José Antonio Gracia Ginés - Negror

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Santi ha tocado fondo. Violencia familiar, drogadicción, prostitución, asesinato, enamoramientos peligrosos e intrigas lo sacuden en la Barcelona de la última década del siglo XX.
Con el rencor como combustible, el protagonista de Negror acomete venganzas personales que lo enfrentan no solo a lo más oscuro de las luchas por el poder callejero, sino a rincones escondidos de su alma.
Inspirada en hechos reseñados por la prensa española en 1991, esta novela de persecuciones y huidas a través de los subsuelos urbanos —metafórica y literalmente— cumple su cometido de entretener al lector y lo invita a escudriñar, junto a su protagonista, los espacios para la esperanza.

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–¿En qué piensas?

La reflexión de Santi se interrumpió. Sí, Luis era duro cuando hacía falta. A pesar de la delicadeza de su rostro y sus sentimientos era duro. Más que él. Su cabello ahora estaba muy corto, casi al uno, excepto en el flequillo, dándole un aspecto infantil, pero así era como les gustaba a la organización. Algunos clientes parecían volverse tontos. Sus ojos verdes con unos destellos que recordaban los de la esmeralda hacia el anochecer cuando los rayos solares incidían en ella, sabían ponerse medrosos como los de un cervatillo, pero normalmente eran vivos, prácticos, los de quien sabe que está encajonado en una existencia de la que es imposible salir y se adapta a ella para sobrevivir. Las cejas, más rubias aún que el cabello, casi blancas, estaban ceñudas en aquel instante mientras contemplaba a Santi apuntándole con una nariz recta, lisa y corta. En la oreja izquierda dos aros. Y otro en un pezón, exigencias del Chino, el jefe. Era Santi quien debía haberlo llevado, pero el muchacho replicó que se lo pusiera a su padre. Luis evitó la guerra perforándose él el pezón. En realidad lo único que consiguió fue retrasarla.

Algo más bajo que Santi y más estilizado lo cierto era que tenían muy poco en común en la actualidad. De niños habían sido más parecidos, pero a medida que crecieron sus caracteres fueron distanciándose en consonancia a los golpes que recibían.

–¿En qué piensas? –insistió Luis irritado por su silencio.

–Recordaba.

–Estás pirado, tío.

Santi puso los pies encima de la mesita, carcomida, marrón, deteriorada en el tablero, en las esquinas, en las patas, con enormes fallos en el viejo barnizado, hallada en un estercolero. Quedaron en la horizontal de los ojos de Luis. Las botas de bambas se veían mugrientas. Los pies estaban cruzados y desde aquella perspectiva, enormes. Unas piernas largas y delgadas, enfundadas en unos vaqueros descoloridos y ajustados nacían de ellas extendiéndose hacia el sofá. Allí, el cinturón con chapas metálicas, quedaba oculto por una camiseta sin mangas (Santi se las había quitado) con Eddie blandiendo la bandera británica en una mano y una espada en la otra. Un brazo pingaba desmañado del respaldo. En la muñeca, una manilla de cuero. En la axila, un suave vello castaño. En el deltoides zurdo, un tatuaje policromo de un águila batallando contra una serpiente cascabel. El otro brazo yacía en la frente.

Luis titubeaba. Tenía los ojos fijos en el tatuaje diciéndose que era el emblema que mejor definía a su amigo. Aquel no era su mundo. Parecía mentira que hubiera nacido y crecido en él; no se adaptaba, cada vez menos. Él se resignaba o se había rendido; sí, quizá fuera rendición más que otra cosa. Santi no y luchaba con todas sus fuerzas aunque no supiera muy bien cómo hacerlo. Quizá por eso fracasaba, quizá por eso se enfureciera más hundiéndose en picado en el pozo, y quizá por eso se drogaba más. Luis estaba preocupado por la dosis que consumía actualmente, era una pasada y le asombraba que su cuerpo tuviera tanta resistencia, pero al final cogería una hepatitis o el sida o cualquier otra mierda de esas. Por lo pronto estaba casi en los huesos, pero no era débil, cada fibra de sus enjutos músculos era de acero. Su mente dinamita con la mecha encendida.

Luis movió los ojos hacia los perdidos de Santi, que miraban hacia un camino de nada. Comprendía bien los sentimientos de su amigo, pero también que la resolución que había tomado sólo representaba problemas. Llevaban mucho tiempo metidos en el rollo como para adivinar qué muchachos vivirían poco tiempo; apenas se equivocaban. Santi no tenía aquel aspecto, pero lo matarían, estaba claro. ¿Era lo que buscaba? Luis no podía saberlo

Echó el humo incómodo. Le desazonaba no hallar una buena solución.

