Y es que el autor siempre está manteniendo un diálogo consigo mismo, un desolado soliloquio del que trata de extraer certezas como puños, claridades que, las más de las veces, emergen veladas de su corazón afligido.
Es por eso que sus temas recurrentes son la infancia perdida, la muerte temprana de la madre, el paso del tiempo y la presencia presentida de la muerte, los hijos como dagas herrumbrosas a la vez que lucernas encendidas, los sueños y los anhelos, el desdoblamiento del yo, la vida sin sentido y, sobre todo, el dolor, ese pájaro del alba que ensombrece sus vigilias.
Consciente de la carga emocional que contienen sus versos y, dueño ya del oficio de escritor, de los recursos de sus arcanos, recurre, casi en toda su obra, al lenguaje críptico, al hermetismo, a la elipsis. Porque el poeta, en ese diálogo permanente que mantiene con su yo más íntimo, necesita confesarse, necesita desnudarse sin desnudarse, mostrarse a sí mismo su alma desnuda sin quitarse los ropajes del pudor. Es por eso que recurre continuamente a figuras e imágenes que, sólo para él, tienen sentido. De ahí que, después de una lectura pausada de alguno de sus poemas más herméticos, nos preguntemos, absortos: ¿qué ha querido decirnos? Y ahí radica la gracia del poema, o, si se quiere, el misterio de la poesía.
En el primer poema del libro, al que titula Perderme en un poema, el autor nos alerta de sus intenciones, a la vez que del riesgo, del peligro que entraña adentrarse en un camino que ni él mismo sabe a dónde le conducirá.
Sin embargo, no todo en la poesía de este autor es opacidad y ocultamiento, también hay poemas de enorme claridad, como el titulado Atrás quedaron cosas, dedicado a su abuela, hermosa remembranza de un retazo de su infancia, o el poema, quizás el más conmovedor del poemario, por su lirismo, titulado En todo te presiento, y que es un homenaje a su madre, cuya ausencia temprana ha marcado, con rejones de dolor, la existencia del poeta.
Dejaba dicho Jean Cocteau que «cantamos para darnos valor en la oscuridad», lo que, extrapolado a la obra de Serafín, vendría a significar: escribo para sentirme alguien, para saber quién soy.
Para un escritor que ha creído presentir en algún momento las babas del diablo, o, acaso, la luz redentora del dios en el que cree (léase el último poema del libro, Dudas y plegarias, que da testimonio de su fe de creyente), abandonar este mundo sin un propósito, sin dejar un legado a los que más quiere, sería un absurdo, de ahí que el poema Sobrevivir a la muerte constituya una epifanía y se convierta, al menos para este humilde lector, en el poema cardinal del libro, en la clave que aglutina y acrisola la densidad de su verso, la hondura de su reflexiva y catártica poesía.
Para no resultar tedioso, diré finalmente que sé que Serafín suscribiría sin vacilación los versos minimalistas de Raymond Carver, escritor frecuentado por el poeta y al que hace un guiño en el poema Estaré preparado. ¿Acaso hay alguien en este mundo que no esté necesitado de cariño? Feliz aquel, feliz aquella que abandone esta vida pudiendo aseverar con el escritor norteamericano lo que e ste manifiesta en su poema Último fragmento:
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
Así sea.
JUAN DE MOLINA
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