Después de cada enfrentamiento, Régulo, el Ciclón Blanco, inicia la tregua. Al emprender el camino por la pasarela que lo lleva a los camerinos, empieza la cuenta regresiva, es decir la mutación del personaje luchístico en la persona civil. Pero su recuperación nunca se completa del todo, pues la piel conserva una herida sin sanar o hay un músculo resentido. El dolor es parte del combate, aparece cuando menos se lo espera, recordándole que su cuerpo requiere más atención que la carrocería de los coches que colecciona.
Marcial, vigilante, es el testigo privilegiado de la vida de los luchadores, quien recoge no sólo muchas historias inexplicables sino también contadas confidencias de sus mujeres. Mónica siempre acompaña a Régulo a la arena. Llegan por lo menos una hora y media antes para que el luchador se pueda preparar físicamente. Mientras él se concentra respirando hondamente y realiza los últimos ejercicios de estiramiento, su esposa instala el puesto de máscaras y de playeras para la venta nocturna.
El último pensamiento del gladiador antes de afrontar a sus adversarios está dedicado a su familia y su público. Por ellos, él se encuentra ahora en el ring. Al franquear las cuerdas, Mónica sabe que Régulo desaparece temporalmente de su universo, sustituido por Ciclón Blanco hasta terminar la sesión de autógrafos y de fotos con los aficionados.
Pero a veces, Régulo no logra deshacerse de la adrenalina y de la concentración almacenada en el cuerpo durante la lucha. Sigue tenso, distante, como si fuera otro hombre, una persona ajena a cualquier vida humana. Alguien que no logra reposar porque en su mente, permanecen los gritos de los aficionados que lo apoyan y lo alientan a mostrar un desempeño óptimo. El espíritu guerrero de Ciclón Blanco habita todavía el cuerpo de Régulo cuando Mónica desarma el puesto de artículos promocionales. Saliendo de la arena, Mónica descubre en los ojos de su esposo si ya operó el desprendimiento de su personaje y se separó del ánimo despiadado del rudo.
Esta noche, observó que el personaje no se había apartado de su dueño. Por lo tanto, quien se estaba subiendo al automóvil no era Régulo, sino su avatar luchístico. La inquietud la invadió, acompañada con cierto recelo. El luchador no se quitó la máscara hasta encontrarse adentro de la sala de su casa. Régulo volteó entonces a ver a su esposa con una conocida sonrisa traviesa. “¿No te diste cuenta verdad?” y prosiguió, satisfecho del efecto ocasionado en Mónica desbancada de su calma legendaria. “Un coche nos siguió hasta el último semáforo. De seguro, un aficionado más vivo que otros que me quería sorprender sin máscara”.
En ocasiones, los luchadores tienen que cuidar a capa y espada su identidad más afuera que adentro de la arena. Esta noche, Régulo se sintió cansado. Guardó sus botas y su máscara en el closet y se sentó con un largo suspiro. A partir de ahora comenzaba la lucha más difícil de todas: ser un hombre común y corriente con sus responsabilidades y retos más que ordinarios… hasta el siguiente combate.
¿Quién conoce al vigilante de la arena? Aquel anónimo nocturno que toma su turno cuando el público se retira y se va cuando la luz del día llega. El vigilante tiene la arena bajo su control durante ocho horas. Nadie puede penetrar en su recinto, ni siquiera un gato vagabundo en busca de comida abandonada debajo de una butaca por el distinguido público. Marcial está acostumbrado a su trabajo solitario. Al paso de los años, ha perdido la capacidad de conversar y de comunicar sus emociones, puesto que nadie lo toma en cuenta. Cultiva su anonimato como los luchadores su fama: con ahínco.
Carla y Emilio aprendieron a gritar en la arena desde que se retiraron el chupón de la boca. Ahora, sus gustos de adolescentes se concentran más en las máscaras y en las playeras de sus héroes del ring que en las palomitas de maíz e incluso en la ropa de marca. Les encanta el misterio que rodea la arena, los sustos que atemorizan a los gladiadores invencibles.
