Quiero dar la cara y no solo admitir, sino proclamar con toda sinceridad, a voz en grito, que tenemos que cambiar mucho nuestro sistema, quizá incluso cambiar toda la Constitución (pero hacerlo legalmente y no mediante la violencia), para conseguir adaptarla de la época de los caballos y los senderos rurales al período actual de los automóviles y las autopistas de cemento. El poder ejecutivo tiene que tener carta blanca y estar dotado de la capacidad para moverse más rápido en caso de emergencia, en lugar de estar atado de pies y manos por una banda de estúpidos congresistas picapleitos, que tardan meses en llegar a algo en los debates. Sin embargo (y se trata de un pero tan grande como el silo del diácono Checkerboard en mi pueblo), estos nuevos cambios económicos constituyen solo el medio para alcanzar un Fin; y, ¡dicho Fin es y debe estar basado en los mismos principios de Libertad, Igualdad y Justicia que defendieron los padres fundadores de este gran país en 1776!”
Lo más confuso de la campaña de 1936 fue la relación que existía entre los dos partidos principales. Los republicanos de la vieja guardia se quejaban de que su orgulloso partido estaba mendigando el cargo con el sombrero en la mano; los demócratas veteranos protestaban porque sus carromatos tradicionales estaban atestados de profesores universitarios, sofisticados urbanitas y dueños de yates.
En términos de la veneración del público, el rival del senador Windrip era un titán político que no parecía interesado en el cargo: el reverendo Paul Peter Prang de Persépolis (Indiana), obispo de la iglesia metodista episcopal y un hombre quizá diez años mayor que Windrip. Su discurso radiofónico semanal, todos los sábados a las 14 horas, era el mismísimo oráculo divino para millones de personas. Esta voz de las ondas era tan sobrenatural que, para escucharla, los hombres retrasaban su partido de golf y las mujeres incluso aplazaban su partida de bridge de los sábados por la tarde.
El padre Charles Coughlin, de Detroit, fue quien ideó por primera vez el recurso de evitar cualquier tipo de censura en sus sermones políticos del monte, “comprando su propio tiempo en las ondas” pues, solo en el siglo XX podía la humanidad comprar tiempo como si comprara jabón o gasolina. En cuanto a las consecuencias que tuvo para la vida y el pensamiento americanos, esta invención fue casi igual a la idea pionera de Henry Ford, que consistió en vender coches baratos a millones de personas, en lugar de vender unos pocos como productos de lujo.
Sin embargo, comparado con el pionero padre Coughlin, el obispo Paul Peter Prang era como un Ford V-8 frente a un Modelo A.
Prang era más sentimental que Coughlin; gritaba más, se rompía más la cabeza, vilipendiaba a sus enemigos por su nombre (de forma bastante escandalosa) y contaba más historias graciosas, así como cantidad de relatos trágicos sobre banqueros, ateos y comunistas que se arrepentían en su lecho de muerte. Su voz, más autóctona y nasal, personificaba el medio oeste puro. Tenía una ascendencia escocesa-inglesa procedente de la protestante Nueva Inglaterra, mientras que Coughlin siempre resultaba un poco sospechoso en las regiones de venta por catálogo, ya que era un católico romano con un agradable acento irlandés.
Ningún hombre en la historia ha tenido nunca un público tan extenso como el obispo Prang (ni tanto poder evidente). Cuando exigía a sus oyentes que telegrafiaran a sus congresistas para que votaran sobre un proyecto de ley como hacía él, Prang, ex cátedra y solo, sin la ayuda de ningún colegio cardenalicio, creía por inspiración que debían votar, entonces cincuenta mil personas llamaban por teléfono o conducían por barrizales de mala muerte hasta la oficina de telégrafos más cercana y, en su nombre, daban sus órdenes al Gobierno. Así, gracias a la magia de la electricidad, Prang consiguió que la posición de cualquier rey histórico pareciera un poco absurda y decorativa.
