Sinclair Lewis - Eso no puede pasar aquí

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Eso no puede pasar aquí" es una sátira política en la que se describe la América rural y provinciana que surge tras el crac bursátil de 1929. Los personajes y los hechos que se relatan en la novela son como juegos de espejos de los reales en una América en la que Roosevelt pierde las elecciones presidenciales, y un partido totalitario toma el poder en un momento decisivo de la historia del siglo xx, con el auge de los totalitarismos en Europa y el New Deal aún sin terminar de implantarse. La novela cuenta la historia del director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al candidato a la presidencia Buzz Windrip, quien detrás de un discurso populista y demagógico, sustentado por los supuestos ideales americanos, oculta su verdadera intención de crear una sociedad totalitaria a imagen de las europeas pero con rasgos norteamericanos. El libro incluye un detallado glosario realizado por Amaya Bozal en el que deconstruyendo el juego de espejos podemos apreciar la gran variedad de nombres, hechos y fechas que hacen de esta novela casi una historia subterránea y contracultural de los EEUU. Cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí tenía buenas razones para creer que lo que oía, veía o leía podía acabar como esta fábula fascista en el país de la Libertad.

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Nunca fue gobernador; había sido muy perspicaz al entender que su reputación como investigador de recetas de ponches caribeños, variedades del póquer y psicología de las taquígrafas jóvenes podía hacer que saliera derrotado por culpa de la gente religiosa, por lo que se había conformado con incluir en el esquileo gubernamental del estado a un maestro rural que era un corderito cualificado y al que había paseado alegremente con una condecoración de excelencia. El estado estaba seguro de que le había “ofrecido una buena administración” y sabía que Buzz Windrip era el responsable, no el Gobernador.

Windrip ordenó la construcción de impresionantes carreteras y sólidas escuelas rurales e hizo que el estado comprara tractores y cosechadoras y se los prestara a los agricultores sin importar el precio. Estaba seguro de que algún día Estados Unidos tendría grandes relaciones comerciales con los rusos y, aunque detestaba a todos los eslavos, obligó a la universidad estatal a que impartiera el primer curso de lengua rusa que se conocía en aquella zona del oeste. Su invención más original consistió en cuadruplicar la milicia estatal y recompensar a sus mejores soldados con clases de formación en agricultura, aviación e ingeniería de radios y automóviles.

Los milicianos le consideraban su general y su dios; cuando el fiscal general del estado anunció que iba a acusarle por haber desviado 200.000 $ procedentes de los impuestos, la milicia se levantó siguiendo sus órdenes como si fuera su ejército privado y, tras ocupar las cámaras legislativas y todas las oficinas estatales y llenar las calles que conducían al Capitolio con metralletas, echaron a los enemigos de Buzz de la ciudad.

Asumió el cargo de senador estadounidense como si fuera un derecho nobiliario de nacimiento y, durante seis años, su único rival como el hombre más vigoroso y ardiente del Senado, fue el difunto Huey Long de Luisiana.

Predicaba la reconfortante doctrina de redistribuir la riqueza, de tal manera que cada habitante del país percibiera varios miles de dólares al año (cada mes, Buzz cambiaba su pronóstico en lo relativo a la cantidad), aunque se permitiría a todos los ricos tener lo suficiente para arreglárselas, con un máximo de 500.000 $ al año. Por tanto, todo el mundo quedaba contento con la posibilidad de que Windrip saliera elegido presidente.

El reverendo Dr. Egerton Schlemil, deán de la catedral de Santa Inés, en la tejana San Antonio, afirmó (una vez en un sermón, otra en los folletos mimeografiados, algo diferentes los unos de los otros, que se distribuían para la misa, y siete veces en entrevistas) que el ascenso al poder de Buzz sería “como la lluvia revitalizadora y bendecida por el Cielo que cae sobre una tierra reseca y sedienta”. El Dr. Schlemil no dijo nada sobre lo que ocurría cuando la lluvia bendecida caía sin parar durante cuatro años.

Nadie, ni entre los corresponsales de Washington, parecía saber exactamente qué parte de la carrera del senador Windrip dependía de su secretario, Lee Sarason. Cuando Windrip se hizo con el poder por primera vez en su estado, Sarason era el director ejecutivo del periódico de más tirada en aquella zona del país. El origen de Sarason era un misterio y seguiría siéndolo.

