En los tiempos en que pertenecieron a la camarilla habían respetado estas reglas de oro, pero hacía ya tiempo que no formaban parte de ninguna; aunque para Santi sólo habían salido de la sartén para caer en el fuego. Abandonar las bandas de delincuentes juveniles e introducirse en una red de prostitución de menores no era precisamente prosperar en la vida.
Sí, les había solucionado muchos problemas al no reincidir en robos y hasta la fecha, al tener la suerte de no haber sido detenidos, como otros colegas de la vieja pandilla, carecían de antecedentes penales. Además, habían ganado dinero, pero éste únicamente sirvió para aumentar su consumo de droga cayendo rápidamente en una espiral. Santi mucho más rápido que Luis, como si deseara destruirse.
¿Conocer las reglas?
¡Claro que las conocía!
Pero todo le daba igual.
Todo.
Había dejado de llorar. Volvía a tener la mirada perdida, dejándose mecer por Luis, sintiendo asco de él mismo, irritándose, airándose y auto compadeciéndose en una mezcolanza de sentimientos abigarrados. Aborreciéndose, cada día más, sin saber distinguir si era a causa de la droga, la prostitución o de haber nacido.
Luis le hablaba no sabía qué, en aquel instante sólo era consciente que envidiaba a su amigo, su entereza, su capacidad de adaptación. Él no podía, no se resignaba a ser un objeto sexual para conseguir dinero con que drogarse. Algún día acabaría con todo, algún día pondría una buena dosis y… A la autocompasión sucedía el odio, algo de una agresividad incontrolable y ésta se transfería a los demás… para nada. La organización supo sacar partido a su violencia; la mayoría de los servicios que realizaba eran sadomasoquistas, una variación sexual que abominaba, pero que en ella descargaba toda su frustración, todo su rencor. Muchos se arrepentían demasiado tarde de haber deseado aquel amo, porque Santi perdía el control. Otros, en cambio, volvían a solicitar sus servicios y pagaban lo que fuera, no importaba el precio, y en la sesión Santi veía consternado que realmente gozaban cuando les insultaba, con los latigazos, con… ¿Cómo podían sentir placer con aquello?
Al llegar a casa vomitaba.
El asco que sentía no era superior a las nauseas que le daba estar metido en un pozo del que no sabía salir.
Luego reaccionaba con más frustración, con más odio, con más violencia, en un círculo vicioso que se le escapaba de las manos.
–No pienses más –murmuraba Luis –. Además a ella le gusta.
Santi movió la cabeza y Luis sintió alivio al ver que reaccionaba. Su amigo lo miró extrañado.
–¿Qué quieres decir?
–Que le va el rollo, tío, que es masoca.
Sólo había incredulidad en la mirada.
–¡Anda ya!
–¡Joder, macho, que la he visto!
Los labios de Santi se movieron sin articular ningún sonido. Recordó cómo la había oído chillar. Pero también aquellos cabritos gritaban y gimoteaban y plañían.
Negó con la cabeza.
–Es la verdad –gimió Luis sin saber muy bien qué decir ya.
La negación fue más vigorosa.
–Está enganchada –insistió –. Igual que nosotros con el caballo, sólo que ella al dolor.
El concepto fue nuevo para Santi. Hombres y mujeres que recibían soberanas palizas de su pareja sin defenderse y que perseveraban en casa, siempre fieles y sin perder el amor que sentían.
Una adicción.
Pudiera ser.
Eso explicaría por qué aquellos malditos masocas regresaban siempre y suplicaban lloriqueando basta, pero en realidad pidiendo más violencia.
Una adicción. Otra especie de droga.
¿Por qué no?
Quizá.
Quién sabe.
Otra droga.
–Ella no –sollozó.
–La he visto. Ha estado conmigo.
Los ojos azules de Santi se vidriaron, de pronto recordaron la flor del romero.
Luis siempre era más solicitado que él. Rubio, jovencito, de hermosos ojos verdes, dócil. No era frecuente, pero también era requerido en ocasiones por lo sumiso.
Santi recordaba una noche en especial. Hubiera rajado el cliente, de saber quién era, al ver los vergazos en la espalda de Luis.
–¿Ella y tú…?
–No, pero coincidimos.
El rostro de Santi estaba oscurecido.
–Debí haberlo matado.
–Joder, tío, no digas eso.
–La ha prostituido.
–¿Y qué esperabas?
–¿Por qué me detuviste?
Ahora era consciente de la presencia de Luis en aquella habitación. Luis que le sujetó, que peleó contra él para conseguir sacarlo y huir.
–Voy a denunciarlo –se obstinó.
–Tío –suspiró Luis –, lo vas a joder todo.
–No me importa. Tú no lo entiendes, no puedes entenderlo.
–¿Estás seguro?
El cuello se Santi se contrajo.
Bajó los ojos.
¡Dios!
Necesitaba un chute.
Al pensar en la droga sintió un pequeño malestar. Se dio cuenta que le comenzaba el síndrome de abstinencia. Luis se percató.
–Necesitas un pico.
Santi sorbió por la nariz.
–No tengo ninguna papela.
–Iré a buscar, ¿cuánto tienes?
–Dos libras, ¿y tú?
–Un talego –Luis encogió los hombros –. Bueno, ya me lo montaré. Tú quédate y piensa un poco en lo que te he dicho. No hagas ninguna gilipollez.
Pensar.
Sí, había mucho que pensar.
Mucho.
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