todo esto con exaltación manifiesta, con grandilocuencia teatral y en alta voz que bajaba de volumen para concluir, y de resumir esa experiencia juvenil pasaba a confesar un proyecto de novela que había llegado a esbozar mezclando un poco de realidad con una chica del Quebec y otro poco de sus fantasías, y empezaba por describir a Isabelle, 22 años e hija de un matrimonio católico muy severo, insistiendo que no sólo era bella sino dueña a la vez de una personalidad frágil y encantadora, cosa frecuente entre esos franceses de habla y costumbres algo arcaicas que viven en el Quebec, la había conocido el año anterior, Cortínez vivía un romance pasajero con Claire, una profesora de alma lírica y erotismo desinhibido, y en un festival de música al aire libre, Isabelle, que era amiga de Claire, había entrado en su órbita de observación, aunque no hubo nada durante un año o más entre ellos, aparte de ese primer deslumbramiento, aquí una pequeña pausa como para subrayar el dramatismo de lo que vendría, pero al verano siguiente, empezaba Cortínez como absorbiendo una buena cantidad de aire, a poco de regresar para unas vacaciones al Quebec, seguía cada vez más entusiasmado, logré dar nuevamente con Isabelle, y se detenía un momento, guardaba un inquietante y repentino silencio, como esperando un guiño, un gesto, una palabra que le permitiera continuar, como dudando si debía continuar o no, como revalorando un secreto de incalculable valor, ¿lo contaría o no?, como si fueran las 10 de la mañana de un domingo y no las 2 de la mañana de un jueves, y se pudiera permitir toda clase de altos y disgregaciones, en fin, seguía, la llamé por teléfono y en medio de esa llamada conseguí restablecer los hilos, los tenues hilos que podrían habernos unido, y luego de asegurarle que mis relaciones con Claire habían terminado, arreglar una cita, ¿y qué decía ella?, bueno, que estaba cansada de su trabajo, ¿en qué trabajaba?, dirigía un programa radial y también hacía algo para la televisión, aguardaba con impaciencia unas vacaciones que le llegarían pronto y pensaba marcharse a algún lugar con sol en abundancia, quería ir al mar, se le antojaban las frutas exóticas, las largas playas, el descanso, y sí, se acordaba de él y estaría encantada de volver a verlo, bien, entonces nos citamos se animó todavía un poco más Cortínez, y desde ese primer día de nuestro encuentro hubo algo mágico, ella era un ser angelical, tal vez un poco débil, un poco indecisa, demasiado espiritual, fuimos a comer a un restorán y luego, ante el ejemplo de otras parejas, bailamos allí suave, dulcemente, como si nos amásemos desde siempre… la sensación de esa noche, moviéndonos apenas junto a dinámicos bailarines en una pista de luz tenue, con música dulzona de los años cincuenta, es muy difícil de explicar, de un lado el escenario neutro y cotidiano, y del otro, la certeza de estar viviendo uno de aquellos instantes privilegiados, de esos que llegan muy de tarde en tarde en una vida, si es que llegan, y que Joyce llama “epifánicos” acertadamente, y como te puedes imaginar, las muchísimas diferencias que nos separaban desaparecieron por completo ese verano, al menos para nosotros, no para sus padres, que veían magnificada la diferencia de años, mi situación dentro de un matrimonio todavía no finalizado y desde su perspectiva católica, irreductible, el problema que presentarían mis cuatro hijos y mis dos hijas, etcétera, y por otra parte veían a su angelical Isabelle muy inexperta en materias amorosas, apegada por 22 años no sólo a un hogar armónico, sino a una misma casa en un mismo barrio de una misma ciudad de un mismo país, lo que se puede llamar una familia archiconservadora, enfrentada de pronto al veneno de una seducción veraniega instigada por un forastero, peor, por un latinoamericano venido de no se sabía dónde ni menos para qué, lamentablemente debo omitir una buena cantidad de pormenores, aunque ciertamente sé que en tales detalles tendría que detenerse la novela que me gustaría escribir, pero debo dejarte en claro que Isabelle era virgen y que ardiendo yo en deseos de consumar lo que parecía un amor recíproco, era tal mi estado de feliz exaltación que postergaba mis urgencias eróticas sin sufrir realmente, sino más bien gozando esas posibilidades, difiriéndolas en una especie de retorcido masoquismo que exarcebaba mi deseo, le escribía cartas todas las noches e iba a depositarlas personalmente en el buzón de su casa, ella me respondía con sutiles mensajes desde su audición radial, yo la escuchaba fielmente cada tarde, de dos a cuatro, para oír su voz, aunque fuese presentando música que no me interesaba, y pasando avisos comerciales que me interesaban