Camilo no sabía que mientras estaba ovacionando al Escapista Volador, gritándole “¡Tú puedes!”, su padre libraba su última lucha a dos cuadras de ahí, en una cama del hospital de la ciudad, junto a su madre inconsolable. Mientras devoraba el espectáculo con su mirada cándida, Marcial preguntó a su primo: “¿Crees que nos compren una máscara del Pirata?” “Prefiero la del Barón, es mi ídolo, cuando sea grande quiero ser como él, y también como mi papá”, contestó. El impacto del espectáculo para Camilo y Marcial era total, se sentían parte de los combates. Los luchadores ejecutaban sus llaves en exclusividad para los que se quedaron de pie durante toda la función a pesar de las quejas y refunfuños permanentes de la familia sentada atrás. La lucha los había atrapado, absorbidos por su encanto. No existía más ruido que el grito del distinguido público, ni más color que el de las máscaras y del atuendo deslumbrante de los luchadores.
El padre de Camilo se despidió discretamente de la vida, con una última mirada amorosa dedicada a la compañera de su existencia, mientras que en la arena Camilo sentía súbitamente que lágrimas más fuertes que su edad llenaban su corazón y la piel enrojecida de su rostro por tanto defender verbalmente al Barón. “¿Qué te pasa?”, trató de indagar Marcial. “No sé, se me salpicó el refresco a la cara”, respondió avergonzado. Aprovechó el relevo de luchadores para secarse rápidamente con la manga de su camisa. “Los hombres no lloran”, le repetía siempre su padre. Al terminar la función, Camilo recogió y sacudió su chamarra pisoteada en el suelo, junto a su butaca. En la bolsa derecha se encontraba la pipa favorita de su padre. La acarició con respeto y temor a la vez, pensando que de seguro su padre la estaba buscando y se iba a hacer acreedor de un regaño injusto.
Camilo no supo, sino hasta varios años después, que su padre había fallecido. La funesta noticia fue escondida por la versión familiar: su padre estaba ausente por motivo de un largo viaje. Pasó mucho tiempo y Camilo sigue asistiendo a la arena por la fuerza de la costumbre, como alguien que tiene una cita, un compromiso inaplazable qué atender. A veces, se queda afuera, platicando con los mascareros o los luchadores. Insiste cada semana en que su primo lo acompañe, como cuando eran niños.
Desde que la lucha existe, el ring ha sido el escenario espectacular del pancracio. Y en algunos casos, seguramente muy contados, ha servido de dormitorio para algunos aventureros en busca de emociones nuevas o para los deseosos de ahorrarse el costo del boleto de entrada a la arena. Aquella sonada noche, víspera del gran estreno del nuevo cuadrilátero, el equipo de herreros encargados de instalarlo se quedó a dormir en él. La viuda Florencia Méndez, madre de Marcial, había suplido con diligencia las funciones de vigilante para ganarse la vida desde el fallecimiento de su marido. Aun sin él, la arena seguía siendo su vida, su casa.
Pablo ajustaba las cuerdas del ring en cada función con la precisión de un relojero.
“Vamos a descansar un rato”. Memo, Lalo y el Guayabas instalaron los colchones sobre la lona antes de caer en un sueño profundo.
El relleno de aserrín iba a desaparecer de la arena, para ser remplazado por una capa rechoncha y amortiguadora de hule espuma debajo de la lona extendida con orgullo a los cuatros postes. El cuadrilátero recién montado estaba reluciente un día antes de su estreno.
Memo despertó, aturdido por una pesadilla. Maldito café que había tomado en exceso para permanecer despierto y terminar su trabajo. Dio un paseo por las gradas. La luz de la calle se filtraba por las ventanas y lo guiaba por los asientos de madera. A pesar de los ronquidos sonoros de sus compinches, concilió nuevamente el sueño. Un tablazo, o algo que parecía serlo, hizo brincar a los herreros desconcertados y asustados. El nuevo relleno no absorbió el ruido sino al contrario, lo expandió por toda la arena. Memo revisó la entrada, Lalo las ventanas y el Guayabas las butacas de una en una sin que apareciera por lo menos un pedazo de madera. El cansancio no venció el susto tremendo que se habían llevado. Intentaron dormir de nuevo. Imposible. Memo, Lalo y el Guayabas hablaron hasta el amanecer de sus amoríos de la infancia para olvidar el ruido de sus propios suspiros que se hacían eco en la arena vacía. Lalo imaginó a las tres de la mañana que un señor los observaba, sentado en una butaca de las primeras filas, pero sus compañeros lo callaron, suplicándole que no se bajara del ring para averiguarlo. Se refugiaron entonces en la oficina de la arena.
