10. Hazte creer. Dante en el exilio se pasea por las calles de Verona, mientras se murmura que baja al infierno cuando quiere y que de ahí trae noticias…
EL PERRO GENEROSO
Hay un perro fuera, en la terraza. Apenas me ve, escapa encorvado; luego se vuelve, regresa, husmea, se mantiene a distancia, temblando. Está flaco, es feísimo, su cola es como un látigo del que se sorprende él mismo continuamente. En El triunfo de la muerte de Brueghel, hay un perro parecido husmeando a un niño muerto, acaso para comérselo. Abro una lata de carne y se la dejo en la terraza. El perro se acerca, vacía la lata en un instante y luego, durante un largo rato, lo oigo empujarla con el hocico, siempre esperando sacar algo más de ella. Hay pan duro. Se lo arrojo y lo hace desaparecer con un ruido de piedras trituradas. A la mañana siguiente otra vez allí, mirando, esperando. El nuevo alimento lo amansa; incluso se deja acariciar. Tiene el pelo rasposo. Llega hasta probar hacerme fiestas, pero no sabe cómo ponerse a ello. Por fin se le ocurre una idea. Vuelve poco después trayendo un zapato viejo, un pedazo de escoba y una bota que deja delante de mi puerta. Son sus regalos.
Ennio Flaiano
Calor en el trayecto del camión. Greta, cuando se levanta un adolescente que le gusta, ocupa su asiento desocupado para sentir el calor que permanece y emana…
Recibo una carta de consolación del Centro Mexicano de Escritores. No me pueden dar la beca esta vez, pero esperan que concurse el año próximo. Es reconfortante.
para llegar a ser artista lo primero que tienes que hacer es SER
artista. Nadie nace artista. ¡Uno decide serlo! Y cuando
decides ser el primero y el último entre los hombres no considerarás
extraño dormir con un asno, escarbar en el bote de los
desperdicios o tragarse los reproches y los insultos de todos los
seres queridos que nos rodean y que juzgan un gran
error nuestro sistema de vida.
Henry Miller
Al nombre de Greta como que le falta una sílaba y le sobra una erre. No consigo verlo sustituyendo al de Tatiana. Quizás debo ensayar otro, pero ¿cuál otro? Quizás no. Lo absurdo es lo único lógico, a la larga…
En el templo de la Santa Cruz, en la ciudad de Puebla, el arzobispo Octaviano Márquez y Toriz, en una alocución dirigida a los fieles que nos congregábamos allí, dijo, más o menos:
—No es con el odio, ni con la muerte, ni con la violencia, ni con la fuerza bruta, sino con el amor y por medio de una labor eminentemente constructiva, como se salvará la patria de la amenaza del Comunismo…
Acompañé a mi padre a Tlamacas y nos detuvimos en Puebla para conseguir un volante que reparten en las iglesias locales, adonde se prohíbe leer 15 publicaciones, a las que se califica de “comunistas”, Excélsior entre ellas. Y se advierte a todas las personas que trabajan en dichas publicaciones que están excomulgadas ipso facto, por una “excomunión reservada speciale modo por la Santa Sede Apostólica”.
Todo esto porque llevé una nota al suplemento dominical de Excélsior, claro, uno de los periódicos señalados, y fue aceptada y publicada. Y luego no le quise creer a mi padre lo del volante, y menos aún lo de mi excomunión ipso facto.
Crowley, Aleister: mago, poeta y alpinista inglés (1875-1947), llamado por los medios “el hombre más perverso del mundo”. Dicen que se había asimilado a la Bestia del Apocalipsis y que se consideraba como el profeta de una nueva religión de tipo dionisiaco que debería sustituir al cristianismo. De él son estas fórmulas: Hacer todo lo que quieras será tu única ley, y El Amor es la Ley, el Amor gobernado por el Deseo. Fundó en Cefalú (Sicilia) una abadía decorada por él mismo con frescos eróticos, adonde se entregaba a ceremonias de magia sexual con sus concubinas I y II. Autor de The Book of the Law, nuevo evangelio que le fue dictado por Aifass, su ángel custodio; Magick in Theory and Practice, así como numerosos libros de poemas y algunas novelas.