menos, luego nos reuníamos, comíamos en cualquier lado, cualquier cosa, y a veces venía a mi cuarto en el Pavillon Parent, atestado por los alumnos de verano que acudían tras los cursos de francés, y allí, en mi estrecha celda, nos tendíamos y nos besábamos como dos escolares temblando de amor, una vez inclusive llegué a quitarle la blusa y le besé los senos blanquísimos con una sensación de levedad tan excelsa, con movimientos tan lentos y mágicos, como nieve quizás, nieve descendiendo inmaterialmente sobre la tierra absorta, bueno, espero que puedas entender cómo junto a una mujer así se me dormía el deseo, que era algo que los padres de Isabelle no entendieron nunca, porque para ellos, planteada ya la situación conflictiva de que nuestras vidas querían unirse, una batalla a muerte se había desencadenado, y ellos usaban todas las estrategias, todas las tácticas que han usado los padres de todo el universo, y triunfaron desgraciadamente separándonos, porque el amor que se nos había despertado no quería violencias ni engaños, y lo creíamos tan superior que ni siquiera exigía la presencia física inmediata, niños que éramos, ella 22 años y yo 38, y nos intervenían el teléfono mientras hablábamos, me decían que Isabelle no estaba en casa cuando iba a buscarla, o como ocurrió en una soleada tarde de domingo en que la visitaba en el jardín de su casa, su madre siempre se nos instalaba a diez pasos de distancia, declaradamente para leer un libro de arte sobre catedrales europeas, pero evidentemente para vigilar nuestros gestos y palabras, todo con cierta suavidad, con disimulada energía, sin antagonizarnos abiertamente, estce que vous connaissaiz Strasburg?, oh, comme je voudrais y aller!, y dejábamos su observación en el aire, sin respuesta, pero como Isabelle quería a sus padres y confiaba en ellos, suponiéndolos libres de toda intención mezquina, terminábamos dudando de nosotros antes que de ellos, algo de malo tendría que haber en nuestra atracción y seguro que era una falla nuestra el no poder detectarlo, y aquí viene el verdadero problema, porque dudo que frente al papel, puesto ya a escribir mi novela, pudiera describir una de aquellas tardes con toda fidelidad, o más bien, con la fidelidad que me gustaría, imagínate esa luz, yo tirado en el pasto y frente a mí Isabelle toda frescura sentada en una silla de terraza con un vestido blanco, y créelo o no, con una rama de jazmín jugando entre sus dedos, conversábamos en voz baja y en español para eludir la vigilancia materna, Isabelle tenía las piernas cruzadas y la superior se balanceaba ligeramente equilibrando un liviano zapato de lona, y entonces usé ahí toda la audacia que había podido acumular en mis 38 años de vida, y también toda la malicia y gentileza que sólo a esa edad comienza a aprenderse, para despojarla de ese zapato de cuento de hadas, depositarlo en el pasto, y volver luego mi mano a acariciar su pie desnudo, todo realizado con tal calma y naturalidad que nada ni nadie en el mundo hubiera podido notar alteración alguna, y sin embargo mi corazón latía con inusitada fuerza, y el de ella, aunque no me lo dijo, lo podía casi ver levantándole el pecho, irrigándole furiosamente unos tonos rosados por su rostro translúcido, ella buscaba no sé si alivio o mayor embriaguez en el aroma del jazmín, a cuyo ritmo rotatorio se aferraba ahora que el ritmo del balanceo de su pie moría aprisionado en mi mano, su bendita madre por ahí, cargando con su presencia de incalculable valor erótico a la menor de nuestras caricias, si escribo la novela se la quiero dedicar a ella, ¿a Isabelle?, no, a su mamá, a la mamá de Isabelle, e incluso creo que la tendría que escribir en francés para que la entendiera la vieja intrusa, y miraba impertinente al Carretonero de Ayer y Hoy, quien cortésmente había mostrado todo el interés que era capaz de mostrar para escuchar semejante historia, verdadero interés, y Cortínez se levantaba para mirar los libros en el estante sobre el escritorio, la mayor parte de ellos propiedad de la biblioteca universitaria, deteniéndose ocasionalmente en alguno que no conocía, como el volumen de obras completas de Oliveiro Girondo, y luego con una impertinencia pocas veces vista, empezaba a leer las páginas sueltas que había sobre la mesa, borradores de la novela, cartas inconclusas, cartas de amigos, una lista de nuevas inscripciones pintadas en las paredes de la Sorbona, arriesga tus pasos en los caminos que no haya explorado nadie, arriesga tu cabeza con los pensamientos que nadie haya pensado, ceder un poco es capitular mucho, la insolencia es la nueva arma revolucionaria, en fin, una revista francesa, La Nef, número 31, algunos rollos de película super 8 