Cierto día, un agricultor de avanzada edad, que solía estudiar su gastada Biblia todos los días, descubrió una verdad, hasta ese momento desconocida para él; entonces, se postró de rodillas para conversar con Dios y le dijo:
–Señor, yo pensé que era el dueño de esta chacra, pero ahora reconozco que es tuya. Te la devuelvo y, a partir de hoy, seré solo un trabajador a tu servicio. Para los hombres, mi nombre seguirá apareciendo en el título de propiedad, pero tú y yo sabemos quién es el verdadero dueño.
Días más tarde, cuando salió a la ciudad a comprar provisiones, se encontró con otros propietarios y, mientras conversaba animadamente con ellos, les comunicó:
–¿Saben? Acabo de entregar mi chacra a su dueño.
–¿Qué? ¿A quién se la vendiste?
–¡Oh, no! No la vendí, solo la devolví a su verdadero propietario.
–¿Cómo es eso? Nosotros siempre pensamos que tú eras el dueño.
–Yo también pensaba igual, pero hace poco descubrí que todo lo que tengo le pertenece a Dios –respondió el agricultor.
Sus amigos solo atinaron a mover la cabeza sonriendo burlonamente, pero él prosiguió:
–Esto, indudablemente, me quita un gran peso de encima, pues ya no tengo que preocuparme por la chacra, la casa y los resultados de la siembra; simplemente, le consultaré al dueño cómo quiere que la administre y obedeceré fielmente sus indicaciones.
Pasaron los años y todo parecía marchar por el camino correcto, pero llegó un día fatal para las chacras de la zona: una plaga de langostas cayó sobre todos los campos sembrados de la región y devoraron todo que encontraron a su paso, incluyendo el pasto del borde de los caminos y la corteza de los árboles. Todos los vecinos se lamentaron por estas pérdidas tan irreparables y por el tiempo de escasez que se aproximaba. Sin embargo, el agricultor mayordomo de Dios estaba sereno y tranquilo; entonces, le dijeron:
–Dios no libró su propiedad y ni la defendió de las langostas. ¿Cambiarás de opinión ahora y recuperaras tu chacra?
–¡De ninguna manera! Lo que yo sostengo no es una opinión, sino una realidad. ¿Quién soy yo para cuestionar a Dios? Si él es dueño de todo, incluyendo las langostas, y a le pareció bien dar de comer a sus langostas el producto de su chacra, yo no veo ningún inconveniente. Para mí, todo está absolutamente claro.
Recuerda
Somos creación y obra de Dios, le pertenecemos; nuestra vida, nuestras posesiones, nuestros talentos. Todo debe ser confiado a su servicio. Reconoce a Dios y entrégale a él todas tus cargas, preocupaciones, proyectos y anhelos. Él tiene planes especiales para nosotros, incluso mejores de los que nos imaginamos.
¿Acaso roba el hombre a Dios? ¡Ustedes me están robando! Y todavía preguntan: “¿En qué te robamos?” En los diezmos y en las ofrendas (Malaquías 3:8).
Un muchacho de dieciséis años se despidió de su hogar para buscar nuevos horizontes. Sobre sus hombros llevaba un atado con algunas prendas de vestir, lo que constituía toda su herencia. Su vecino, un veterano capitán de una embarcación, al verlo salir preparado para un viaje, le preguntó:
–¿A dónde vas?
–A Nueva York. Mi padre es demasiado pobre para mantenerme y me dijo que, a partir de hoy, debo arreglarme en la vida como pueda –respondió el adolescente.
–Y ¿qué sabes hacer? –preguntó el marino.
–Mi padre me enseñó de muy pequeño a fabricar jabones y velas, y sé cómo hacerlas.
–Te voy a dar un consejo, Guillermo. Dentro de veinte años, alguien va a ser el más grande fabricante de jabones en Nueva York, y bien podrías ser tú. Vamos a arrodillarnos, y te invito a orar antes de despedirnos –dijo el hombre de mar.
El vecino oró fervientemente pidiendo que Dios dirigiera la vida de Guillermo. Al terminar la oración, ambos se pusieron de pie y, con un abrazo de victoria, se despidieron. Antes de perderlo de vista, el marino gritó:
–Recuerda, Guillermo. La clave del éxito es esta: entrega tu corazón a Jesús, camina con él y, sobre todo, sé fiel devolviéndole la décima parte de todas tus ganancias, desde el primer momento.
