Doménico Mantuano - Los gendarmes de Dios

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En los años 30 del siglo XX se desató la Guerra Civil española y una noche que duró 40 años. Entonces, un oscuro sacerdote de Aragón desarrolló una organización religiosa a la que designó Opus Dei, hoy en día con ramificaciones empresarias, educativas y en esferas de decisión política. Sus miembros encarnan lo más conservador del pensamiento religioso y se consideran elegidos. Este trabajo da un perfil de su fundador y de la organización, una estructura con privilegios inéditos y que mueve millones de dólares.

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“Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro”.

La organización comenzó la misma tarde en que Escrivá llegó a la Residencia de los Misioneros de Paul, en la calle García Paredes, de Madrid, y sus fundadores eran unos pocos, tal cual narra José Miguel Cejas:

“Eran sólo seis: Cipriano Alcalde Valentín, Manuel Herranz Establés, Isidro de Miguel López, Peregrín Gasch Setién, Joaquín B. Raigosa Márquez y un joven sacerdote de veintiséis años que había llegado el año anterior a la capital: Josemaría Escrivá”.

Pero el joven sacerdote aragonés trabajaría duro para que al cabo de los cuatro primeros años de su fundación, la Obra multiplicase sus miembros; crecimiento que ocurrió, entre otras cosas, porque, una vez más, Dios se comunicó con Escrivá para hacerle saber su desacuerdo respecto de que la orden albergase exclusivamente a varones.

Pero, además, el futuro santo sabía ya de las miserias y las necesidades humanas. Por eso trajinaba los barrios pobres de Madrid, ofreciendo consuelo y un futuro venturoso a los necesitados; y recorría también los hospitales, el del Rey, el General, el de la Princesa, reconfortando enfermos, llevando el don de la Palabra a los dolientes, algunos de ellos olvidados por sus propios familiares. De allí saldría una gran cantidad de miembros de la Obra. Tanto que, pasado el tiempo, su inspirador dirá que “la fortaleza humana de la Obra ha sido de los enfermos de los hospitales de Madrid”.

Pero, desde luego, no sólo con gente común, del pueblo, se arriba a las esferas del poder. De a poco, también comerciantes, universitarios y pequeños empresarios se acercaron a él, pues él se había acercado a ellos. En una España católica, monárquica y temerosa por el avance de los republicanos, la tarea de reclutamiento se vio muy favorecida.

En 1930, se incorporó al Opus Dei el ingeniero Isidoro Zorzano, antiguo compañero de estudios de Escrivá en el Instituto General y Técnico de Logroño. Zorzano había nacido en Buenos Aires, Argentina, y ya de pequeño tenía dos características salientes: era empeñoso hasta el sacrificio (literalmente) y el estudio le costaba horrores. Su propia hermana admitiría luego que lo que a cualquier compañero le demandaba una hora, a Isidoro le insumía la tarde entera.

Pero en aquel año en que el antiguo compañero de estudios solicitó su ingreso al Opus Dei, Isidoro ya era uno de los directores de Ferrocarriles Andaluces, una poderosa empresa que empleaba a miles de personas entre técnicos, jefes y obreros, los mismos que conformarían la gran base de apoyo de la República.

Muy pronto Isidoro Zorzano se convertiría en uno de los principales referentes del Opus Dei, y también del franquismo durante la Guerra Civil española.

Pero antes, llegaban años políticamente difíciles para quienes, con gobiernos populares, defendían la infalibilidad papal, la monarquía y la “santa intransigencia”.

Rigidez y obediencia

El 14 de abril de 1931, tras el triunfo en las elecciones que Alfonso XIII se vio obligado a conceder para descomprimir la presión social, la fórmula republicana-socialista proclamó la Segunda República en España (la Primera había ido de 1873 a 1874).

Con Niceto Alcalá-Zamora como primer presidente, el nuevo gobierno anunció una reforma constitucional que debía incluir una serie de medidas que marchaban a contrapelo de los ideales del integrismo católico: libertad de culto, respeto a las libertades individuales y sindicales, reforma agraria y juicio y castigo a los colaboradores de la dictadura de Primo de Rivera.

La nueva Carta Magna que se aprobó el 9 de diciembre de 1931 fue, sin dudas, el disparador de un proceso contrarrevolucionario que se convertiría en Guerra Civil a partir del 17 de julio de 1936.

Se ha dicho que el artículo 26 de la nueva Constitución, que establecía la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de impartir enseñanza por parte de las órdenes religiosas y el fin de la asignación presupuestaria para el mantenimiento del clero católico, fue el detonante que provocó la ruptura entre la Iglesia Católica y el gobierno republicano. Sin embargo, no es seguro que esto haya sido del todo así.

Las elecciones del 31 habían llegado para recomponer la pésima situación político-social por la que atravesaba España, con la esperanza (o la seguridad) de que los resultados entronarían una monarquía “constitucional”, con Alfonso XIII a la cabeza. El triunfo republicano fue una sorpresa que, ya en agosto, empujó al cardenal de Toledo, Pedro Segura, a escribir una pastoral en la que no sólo añoraba la figura del fugado rey Alfonso, sino que anunciaba que cosas “graves” le aguardaban a España.

En un excelente ensayo sobre la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), el más poderoso partido clerical conservador en tiempos de la Segunda República, fundado por el sacerdote Eloy Montero, José Ramón Montero Gibert, reproduce parte del programa del partido que, en su apartado primero, dice que la CEDA:

“... declara que el orden político-religioso no puede ni quiere tener otro programa que el que representa la incorporación al suyo de toda la doctrina de la Iglesia Católica sobre este punto. Las reivindicaciones de carácter religioso deben ocupar, y ocuparán siempre, el primer lugar de su programa, de su propaganda y de su acción. Como consecuencia de esto, la CEDA proclama que su finalidad principal y razón fundamental de existencia es el laborar por el imperio de los principios del Derecho público cristiano en la gobernación del Estado, de la región, la provincia y del municipio, sin más límite que la posibilidad de cada momento político”.

Pero, por si aún quedaran dudas respecto de los objetivos políticos del partido que convocó a más de un millón de furiosos militantes, Montero Gilbert agrega un trozo del siguiente apartado:

“La CEDA [...] se atendrá siempre a las normas que en cada momento dicte para España la jerarquía eclesiástica en el orden político -religioso”.

Como conclusión el ensayista es categórico:

“... la CEDA, de ideología básicamente contrarrevolucionaria y que además ostentaba la hegemonía política entre el común de las derechas, ejemplificaba a la perfección la estrecha fusión existente entre religión y política”.

Por supuesto que en 1933, cuando Eloy Montero fundaba la CEDA, Escrivá de Balaguer, que por entonces tenía ya treinta y un años y gastaba sus zapatos por las calles de Madrid procurando engrosar la plantilla de la Obra, no estaba en condiciones, todavía, de incidir decisivamente en la política española. Pero su adhesión fervorosa a los principios que enarbolaba la Confederación fue inmediata. Vincular a Dios con España, y al catolicismo con el patriotismo, marchaba absolutamente en línea con lo que él aspiraba para el destino de su país.

Ese año, con el grupo de universitarios que ya había reclutado, Escrivá fundó la academia DYA (Derecho y Arquitectura), en la que se impartían desde luego cursos de esas dos disciplinas, pero que antes que nada tenía como objetivo formar a quienes habrían de ser los futuros cuadros de la Obra. Aquel año también comenzó a trabajar con los primeros borradores de lo que sería Camino, su libro insignia.

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