mm, todavía empacados, de manera que el Carretonero de Ayer y Hoy tenía que inventar algo rápido para distraerlo o despedirlo, pues no quería exponer demasiado su intimidad, no le gustaba esa actitud, y lo sentaba casi a empujones, fíjate Cortínez, soñé con mi amigo Kastos, por ejemplo, soñé que iba a México por una semana, de un jueves a un miércoles, y en esta época México, la carnívora ciudad de México está llena de foquitos de colores, es la temporada de comprar la popularidad, de ver a cuántas posadas te invitaron ¿no?, la temporada del humanismo y la condescendencia y la bondad bastarda de la conspicua clase media, que por lo menos unos días al año la gente se siente llena de amor, y yo fui a México ¿me entiendes?, en estos días, y vi a mi amigo Kastos discutiendo sobre un escritor mexicano con un hombre viejo, y yo me cuidaba de no intervenir en la discusión, porque ese hombre, por alguna extraña razón, me odiaba, y me odiaba de una manera casi delirante, aunque no sé quién sería, y luego estaba en la librería de Polo Duarte, otro amigo, la librería se llama Libros Escogidos y está en una calle llena de iglesias y de edificios coloniales, frente a un parque muy bonito que se llama la Alameda Central, era sábado, había muchos foquitos de colores, adornos, piñatas, globos, fotógrafos ambulantes, gente disfrazada de Reyes Magos y de Santa Claus, familias, y me sorprendía ver que había muchas tiendas cerradas por la avenida Hidalgo, especialmente porque era temporada de Navidad, y entonces al pasar por una iglesia que se llama San Hipólito, tres hombres gordos de traje negro y camisa blanca sin corbata me ofrecían al pasar cacahuates garapiñados, un dulce mexicano ¿lo conoces?, muy cortésmente, sin agresividad de ninguna especie, y yo tomaba tres cacahuates y me los arrojaba a la boca con cierta gula, a pesar de que no me gustan ni nunca me han gustado esos dulces, y seguía caminando, pasaba por una casa adonde estaba cantando una amiga que se llama Matilde, que tiene una voz espléndida, y cantaba acompañada de una guitarra y un bongó, y en algún momento de la letra decía guapachá, qué rico guapachá, y yo pensaba oyéndola, oí toda la letra de esa canción en mi sueño y me parecía deliciosa de tan rítmica y tan traviesa, tan maligna, pletórica de dobles sentidos, que Matilde era una cantante con tantas cualidades como la Streisand o Nancy Wilson, me fascinaba oírla cantar el repertorio de Julie London, pero además era mucho más bonita, de piel apiñonada y ojos de Bambi enormes, y pensaba que debía venir a probar suerte a los Estados Unidos, que me la iba a traer, pero todo se complicaba al pensar que aquí en Iowa no conozco a nadie que toque la guitarra o el bajo ni el bongó, ni a nadie relacionado con la industria de los discos o los espectáculos, luego estaba en mi departamento con una antigua amiga que se llama Viviana y la ayudaba a lavar los trastes, bueno, la vajilla como dicen los Veiravé, no te rías, y yo le hablaba de Matilde buscando en un viejo aparato de radio un programa que nos interesaba, hasta que dí con él, era en xew, la voz de América Latina desde México, y era un programa de chistes pero no entendíamos los chistes y nos mirábamos con incredulidad y hasta cierta angustia, desolados, porque era como si no comprendiéramos algunas inflexiones de la lengua y la gracia se nos escapara, luego estaba de nuevo en la librería de Polo Duarte tratando de comprar dos ejemplares de Cambio de piel, cuando desperté con sabor a cacahuate garapiñado en la boca, y creo que eso es todo doctor, mucha gente en mi sueño, y combinaciones de palabras que admiraba y combinaciones de palabras que no entendía, ¿qué piensa usted de todo esto?, Cortínez se quitaba los anteojos y se pasaba los dedos por los ojos cansados, masajeaba los párpados, y como Ambrosia no se había despertado y el Carretonero de Ayer y Hoy parecía predispuesto a contarle sus mil y una noches de indigestión y nerviosismo, se despedía, creo que tengo que irme, ya estoy cansado, entonces ¿me puedes prestar el libro de todos los verbos castellanos conjugados?, también habría que dormir ¿verdad?, o se arrojaba casi de clavado sobre algo que le interesaba, el ejemplar de 62, modelo para armar por ejemplo, entonces la más reciente novela de Cortázar, centro de discusión de cualquier reunión de latinoamericanos relacionados con la literatura, ¿me lo puedes prestar?, ansioso, con una ansiedad casi histérica, y todavía no respondía el Carretonero de Ayer y Hoy, lo estoy leyendo, apenas acabo de empezarlo, y si te vas pronto a lo mejor lo terminaré esta misma noche y te lo presto mañana, ¿qué tal está?, ¿cómo quieres que esté?, no sé, es que Cortázar a veces