Antonio Ortiz - Maleducada

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MalEducada relata la historia de Paula Beckwitt, una adolescente de clase alta que sufre un accidente cerebrovascular y está en coma. En ese estado comienza a recordar con detalle todos los sucesos que la llevaron hasta ese punto.Con una narración vertiginosa y conmovedora, el lector irá descubriendo la verdad de su vida, y además se enterará de los oscuros secretos de su más íntimo círculo de amigos.Basada en hechos reales, en esta novela se muestra la vida desenfrenada y el complejo mundo interior de una joven que, teniéndolo todo, se sentía vacía y solitaria.
MalEducada es una historia que narra la vida de jóvenes que han perdido el rumbo porque sus familias están desestructuradas, en sus colegios el matoneo es constante y sus refugios han sido las malas amistades, el alcohol y la droga.

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—¿Alguna vez has fumado? —me preguntó, sacando un cigarrillo de su chaqueta.

—No, ¿cómo se te ocurre? Mis padres me matarían —respondí asustada.

—¡Ellos no están aquí, y un cigarrillo no te mata! —dijo con su fuerte acento y mirándome con cierta “sobradez”.

Caminamos hacia la ventana y trepamos por el balcón hasta el techo; los barrotes eran fuertes y nos permitían agarrarnos con firmeza. Esta era una aventura de la cual no quería escapar. Allí nos sentamos cómodamente y Becka sacó un encendedor de su chaqueta, tomó la cajetilla de cigarrillos con mucha propiedad, la golpeó varias veces desde su base, sosteniéndola con una mano hasta que un par de cigarrillos se deslizaron fuera de la cajetilla. Tomó uno, lo encendió, aspiró y soltó lentamente el humo, haciéndolo revolotear en espirales y enmarcando la fría noche con un velo transparente ante mis ojos incrédulos y sorprendidos.

—¡Esto es una liberación! ¡Piensa que el humo eres tú y que podrás volar a donde quieras! —dijo, mostrándose muy segura de sí misma.

Le pregunté si Abbey y Jossete habían hecho algo así. Me miró como queriendo estrangularme.

—¡Jamás les digas nada de esto! Tú y yo somos sobrevivientes. Ellas son débiles, asustadizas, presas fáciles de intimidar. Ahora, ¿quieres fumar o te vas? —dijo, dándome otra vez esa mirada acusadora.

Tomé el cigarrillo como si fuera el arma perfecta para un crimen. Estaba pintado por sus labios, lo puse en los míos y, antes de que pudiera siquiera aspirar, el humo me cegó y me hizo lagrimear como si fuese gas lacrimógeno arrojado a una pequeña rebelde. Volví a intentarlo y mi garganta se cerró en la primera bocanada, sentí que no podía respirar. Me paré para tratar de tomar aire y resbalé. Me deslicé por el tejado y, aunque no podía dejar de toser, alcancé como pude una bajante de agua. Justo cuando pensé que caería al vacío y moriría allí, sentí la mano fuerte de Becka, quien muy hábilmente me deslizó para que cayera en el balcón. Mis gritos de dolor desgarraron el silencio sepulcral del internado. Con una visita de mi madre a la semana siguiente y con una pierna enyesada a causa del tobillo que me fracturé, tuve suficiente para aprender la lección: ¡un cigarrillo te puede matar! Becka fue castigada y tuvo que limpiar las habitaciones y los baños de todo el bloque durante cinco semanas.

Mi mamá, tal vez aconsejada por su ignorancia religiosa y su escaso conocimiento de madre, pensó que estaba poseída. Su gran mente analítica le decía que algo sobrenatural me hacía actuar de la manera vergonzosa y errática en la que me estaba comportando. Por lo tanto, le pidió a uno de los sacerdotes que oficiaba en el internado que me llevara a donde un especialista para hacerme un exorcismo. ¡Fue algo aterrador! Es como si te inyectaran sin estar enferma.

Me encerraron en una habitación lúgubre, llena de cuanto cuadro religioso y simbolismo católico existe. Nunca había prestado atención a esta clase de ritos y no entiendo cómo un sacerdote, con lo que estudia y el tiempo que tiene para pensar, accede a semejante locura. Con biblias en mano, dos sacerdotes caminaban a mi alrededor, hablaban en latín y me arrojaban agua bendita. Sentada en una silla y con actitud desafiante, me enfrenté a ellos. Las dos primeras horas fueron divertidas, pero después de seis horas de tortura y con muchas personas agarrándome, creo que perdí la cordura. Grité, convulsioné y, cuando me sentí exhausta y derrotada, terminé dándole la razón a mi madre, como lo hacen quienes confiesan un delito que no cometieron, con tal de que terminen con la tortura a la que los exponen. Todas estas cosas que pasaron nunca fueron sobrenaturales, pero ellos terminaron creyéndolo, y en algún momento de mi vida me pusieron a dudar.

