Sinclair Lewis - Eso no puede pasar aquí

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Eso no puede pasar aquí" es una sátira política en la que se describe la América rural y provinciana que surge tras el crac bursátil de 1929. Los personajes y los hechos que se relatan en la novela son como juegos de espejos de los reales en una América en la que Roosevelt pierde las elecciones presidenciales, y un partido totalitario toma el poder en un momento decisivo de la historia del siglo xx, con el auge de los totalitarismos en Europa y el New Deal aún sin terminar de implantarse. La novela cuenta la historia del director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al candidato a la presidencia Buzz Windrip, quien detrás de un discurso populista y demagógico, sustentado por los supuestos ideales americanos, oculta su verdadera intención de crear una sociedad totalitaria a imagen de las europeas pero con rasgos norteamericanos. El libro incluye un detallado glosario realizado por Amaya Bozal en el que deconstruyendo el juego de espejos podemos apreciar la gran variedad de nombres, hechos y fechas que hacen de esta novela casi una historia subterránea y contracultural de los EEUU. Cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí tenía buenas razones para creer que lo que oía, veía o leía podía acabar como esta fábula fascista en el país de la Libertad.

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Antes de encender la luz, miró por una ventana de la buhardilla entrecerrando los ojos y fijó su atención en la mole de montañas que cercenaba el maremágnum de estrellas. En el centro se podían ver las últimas luces de Fort Beulah, bastante abajo, y a mano izquierda, ocultos, los suaves prados, las antiguas granjas y los enormes establos de Ethan Mowing. Se trataba de una tierra generosa, fresca y clara como un rayo de luz y, al reflexionar, llegó a la conclusión de que la amaba más cada año tranquilo que pasaba alejado de las torres y el bullicio de la ciudad.

Una de las pocas ocasiones en que la Sra. Candy, su ama de llaves, tenía permitido entrar a la celda de este ermitaño era para dejar allí, en el largo escritorio, su correo. Él lo recogió y empezó a leerlo con brío, de pie junto a la mesa. (¡Es hora de irse a la cama! ¡Demasiada cháchara y quejas esta noche! ¡Dios Santo! ¡Ya son las doce pasadas!) Suspiró entonces, se sentó en su silla Windsor, apoyó los codos sobre la mesa y empezó a leer de nuevo, concienzudamente, la primera carta.

El remitente era Victor Loveland, uno de los profesores más jóvenes y cosmopolitas del Isaiah College, la antigua universidad de Doremus.

QUERIDO DR. JESSUP,

(“Vaya... ‘Dr. Jessup’. No soy yo, chaval. El único título honorario que recibiré en el futuro será la maestría en Cirugía Veterinaria o de embalsamador.”)

Aquí, en Isaiah, ha surgido una situación muy peligrosa. Los que intentamos fomentar valores como la integridad y la modernidad estamos seriamente preocupados; probablemente no tendremos que soportarlo mucho más pues, sin duda, nos despedirán pronto a todos. Hace dos años, la mayoría de nuestros estudiantes simplemente se reían ante cualquier idea de instrucción militar, pero hoy en día se han vuelto absolutamente bélicos, entrenándose con rifles, metralletas, así como pequeñas y hermosas maquetas de tanques y aviones por todos sitios. Dos de ellos bajan voluntariamente a Rutland cada semana para recibir clases de pilotaje, según dicen, para prepararse a servir en la aviación en época de guerra. Cuando les pregunto con cautela para qué guerra se están preparando, simplemente se rascan la cabeza y me informan de que les da igual, siempre que puedan demostrar lo caballerosos, viriles y orgullosos que son.

Bueno, ya nos habíamos acostumbrado a la situación. Pero esta tarde (la prensa aún no se ha enterado), el consejo de administración, incluidos el Sr. Francis Tasbrough y nuestro rector el Dr. Owen Peaseley, se reunió y votó una resolución por la que (y ahora escuche bien, Dr. Jessup): “Cualquier miembro de la facultad o del alumnado de Isaiah que, de cualquier manera, en público o privado, publique, escriba o hable criticando la instrucción militar llevada a cabo por o en el Isaiah College, en cualquier otra institución de enseñanza de los Estados Unidos o por las milicias estatales, fuerzas federales u otra organización militar oficialmente reconocida en este país, estará sujeto al despido inmediato de esta universidad. Asimismo, cualquier estudiante que, con las pruebas adecuadas y completas, informe al rector o a cualquier miembro del consejo de administración de esta universidad sobre críticas maliciosas realizadas por alguna persona relacionada de cualquier modo con esta institución, recibirá créditos adicionales en su curso de instrucción militar que se añadirán al número de créditos necesarios para graduarse.”