no me gusta del todo, no se trata de gustar empezaba el Carretonero de Ayer y Hoy pero se arrepentía inmediatamente, porque no quería detener a Cortínez ni un segundo más, quería volver a estar solo, había muchas cartas por escribir, y la novela y su Diario (hacía un par de días que no escribía en su libreta ni dibujaba), y algunos libros por leer, la tibieza de Ambrosia, la cama tibia también, cachonda y enormidades qué pensar, la noche era todavía joven, más o menos joven, bueno insistía Cortínez, pero ¿es una novela?, caray respondía el Carretonero de Ayer y Hoy, es un libro que ciertamente admite el calificativo de “novela”, pero podríamos aplicarle otro, podría ser también un acto, digamos, un final de juego (“ese juego idiota: la vida”, decía Cortázar), es más bien como un subterfugio para tener a Cortázar en casa, “la locura es portátil”, dice uno de sus personajes, y como si esa hubiera sido una frase mágica, Cortínez dio tres cuatro pasos en dirección a la puerta, dijo unas frases oscuras a manera de despedida, estiró el cuello como tratando de ver hacia la recámara, se ajustó los anteojos sobre el puente de su nariz, movió la mano en un gesto displiscente, chao bisbiseó con acento chileno, y el Carretonero de Ayer y Hoy cerró la puerta con lentitud, con firmeza, a piedra y lodo, como emparedándose, había quedado un poquito del olor de Cortínez, olor de tabaco rancio y sudor, un olor ajeno a ese lugar de trabajo y que el Carretonero de Ayer y Hoy no sabía cuánto tiempo iba a necesitar para esfumarlo, aunque ese olor sin duda estaba allí para algo, ¿no era ésta una de las proposiciones de Cortázar?, quizás ese olor ciertamente desagradable para él, estaba allí para impedirle seguir con su novela, ya iba en la página 110, para impedir que leyera en ese lugar las cartas de sus amigos y la continuación de 62, modelo para armar, y entonces debía ir a acostarse junto a Ambrosia, cuanto antes mejor, con toda seguridad Ambrosia estaría calientita de más, aunque no tenía sueño, eran apenas las tres de la mañana, Cortázar planteaba que el universo tendría que ser un delicado, infinito circuito adonde un sabio loco practicaba las más caprichosas conexiones, donde todo tenía que ver con todo, y al mismo tiempo nada tendría que ver con nada, un señor podría rascarse en París y provocar un estornudo en algún norteamericano desprevenido, bastaría escribir una obra maestra para producir el estrepitoso estallido de un vaso, aunque quien habría dejado caer el vaso podría pensar que su descuido habría sido la causa de la rotura, pero se equivocaría porque esa causa tendría asignado otro ejemplo, todas las causas tenían efectos imprevisibles, probablemente y antes de que pasara mucho tiempo, un futbolista mexicano desviaría un penalty y se rompería un tendón o un menisco, y en efecto, el nuevo libro de Cortázar a lo mejor no tenía que ver con la literatura, esa vieja polveada, tenía más bien que ver con algo así como andar en bicicleta, o jugar con el gato o hacer chistes en un idioma apenas aprendido, Alfredo Veiravé le había hecho notar que la clave estaba en el capítulo 62 de Rayuela, y también curiosamente en la página 62 de La vuelta al día en ochenta mundos, adonde aparecían Calac y Polanco, exactamente los mismos personajes de 62, modelo para armar, y en el capítulo 62 de Rayuela podía leerse “Si escribiera ese libro, las conductas standard (incluso las más insólitas, sus categorías de lujo) serían inexplicables con el instrumental psicológico al uso. Los actores parecerían insanos o totalmente idiotas. No que se mostraran incapaces de los challenge and response corrientes: amor, celos, piedad y así sucesivamente, sino que en ellos algo que el homo sapiens guarda en lo subliminal se abriría penosamente un camino. Todo sería como una inquietud, un desasosiego, un desarraigo continuo, un territorio donde la causalidad psicológica cedería desconcertada, y esos fantoches se destrozarían o se amarían o se reconocerían sin sospechar demasiado que la vida trata de cambiar la clave en y a través y por ellos”, proposición inquietante sin ninguna duda, sin ninguna clase de dudas, y en la página 62 de La vuelta al día en ochenta mundos, Calac filosofa “Entre la confusión original y el orden previo a la concepción de un tiempo y un espacio racionales, no hay nuestro fulminante fiat lux y un ponerse a fabricar en serie la creación. Sospechan (los maoríes) que ya del caos a la materia hay un proceso sutilísimo, y tratan de figurarlo cosmológicamente. Te advierto que ni siquiera llegan a la materia, porque son tantas las fases preliminares que uno ya está cansado en los aprontes”,
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