Posibles páginas para mi novela:
Me atraparon al mediodía, naturalmente por un delito que no cometí. Primero fuimos a la casa de unos agentes por unos papeles, y de paso para amedrentarme, pero no me asusté; después, a toda velocidad por el viaducto de la calzada de Tlalpan, al edificio de la Policía Judicial: allí descendimos…
(Hablo de un mediodía de marzo en compañía de Tatiana hasta el instante de las preguntas y mi nombre y la orden con la credencial en la mano. Tatiana llena de susto corriendo hasta una tienda. Las piernas de Tatiana parecen cuando corre… Bueno, le vi los muslos y no me importó. ¡Antes me hubiera entusiasmado tanto!)
En el segundo piso a los agentes les sellaron mi orden de arresto. Era una habitación grande, con mesas llenas de aparatos telefónicos. Las ventanas daban al norte y se podía ver la hora en la fachada de la Catedral. (Perturbadores timbres de teléfonos.) Bajamos. (Había teléfonos de varios colores, todos en el modelo más difundido.) Atravesamos un estacionamiento, varios pasillos con policías, una sala de espera llena de mujeres indígenas con alimentos para sus familiares, hasta llegar a un mostrador adonde me pidieron mis datos. (Un teléfono negro empotrado en un muro, claro, de los que funcionan con monedas.)
—Nombre y apellido, por favor. Su domicilio. Su ocupación u oficio. Ponga la mano aquí, por favor… ¿Tiene valores qué declarar?
—Dos pesos…
—Guárdatelos para cigarros… ¿Y tus anteojos?
Dejé los anteojos. ¿Ya había dicho que usaba anteojos?
—Fue rápido —dijeron los agentes (que se animaron a soltarme por primera vez)—. Así de rápido saldrás…
Una puerta de rejas muy grande se interpuso entre ellos y yo. Bien pronto tuve el primer sobresalto: dos hombres (uno negro como un teléfono negro) me vaciaron las bolsas. El cinturón me lo quité yo y lo arrojaron sobre el mostrador. En la cartera traía dos pesos y unos billetes que parecían dólares, pero que no valían ni un centavo chino.
—¿Cuánto traes?
—Dos cincuenta.
—¿Y los dólares?
—Son de juguete.
—Ah, ¿todavía juegas? —sin ganas de reír.
El rubio (como un teléfono amarillo) descubrió los preservativos. Apenas era martes y había usado tres. Cargaba encima toda mi provisión.
—¿Y esto? ¿Para qué sirve?
—Según… cada quien lo utiliza como puede…
Entonces llegó otro con un ridículo sombrerito de playa y pantalón vaquero.
—No los vas a usar adentro —mientras jugueteaba con las cajitas y las repartía. Y aplanándose los bolsillos de la camisa—, ¿así que te gusta inflar globitos?
Sonreí tontamente buscando algún teléfono. El del sombrerito les pegaba a los otros en las nalgas con mi cinturón. Quise pensar en otras cosas, distraerme, rechazar, ahogar mi miedo con algunos recuerdos, por ejemplo, el recuerdo inquietante de un burdel, la hija de la sirvienta desnuda y displicente, el choque con el auto modelo 39, el gato muerto con la navaja clavada entre los ojos.
Ellos discutían si me tocaba la celda 12 o la 15.
—¿Por qué estoy detenido? —pregunté.
Es la calle donde me atraparon lo que me recordó el mostrador. De pronto estar otra vez en la cárcel, esperar el encierro viendo cómo unos hombres me quitan las cajitas redondas de los preservativos (monedas de oro con mi rostro impreso, de perfil)… Tranquilizarme de pie junto al mostrador… Preguntar…
El del sombrerito empujándome con un millón de llaves en la mano.
—¿Por qué estoy detenido? —repetí.
No escuchar.
No odiar.
No hablar.
No protestar.
No mencionar el nombre de mi amada en vano.
No competir.
No envidiar.
No hacer afirmaciones terminantes.
No vengarse de los enemigos.
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