Al día siguiente, doña Florencia Méndez llegó sonriente con una charola de pan dulce recién salido del horno de la panadería y cuatro vasos de café humeante: “El mundo pertenece a los que se levantan temprano”.
Su rostro se crispó al contemplar el nuevo ring: “Ay Basilio, ahora sí te hubiera dado un infarto”.
Despertando para desafiar el pasado, el espíritu de Basilio que antes se dedicaba a barrer el aserrín después del combate, seguía errando para afirmar: “Yo soy el vigilante de la arena”. Tomó de la mano a su esposa y ambos salieron por la puerta cerrada.
La lucha libre era la pasión de Pepe, pero su temperamento lo hizo réferi porque no le gustaba pegar. La recomendación había surgido unos meses atrás cuando su entrenador advirtió el umbral de resistencia al dolor extremadamente bajo y el sentido agudo de la justicia que conformaban la personalidad del que fuera en su tiempo El Mixteco. Acto seguido, Pepe optó por colgar su máscara y revestir la camisa rayada blanquinegra. Faltaba por consiguiente, además de conseguir el respeto del público, ganarse la consideración de los luchadores desarrollando un estilo peculiar para referear. Pepe había aprendido a mediar la cantidad de poder concentrado en sus manos: tres palmadas aplicadas en la lona enjuiciaban al bien contra el mal que debatían en el ring, bajo la mirada del respetable jurado quien rendía su veredicto a gritos. Sin embargo, eso no era todo. En la lucha libre si el réferi no vio el faul, entonces no existió.
Aquella noche de máscara contra cabellera, concertada desde meses atrás, el ambiente en la arena olía a guerra declarada contra el odiado rudo. El réferi sentía el sudor recorrer su nuca y escurrir desde sus palmas húmedas. Estaba consciente del peso del compromiso que yacía en sus hombros de representante de la ley luchística. Retumbaron como la sentencia final en la lona los tres golpes reglamentarios. Pepe no había visto la falta. Alzó la mano del vencedor mientras que el técnico, furioso, lo levantaba para entregarlo como carnada viva al público, que ya había invadido el cuadrilátero. Cuando la decisión no es del agrado de la afición, ésta es capaz de enfurecer y de enloquecer con tal de defender al luchador merecedor de la victoria. Pepe se debatió hasta lograr saltar a la tercera cuerda y brincar acertadamente hasta la pasarela. Sacudido por tantos golpes inmerecidos, se refugió en los vestidores. A través de la puerta, llegaban todavía los gritos desesperados del enemigo aficionado como flechas envenenadas. Adentro del vestidor sitiado, las propuestas se enunciaban en plena confusión. ¿Cómo salir de la arena sin que Pepe resulte herido en un probable ataque? El Guardián encontró la solución. “¿Y si le presto mi máscara?” Rudos y técnicos, ya reconciliados, asintieron sobre la estrategia de retirada a adoptar. Pepe cambió su camisa de rayas por una playera promocional del Guardián que por suerte hacía juego con su máscara. La manija de la puerta despertó un miedo sudoroso en la mano de Pepe justo antes de abrirse ante la multitud desconcertada que dejaba el paso a los luchadores. “¡Guardián, un autógrafo!” “Pídanlos al Vengador por favor, hoy tengo prisa”. Los luchadores se dirigieron en fila india hacía la salida de la arena, observando un paso cada vez más acelerado. Un aficionado ingresó finalmente al vestidor. Tomó la camisa abandonada por el réferi despechado en el perchero. “¡Se escapó el réferi vendido!”, gritó desesperadamente el hombre frente al público burlado. Como referí, aquella noche ocurrió la primera derrota de Pepe. Declararse a favor de uno de los bandos, aunque sea involuntariamente, conlleva consecuencias que la afición difícilmente perdona. El título carente de honorabilidad iba a acompañar a Pepe lucha tras lucha hasta que la gente se cansara o se interesara por un caso más sonado.
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