¿Qué podemos hacer frente a un fascismo que ha estallado con tanta rapidez y virulencia?

VICTOR LOVELAND.

Hasta ahora, Loveland, profesor de griego, latín y sánscrito (con dos únicos estudiantes), nunca se había inmiscuido en ningún asunto político de fecha posterior al año 180 d.C.

“Así que Frank estuvo allí, en el consejo de administración, y no se atrevió a decírmelo”, suspiró Doremus. “Animándoles a convertirse en espías. Como la Gestapo. ¡Ay, mi querido Frank, qué época más delicada! ¡Y tú, estúpido amigo, bien nos lo dijiste una vez! El rector Owen J. Peaseley: ¡ese maldito profesor sin cualificaciones, meapilas, mafioso y con cara de sapo! Pero, ¿qué puedo hacer? ¡Vale! Escribiré otro editorial con opiniones alarmistas, supongo.”

Se dejó caer profundamente en la silla y se quedó sentado, inquieto como un pajarito de ojos brillantes.

En la puerta se escuchó un arañazo imperioso y exigente.

Doremus la abrió para dejar entrar a Foolish, el perro de la familia, una mezcla solvente entre setter inglés, terrier de Airedale, cocker spaniel, cierva melancólica y hiena. Soltó un brusco resoplido de bienvenida y se frotó contra la rodilla de Doremus, acariciándole con su cabeza marrón, suave como la seda. Su ladrido despertó al canario, dormido bajo el absurdo y viejo jersey azul que cubría su jaula, quien al momento empezó a anunciar, cantando alegremente, que era mediodía, verano y estaba entre los perales de las verdes colinas de Harz, nada de lo cual era cierto. Sin embargo, los trinos del pájaro y la presencia genuina de Foolish reconfortaron a Doremus e hicieron que la instrucción militar y los políticos que vomitaban exabruptos parecieran poco importantes. Se quedó dormido en la gastada silla marrón de cuero, sintiéndose seguro.

Nota

1Nuevo juego de palabras con el apellido “Bass” y su significado, “lubina”; “Mass” es el apócope de Massachusset. N.T.

4

TODA ESTA semana de junio, Doremus estuvo esperando a las 14.00 del sábado, la hora designada por Dios para el programa profético semanal del obispo Paul Peter Prang.

Hoy, seis semanas antes de las convenciones nacionales de 1936, era poco probable que Franklin Roosevelt, Herbert Hoover, el senador Vandenberg, Ogden Mills, el general Hugh Johnson, el coronel Frank Knox o el senador Borah fueran nominados como candidatos a la presidencia por ninguno de los partidos, ni que el abanderado republicano (es decir, un hombre que jamás llevará ese gran estandarte, pesado y bastante ridículo) fuera aquel senador de la vieja guardia, leal y, aunque parezca extraño, honesto: Walt Trowbridge. Se trataba de un hombre con un toque de Lincoln, varias pinceladas de Will Rogers y George W. Norris y una posible traza de Jim Farley, pero el resto estaba formado por el sencillo y corpulento Walt Trowbridge, con una tranquila actitud desafiante.

Pocos hombres dudaban de que el candidato demócrata sería aquel senador Berzelius Windrip que había subido como la espuma; es decir, Windrip como una máscara vociferante y su satánico secretario, Lee Sarason, como el verdadero cerebro detrás de su éxito.

El padre del senador Windrip era un farmacéutico pueblerino del oeste, ambicioso y fracasado a partes iguales, que le había bautizado Berzelius en honor al célebre químico sueco. A Windrip se le conocía normalmente como “Buzz”. Había conseguido completar sus estudios con esfuerzo en una universidad baptista del sur, de aproximadamente el mismo prestigio académico que una escuela de empresariales de la Ciudad de Jersey, y en una escuela de derecho de Chicago, y se había instalado en su estado natal a ejercer su profesión y a animar la política local. Era un viajero incansable, un orador bullicioso y divertido, un buen adivino sobre las doctrinas políticas que gustarían a la gente, un amante de los apretones de manos y, además, estaba dispuesto a prestar dinero. Bebía Coca-Cola con los metodistas, cerveza con los luteranos, vino blanco de California con los mercaderes judíos del pueblo y, cuando estaban a salvo de las miradas, whisky de maíz destilado ilegalmente con todos ellos.

En veinte años, se había convertido en un gobernante estatal de un absolutismo tal que no tenía nada que envidiar a cualquier sultán de Turquía.

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