Se decía que había nacido en Georgia, en Minnesota, en el lado este de Nueva York o en Siria; que era norteño puro, judío o hugonote de Charleston. Se sabía que había sido un teniente de ametralladoras especialmente temerario de joven, durante la Gran Guerra, y que se había quedado en Europa durante tres o cuatro años recorriendo el continente; que había trabajado en la edición parisina del Herald neoyorquino y coqueteado con la pintura y la magia negra en Florencia y Munich; que había estudiado varios meses de sociología en la Escuela de Economía de Londres y se había relacionado con gente bastante extraña en los restaurantes bohemios de la noche berlinesa. Al regresar a casa, Sarason se había convertido con decisión en un reportero duro de la tradición directa e informal; afirmaba que prefería el calificativo “prostituta”, a una palabra tan afeminada como “periodista”. Aun así, se sospechaba que conservaba la capacidad para leer.

Había sido socialista y anarquista en varias épocas de su vida. Incluso, en 1936, había ricos que afirmaban que era “demasiado radical”, aunque realmente había perdido su confianza en las masas (si es que la tuvo en algún momento) durante la época de voraz nacionalismo posterior a la guerra; hoy en día, creía únicamente en un control firme, ejercido por una pequeña oligarquía. Para eso estaba un Hitler, un Mussolini.

Sarason era desgarbado y flojo, con un cabello fino y rubísimo, así como labios gruesos en una cara huesuda. Sus ojos eran como chispas en el fondo de dos pozos oscuros. En sus largas manos poseía una fuerza incruenta. Solía sorprender a la gente a la que iba a dar la mano, doblándoles repentinamente los dedos hacia atrás, hasta que casi se los rompía. A la mayoría de la gente no le gustaba mucho. Como reportero era un experto del más alto nivel. Podía detectar rápidamente el asesinato de una esposa, los chanchullos de un político (siempre y cuando fuera uno de un partido al que se opusiera su diario) o la tortura de animales o niños. Le gustaba escribir este último tipo de historias a él mismo, en lugar de pasárselas a un reportero; cuando el público las leía podía visualizar el sótano mohoso, escuchar el látigo y sentir la sangre viscosa.

Comparar al pequeño Doremus Jessup de Fort Beulah con Lee Sarason como periodista equivaldría a enfrentar a un párroco rural con el pastor de un templo institucional neoyorquino de veinte plantas, con conexiones en el mundo de la radio y que gana veinte mil dólares al año.

El senador Windrip había nombrado oficialmente a Sarason como su secretario, pero se sabía que desempeñaba muchos más papeles: guardaespaldas, redactor de discursos, agente de prensa y asesor económico. Además, en Washington se convirtió en el hombre más consultado y odiado por los corresponsales de prensa que trabajaban en el edificio de oficinas del Senado.

En 1936, Windrip era un joven de cuarenta y ocho años; Sarason, un hombre avejentado de cuarenta y un años con las mejillas caídas.

Aunque probablemente se basó en notas dictadas por Windrip (y eso que no era ningún tonto en materia de ficción), sin duda Sarason había redactado el único libro de Windrip, la biblia de sus seguidores, una especie de biografía con un programa económico y numerosos alardes exhibicionistas, llamado La hora cero: sin moderación .

Se trataba de un libro mordaz con más sugerencias para cambiar el mundo que todas las novelas de H. G. Wells y los tres volúmenes de Karl Marx juntos.

Quizá el párrafo más familiar y citado de La hora cero , adorado por la prensa provincial gracias a su franca llaneza (y redactado por un iniciado en la sabiduría de los rosacrucianos llamado Sarason), fuera:

“Cuando era un mozalbete en los campos de maíz, nosotros, los chavales, solíamos sujetarnos los pantalones con una correa. Los llamábamos, ‘los tiradores de nuestras calzas’, pero nos las sujetaban y guardaban el pudor igual que si hubiéramos fingido tener un elegante acento inglés hablado de ‘tirantes y pantalones’. Así es cómo funciona el mundo de la llamada ‘economía científica’. Los marxistas creen que al escribir sobre los tiradores como tirantes consiguen dejar las ideas tradicionales de Washington, Jefferson y Alexander Hamilton para el arrastre. En general, creo fervientemente que debemos usar todos los descubrimientos económicos nuevos, como los que han surgido en los países llamados fascistas, como Italia, Alemania, Hungría, Polonia e incluso (¿por qué no?) Japón; probablemente, algún día tengamos que dar una paliza a esos hombrecitos amarillos, para evitar que nos despojen de nuestros derechos adquiridos y legítimos en China, ¡pero, no por ello vamos a dejar de apropiarnos de cualquier idea inteligente que se les haya ocurrido a esos pillines, que no tienen un pelo de tontos!

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