Enviaba a millones de miembros de la Liga cartas mimeografiadas con la firma facsímil y un encabezamiento impreso, con tanto arte que estos se alegraban de haber recibido un saludo personal del fundador.
Doremus Jessup, en las montañas rurales, nunca pudo entender del todo qué doctrina política proclamaba a bramidos el obispo Prang desde su Sinaí particular, el cual, gracias a su micrófono y sus revelaciones mecanografiadas y sincronizadas a la perfección, resultaba mucho más vigoroso y eficaz que el Sinaí original. Básicamente, predicaba la nacionalización de los bancos, las minas, la energía hidráulica y el transporte; la limitación de los ingresos; el aumento de los salarios, el fortalecimiento de los sindicatos y una distribución más fluida de los bienes de consumo. Sin embargo, ahora todo el mundo se apuntaba al carro de estas nobles doctrinas, desde los senadores de Virginia hasta los laboriosos granjeros de Minnesota, aunque nadie era tan inocente como para esperar que se llevaran a cabo.
Por ahí pululaba la teoría de que Prang constituía únicamente la humilde voz de su inmensa organización: “La Liga de los Hombres Olvidados.” En todas partes se creía que estaba compuesta por veintisiete millones de miembros (aunque todavía ninguna empresa de censores jurados había examinado sus listas), así como por una amplia gama de funcionarios nacionales, estatales y municipales, y por auténticas hordas de comités con nombres majestuosos como el “Comité Nacional para la Recopilación de Estadísticas sobre el Desempleo y la Capacidad de Empleo Normal en la Industria de la Soja”. El obispo Prang pronunciaba sus discursos ante audiencias de veinte mil personas en las grandes ciudades de todo el país, no con la voz tranquila y débil de Dios, sino con toda su altiva persona; hablaba en enormes salas para celebrar combates de boxeo profesional, fábricas de armas, cines, campos de béisbol y carpas de circo. Después de los encuentros, sus enérgicos ayudantes aceptaban solicitudes de ingreso y donativos para la Liga de los Hombres Olvidados. Cuando sus tímidos detractores insinuaron que todo sonaba muy romántico, jovial y pintoresco, pero que no resultaba especialmente digno, el obispo Prang respondió, “mi maestro se deleitaba hablando en cualquier asamblea que le escuchara, independientemente de su vulgaridad”. Nadie se atrevió a contestarle, “pero usted no es su maestro, al menos no todavía”.
A pesar de las florituras de la Liga y sus asambleas en masa, nunca se fingió que los principios de la organización, ni las presiones al Congreso y al presidente para que aprobara algún proyecto de ley en concreto, procedieran de otra persona que del mismísimo Prang, sin la colaboración de los comités ni los funcionarios de la Liga. Aunque hablaba con suavidad y bastante frecuencia sobre la humildad y la modestia del Salvador, todo lo que quería Prang era que ciento treinta millones de personas le obedecieran incondicionalmente a él, su rey-sacerdote, en todo lo relativo a su moralidad en el terreno privado, sus declaraciones públicas, cómo debían ganarse la vida y qué relación debían tener con otros asalariados.
“Y eso”, refunfuñó Doremus Jessup mientras disfrutaba de la piedad escandalizada de su esposa Emma, “es lo que convierte al hermano Prang en un tirano peor que Calígula y en un fascista peor que Napoleón. Pero, ¡cuidado! Yo no creo realmente en todos esos rumores que afirman que desvía los fondos procedentes de las cuotas de los socios, la venta de panfletos y las donaciones, para pagar su espacio en la radio. ¡Es mucho peor! ¡Me temo que se trata de un fanático honesto! Por eso constituye una amenaza fascista tan real. Es tan condenadamente humanitario y tan noble, que la mayoría de la gente está dispuesta a dejarle dirigir todo. Y con un país de este tamaño, eso sería una tarea enorme. Sí, cariño, incluso para un obispo metodista que recibe los suficientes regalos como para ‘comprar tiempo’.”
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