Sobre el anuncio de la tercera caída, Carla murmura al oído de Emilio: “Ahora sí nos quedamos después de la función”. Se colocan su respectiva máscara del Rostro Azul antes de desparecer debajo de su silla entre los vasos desechables y las bolsas de dulces y comida.
Marcial apaga las luces del ring, escuchando su propio suspiro con gusto y alivio, lo que marca el inicio de su labor de vigilancia.
Angustiados y felices por los ruidos indescifrables que empiezan a escuchar, Carla y Emilio salen de su guarida y caminan de la mano entre las gradas. “Emilio, ¿escuchas lo mismo que yo?”, balbucea Carla. Emilio, paralizado, no contesta. Los pasos se acercan más y más. Carla prefiere afrontar su miedo y voltea. Percibe una forma negra encaminada hacía ellos. La fuerza de su grito estremece a Emilio y ambos corren con la fuerza de sus doce años, aventando sus máscaras. Pero les faltó pericia para escapar de las sombras de la arena. Dos manos vigorosas se plantaron en sus hombros. “¿Qué hacen aquí niños? ¿Dónde están sus padres?” En vez de espantarlos, la voz humana les confirió más valor para preguntar: “¿Es usted el fantasma de la arena?”, pregunta Emilio excitado de hablar por primera vez con un ser sobrenatural. “¿Fue luchador cuando vivía?”. “No soy luchador, pero a ver si sus padres no les dan una buena regañiza regresando a casa”, contesta Marcial.
Cuando los fenómenos rebasan las explicaciones científicas, se califican de alucinaciones, chismes o cuentos dirigidos a algunas personas realmente muy crédulas.
El cuerpo humano es un jardín cuyas partes se tienen que regar con un bombeo incesante de mangueras internas que lo unen. Cuando una de ellas se rompe y deja de cumplir su función de alimentar con oxígeno una parte afectada, la consciencia abandona su envoltura terrestre y se dirige hacia un estado transitorio de observación.
¿Quién mejor que un luchador para relatar los golpes recibidos, los desmayos consecuentes y las ausencias involuntarias del ring? En ocasiones, parece que el cuerpo del luchador es el de un héroe de carne y huesos: se auto compone para seguir el combate pese al dolor. Antes de cada lucha Black Bull, rudo por convicción, se creía tan invencible como las cuerdas del ring amarradas a los postes metálicos del cuadrilátero. El mano a mano contra Fulgor Dorado era el encuentro previo a la disputa del título de campeón y para ello, Black Bull había duplicado su entrenamiento y triplicado sus ganas de vencer. El rudo se quería llevar la cabellera del técnico, tal el indio Sioux merecedor de su premio cabalgando y gritando de felicidad.
Black Bull trató de amortiguar la fuerza del lance de Fulgor Dorado, usando su cuerpo como amortiguador, pero al ceder la cuerda intermedia del ring, se deslizó hasta impactarse aturdido en el piso de madera.
Ahí se rompió la frágil línea del espacio temporal. La vista nublada del luchador se abrió y su cuerpo emprendió un viaje con rumbo desconocido. El luchador se elevó y atravesó un túnel oscuro. ¿Cuánto tiempo se quedó flotando en otra dimensión, atrapado en un presente eterno? Recuperó el conocimiento sin los recuerdos. Los ojos abiertos mirando el techo, Black Bull estaba sentado en la banca del vestidor. ¡Báñate, vamos a perder el camión de regreso!, le dijo su pareja luchística. “A ver si con el agua fría, se me quita la vergüenza de haber sido descalificado”, le contestó Black Bull. “Estuviste a punto de serlo, pero te levantaste justo a tiempo después del golpe. ¡Qué señora llave le aplicaste a Fulgor Dorado en la tercera caída!”, exclamó Black Bull.
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