unidades no del todo aniquiladas, nos llevaría a calcular una cifra razonable de bajas que rondaría, cuanto menos, los 20 000 efectivos. 82

Para compensar, esos mismos autores realizan cálculos «imaginativos» y a veces singularmente detallados, sobre la fuerza bárbara. Estos cálculos tampoco se apoyan en ninguna fuente y hacen oscilar el contingente bárbaro entre los 11 600 hombres y los 19 300 efectivos. 83 Más sensatas son las cifras estimadas por otros autores. Cifras que, además, se apoyan en los datos que sí nos dan las fuentes. Tal es el caso de Noel Lenski que estima la fuerza romana en de 30 000 a 40 000 efectivos y la bárbara en torno a los 40 000. 84

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