¿Lo envenenaron?
¿Fue una coincidencia? ¿Es una simple anécdota colonial? ¿Una leyenda de la parroquia? ¿Un chisme aldeano? Lo cierto es que la ciudad, que en ese entonces era muy tranquila, parecía un hervidero. No se hablaba de otra cosa.
Cedámosle la palabra a Juan Rodríguez Freyle, el mejor periodista y escritor de esa época, quien fue testigo de los hechos y los dejó registrados en El Carnero , su formidable crónica de aquellos acontecimientos: “En el año de 1602 vino como visitador de esta Real Audiencia el licenciado Salierna de Mariaca, que era oidor en México, y el cual, de una comida que comió en el puerto de Honda, murió en Santafé, y murieron todos los que comieron con él. Y a los nueve días de su muerte murió también el presidente don Francisco de Sande, que había sido emplazado por el visitador Mariaca para que se presentaran juntos en un juicio de Dios”.
¿De modo que no solamente murió el visitador, sino todos los que comieron con él a su llegada al puerto fluvial de Honda, que ahora forma parte del territorio del Tolima? Parece demasiada coincidencia. ¿Sería que los envenenaron? Las sospechas corrían de boca en boca por Bogotá. Sin embargo, ninguna autoridad se tomó el trabajo de investigarlo. La justicia tampoco operaba en esa época. Cualquier parecido con…
No aprendimos la lección
Han pasado ya 415 años desde aquellos días. Y después de tanto tiempo, los colombianos no hemos aprendido la lección. Todavía seguimos repitiendo que el vivo vive del bobo y que por la plata baila el perro. ¿De qué nos quejamos, si aquí decimos que “hecha la ley, hecha la trampa” y sostenemos cínicamente que “la ley es para los de ruana”?
Aquí seguimos creyendo que el alumno más astuto es el que copia el examen de su compañero, y el cliente que causa admiración es aquel que paga una bolsa de sal, pero se lleva dos, y el carnicero más sagaz entre todos sus colegas es aquel que vende cuatro libras de costilla, pero solo entrega tres. Aquí pensamos que el pasajero más avispado del bus es el que viaja sin pagar. Y así, hasta llegar al Senado de la República o a la Corte Suprema de Justicia.
El país no aprendió la lección de los sucesos ocurridos en 1602. Ni de tantos otros que vinieron después. La corrupción campea a sus anchas. Almuerza en los mejores restaurantes. Es socia de los clubes sociales. A lo mejor, como en los tiempos de Sande y Mariaca, el único tribunal al que nos tocará acudir es a la justicia divina porque, como lo dije el otro día, es la única justicia que nos va quedando.
Epílogo
A los colombianos les voy a pedir un favor: es verdad que la corrupción tiene que castigarse con cárcel, pero no olviden que también hay que castigarla en las urnas. El voto es nuestra arma más poderosa.
Sigan creyendo que el fin justifica los medios y verán que, como dijo Aristóteles hace más de 2 300 años, una sola corrupción que quede impune conduce a todas las corrupciones. Ah, se me olvidaba decirles que los cinco mil pesos no aparecieron nunca.
De cada cien delitos, en Colombia solo se castigan seis
Agárrense, porque lo que viene a continuación es monstruoso. La impunidad judicial en Colombia ha llegado ya a números aterradores. Son tan grandes que uno ni siquiera alcanza a calcularles el verdadero tamaño. Por grave que sea, la realidad colombiana es peor de lo que parece.
No es por bajarles a ustedes el ánimo ni por dañarles el día, pero es que las investigaciones de las entidades más confiables, como son la prestigiosa organización Transparencia por Colombia y la propia Fiscalía General de la Nación, nos revelan que en este momento estamos en un 94 por ciento de impunidad. Por Dios Santísimo.
Así como lo está viendo. Si quiere, vuelva a leerlo, que yo lo espero. De modo que, en este preciso momento, de cada cien delitos que se cometen en Colombia, 94 quedan impunes. Y, todavía peor, de los seis que se sancionan hay que descontar a los señorones encopetados que la semana entrante recibirán la casa por cárcel, o les dejarán vencer los términos para que el proceso caduque. Entre ellos hay congresistas, magistrados, empresarios.
Al final de cuentas, los únicos que van quedando presos son el pobre diablo que en su pueblo se robó una gallina para llevar algo de comer a la casa, o el atracador del mercado bogotano de San Victorino que le arrebató la billetera a una señora casi tan pobre como él.
Las preguntas me agobian el cerebro: ¿cuánto ha crecido la impunidad en los últimos años? ¿Los delitos de la corrupción son los que más generan impunidad? ¿Qué es lo que está pasando con la Justicia colombiana?
Salgo a la calle en busca de respuestas a esas preguntas que, más que preguntas, son angustias que mantienen abatido al país entero. Consulto a expertos e investigadores. Me reúno con los estudiosos de la realidad social.
¿Pena de muerte?
Durante diez años, Elisabeth Ungar fue la directora de Transparencia por Colombia. Es ella la que, de entrada, me recibe con esta frase tan realista como demoledora:
—La impunidad es el mejor aliado de los corruptos.
Y dondequiera que llego, ya sea a un supermercado o cruzando la calle, mientras espero que cambie el semáforo, la gente siempre me grita lo mismo:
—Esto no lo compone sino la pena de muerte para los corruptos.
Muchos de ellos me recuerdan que, hace unos pocos meses, yo escribí para el periódico El Tiempo una crónica sobre la experiencia que ha vivido Singapur, donde la pena de muerte ha derrotado a la corrupción.
—¿Es aplicable eso mismo en Colombia?
—No —me responde tajante Andrés Hernández Montes, el actual director de Transparencia—. Nosotros no consideramos que la pena de muerte sea una solución porque, ante todo, eso iría en contra de una gran tarea que tenemos pendiente en nuestra sociedad: el pleno respeto a la vida. Creemos, además, que no hay una única solución para un problema tan complejo como la corrupción. Para atacarla se requieren medidas de distintos enfoques. Así lo hicieron en China y Singapur.
—Yo considero que la pena de muerte —agrega la señora Ungar— es moralmente inaceptable para cualquier crimen, por grave que este sea. Singapur, sin duda, es un ejemplo mundial de lucha contra la corrupción. Pero ha sido a un costo muy grande en términos de la democracia: se ha restringido la libertad de movilizarse, de expresarse, de elegir y ser elegido.
‘La Justicia no opera’
Poco antes de presentar su renuncia, el entonces fiscal general Néstor Humberto Martínez dijo que estaba aterrado porque la impunidad en Colombia ya estaba en el noventa por ciento. Ha pasado apenas poco más de un año y ya hoy está en 94 por ciento, según me informan voceros de la propia Fiscalía. Los números son siempre así, implacables y hasta desalmados. No disimulan ni guardan las apariencias.
¿Y la Justicia? Cada día los escándalos son mayores y más frecuentes. Elisabeth Ungar me responde:
—La Justicia juega un papel fundamental en esta dramática situación. Mientras el costo de la corrupción (sanciones administrativas, fiscales y penales) siga siendo menor que el beneficio que produce (dinero, poder), los corruptos seguirán actuando.
El señor Hernández Montes es igual de contundente cuando dice que “una justicia que no opera envía un mensaje claro: el crimen sí paga. Por desgracia, nuestra gente ha dejado de creer en el sistema judicial por los escándalos permanentes de corrupción en la propia Justicia, empezando por sus más altas esferas, como en el denominado ‘cartel de la toga’, como en las redes de corrupción de jueces, fiscales y abogados, como en los fuertes cuestionamientos al exfiscal general de la nación”.
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