Pasé cuatro años intentando superar todo eso. Becka tenía razón: las dos éramos las más fuertes. Crecimos más que nuestras compañeras y amigas, nunca mostrábamos debilidad ante nada y nuestra capacidad de liderazgo se notaba en todo lo que hacíamos. Muchas niñas del colegio nos consultaban qué hacer o nos contaban sus ideas, pensamientos y proyectos, casi en busca de aprobación.

Cuánto hubiese deseado tener a mi madre al lado ese día en Main House, cuando al entrar al baño descubrí que ya no era una niña. Mis interiores tenían la evidencia de que mi cuerpo estaba cambiando. Becka sacó una toalla higiénica, me explicó cómo ponérmela y me consoló. Lloré toda la noche, esperando sentir un abrazo materno; quería sentirme segura, guiada. Tal vez solo quería una bebida caliente, un beso de madre con lágrimas en los ojos y que me acompañara al supermercado a comprar lo necesario para estar preparada.

Le escribí a mi madre contándole lo sucedido, pero su respuesta fue desconcertante: “Llamaré a la enfermería y que te cuiden mientras te sientas malita”. Tan solo una triste línea. No obtuve nada más allá de unas cuantas palabras. Le conté a Miss Priffet lo que me sucedía y, como enfermera carcelaria, me dio mis primeras toallas y un manual con un calendario donde se explicaba con dibujos el ciclo menstrual.

Pasé dos semanas o más sintiéndome más sola que de costumbre. Caminaba por los alrededores del colegio y respondía preguntas de forma monosilábica. Creo que las hormonas comenzaban a desempeñar un papel importante en mi vida, tal vez eran las culpables de algunos de mis errores, y no una posesión demoniaca.

Durante esas caminatas, y al ver cómo se movían los árboles cuando el viento soplaba, encontré calma a la turbulencia de pensamientos que me atormentaba día a día. Me sentí en sincronía con los árboles y me dejaba llevar por mi imaginación. Saqué de la biblioteca un libro de Harry Potter para fingir que leía y así no me hicieran preguntas sobre qué era lo que me pasaba. Me senté una tarde, y al sentir las miradas inquisidoras de mis compañeras, abrí el libro y por primera vez me adentré en una historia que me hizo sentir como uno de sus personajes. Miraba el bosque detrás de Main House e imaginaba un universo mágico en el cual era intocable, inalcanzable e inmortal. Así me devoré casi toda la colección.

Tal vez por los cambios hormonales o por la resistencia que mi corazón encontraba hacia mi familia, mi comportamiento cambió radicalmente. Con ayuda de Becka me empecé a maquillar, me vestí completamente de negro, empecé a tomar de vez en cuando y fumar se convirtió en una forma de elevar mis pensamientos y liberarlos a través del humo. Todo esto me llevó a una actitud de rebeldía: les contestaba mal a mis profesores, fui grosera con Miss Priffet y empecé a golpear a cuanta niña me miraba raro, o simplemente las insultaba. No sé por qué crecía dentro de mí tanta amargura e ira, y las cosas más pequeñas me hacían explotar.

Me adentré en la lectura y me leí “millones” de libros. Seguía siendo bastante violenta, hasta que un buen día, Ivana, una estudiante de noveno grado, mitad rusa, mitad japonesa, me golpeó, humilló e insultó de una manera en la que me hizo sentir diminuta, tan pequeña que mi orgullo se fue por el drenaje con la sangre que escupí. Todo sucedió de una forma muy rápida. Era la noche de un jueves y en Main House acostumbrábamos bajar a un sótano oscuro y húmedo que parecía una mazmorra llena de celdas. Era el único lugar donde podíamos fumar y tomar sin ser vistas; claro está que, como era una tradición, todo el mundo sabía de su existencia, pero tal vez nadie quería cerrarlo.

Estaba hablando esa noche con Becka, cuando Hannah, una pelirroja de mal aspecto y mala actitud, me empujó como consecuencia de estar jugando con sus amigas. Tal vez no tuvo la intención, pero en ese momento solo pensé en golpearla, lo cual hice sin mediar palabra. Me di la vuelta llena de satisfacción por lo que había hecho, pero de repente sentí puños y patadas. Ivana me atacó para defender a su amiga, me arrojó al suelo y, fue tal la fuerza, que no pude ni gritar. Ivana era alta, tenía el pelo corto y aspecto de hombre. Se entrenaba levantando pesas y haciendo algo de artes marciales; era una especie de marimacho. Si no hubiese sido por Becka, quien evitó que me siguiera golpeando, no sé qué hubiese pasado. Solo sé que me llevaron a la enfermería y que allí estuve por unas doce horas; tenía golpeada el alma y el orgullo, además del cuerpo. Me sentí impotente, sola y abandonada, pero de cierta for­ma sentí que lo merecía. Ese sentimiento de culpa no me dejó defenderme.

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