Guillermo llegó a la ciudad de sus sueños y estuvo varios días sin encontrar trabajo, manteniéndose como podía. Extrañaba el calor de su hogar, que ahora solo quedaba en el recuerdo.
Un día pasó, frente a una iglesia en donde se desarrollaba el culto divino. Se acordó, entonces, del consejo del viejo capitán e ingresó al santuario; allí respondió al llamado de entregarse al Señor y se retiró reconfortado.
Poco después, encontró trabajo en una fábrica de jabones. Con mucha entrega y dedicación, se ganó el aprecio del dueño y la amistad de los demás trabajadores. Comenzó también a entregar el diezmo a la iglesia desde su primera remuneración.
No pasó mucho tiempo y Guillermo obtuvo participación como socio de la industria jabonera y, cuando años más tarde su socio falleció, él se convirtió en el único propietario de la empresa. Entonces, instruyó a su contador que, de todas las utilidades, separara el diez por ciento para darlo al Señor.
Con el tiempo, la empresa creció y Guillermo comenzó a dar el segundo diezmo, después el tercero y el cuarto, hasta llegar a devolver el cincuenta por ciento de todos sus ingresos al Señor.
Esta es la historia de Guillermo Colgate. ¿Reconoces su apellido? Guillermo fue el dueño de la pasta dental “Colgate”. Por muchos años, fue un importante impulsor de la obra de Dios en Nueva York. Su nombre nunca quedará en el olvido.
Recuerda
Los problemas y la pobreza no son obstáculos para triunfar. Guillermo nunca se rindió, ¿y tú?; no te puedes rendir. Cristo prometió ayudarte. ¿Lo crees?
Que nadie te menosprecie por ser joven. Al contrario, que los creyentes vean en ti un ejemplo a seguir en la manera de hablar, en la conducta, y en amor, fe y pureza (1 Timoteo 4:12).
–Dios, tú envías riquezas a otros, pero a mí no me otorgas nada –se quejaba un joven descontento con su suerte.
Un anciano, al oírlo, le dijo:
–¿Tanto te quejas de tu suerte? ¿Crees que eres tan pobre como piensas? ¿No te das cuenta de que recibiste del Señor la fuerza y la salud de tu juventud?
–Sí, claro, lo reconozco. Pero ¿qué hago con todo eso y sin dinero? –protestó el joven.
–¿Dinero, dices? ¿Necesitas dinero? Pues, si de fortuna se trata, eso está resuelto.
Entonces, el anciano, levantando un poco la mano derecha del joven, le preguntó:
–¿Te dejarías cortar este brazo por cincuenta mil dólares?
–¡No! ¡De ninguna manera, claro que no! –replicó el joven, sin dudar.
–Entonces, la izquierda sí –insistió el anciano.
–Tampoco.
–¿Consentirías en quedarte ciego vendiendo las córneas de tus ojos por un millón de dólares? –continuó el viejo.
–Dios me libre de hacer eso. No daría ni un ojo por esa suma, ni por otra mayor.
–Entonces, ¿por qué reniegas contra Dios y lo culpas porque no te dio riqueza alguna? Usa lo que tienes para hacer riqueza, y no reclames a Dios, pues tienes capital en abundancia. Tú eres el tesoro, ¿no te das cuenta?
Recuerda
La verdadera riqueza no consiste en acumular bienes materiales. Como adolescentes, a veces pensamos y llegamos a la conclusión de que la felicidad está directamente relacionada con lo abultado de nuestra billetera, el auto que conducimos –si es que ya tienes uno–, las marcas de ropa que usamos o nuestra apariencia.
Detente y reflexiona un poco: la verdadera riqueza está en el potencial que Dios te dio. Valora tu salud; el tiempo; tu familia que, aunque imperfecta, te apoya en todo momento; los profesores que te aprecien y se preocupan por ti; tus amigos verdaderos. ¡Intenta cambiar un poco tu forma de pensar en relación a la verdadera riqueza! ¡Estoy casi seguro que ya eres rico en este preciso momento!
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