Tendió el porro a Santi.

–No. Da otra calada.

–No. Estoy nervioso, me está sentando mal.

Santi se lo llevó a la boca con parsimonia. Tenía los ojos soñadores. Amaba fumarlo. Con el tiempo, si se aficionaban a consumirlo de continuo, algunos afirmaban que ya no les producía ninguna sensación. A él nunca le había ocurrido. Quizá porque no había estado enganchado totalmente y sólo lo fumaba de tarde en tarde, a pesar de su costumbre de llevar siempre una oblea de chocolate en el bolsillo.

Su respiración era más relajada. Semicerró los ojos empezando a percibir aquella sensación de irrealidad y medio adormecimiento que le había seducido a los once años y que siempre buscaba cuando lo fumaba.

Sonrió estúpidamente.

Luis se encalabrinó.

–Tío, ¿qué te esperabas?

Santi dio otra chupada.

–Te tiraste a la piba del jefe.

Santi exhaló el humo.

–¡Respóndeme al menos!

–¡Déjame en paz!

Luis no supo si aquel tono, mezcla de cabreo y súplica, era a causa de la marihuana o por el estado de ánimo de su amigo. Pero algo iba mal, no recordaba haberlo visto así, ni siquiera en sus peores momentos, que los tenía y muchos.

Encendió un cigarrillo.

Observó que el rostro de su amigo se crispaba angustiosamente. Un mal viaje.

–No tenía ningún derecho –le oyó gemir –, ningún derecho.

Tenía lágrimas en los ojos.

Arrojó el porro con rabia, odiándolo.

–Ningún derecho…

Se sentó. Escondió la cara entre las manos. Sus hombros se sacudieron.

Luis le estrechó el hombro con ternura.

–No pienses en eso –murmuró.

–Le ha hecho una carnicería en la cara –plañó incontroladamente.

–No pienses.

–Tú no la viste.

Luis sí la había visto, Santi no lo recordaba, un breve vistazo antes de separar a su amigo del Chino. Antes de que Santi… rememoró que había perdido todo control sobre sí mismo. Claro que el Chino se lo merecía, era un cabrón, pero matándolo Santi no hubiera solucionado nada.

Lo había sacado de allí y le había costado una eternidad serenarlo. Luego habían ido al piso que compartían desde que huyeron de casa. Un piso mezquino, maloliente, con una mala cocina que nunca empleaban, un comedor con un sofá desencajado, un dormitorio con un sólo catre compartido, preguntándose cómo podían dormir los dos al mismo tiempo sin caerse, y un armario donde guardaban los andrajos que en tiempos fueron ropas. Un piso horrendo, húmedo, en los sótanos de un local abandonado por amenaza de ruina. Un piso que habían conseguido iluminar eléctricamente trapicheando con los cables de luz vecinos y que curiosamente, en aquellos años, la compañía eléctrica había pasado por alto. Repugnante, cochambroso, un escombro, pero que para ellos significaba un hogar mejor que el que tuvieron en la Mina, si es que lo fue. Más feliz, y si no feliz, por lo menos sin las agarradas ni peloteras que tenían allí.

–Conoces las reglas.

Al momento supo que había dicho una tontería.

Capítulo 2 La vida es una traición

Habían crecido en la Mina y desde bien pequeños habían estado dentro de la delincuencia dejándose llevar por el ambiente que veían. Soñando muchas veces en emular a sus héroes, que no eran otros que delincuentes y que algunos, como el Vaquilla, habían sido leyenda en sus tiempos.

No todos en la Mina eran malhechores, pero para ello era preciso intentarlo; ellos no lo hicieron. La vida de tensión, de peligrosidad y de delincuencia que veían les sedujo. Fue así como entraron en el mundillo del crimen fracasado, condenados a pasar la vida entre rejas, apartados totalmente de la gran mafia criminal y siempre víctimas de sus propias reglas de bandoleros inflexibles.

Todavía no tenían diez años cuando habían comenzado a frecuentar las cuadrillas de delincuentes juveniles, que se regían con un código del honor propio y una rigurosa conducta sexual. En aquellos barrios se espabilaban deprisa y no tardaron en saber a qué se referían aquellas conductas. Estaban las niñas que podían acostarse con cualquiera de la basca, pero con ningún otro, y después la piba, que solo podía hacerlo con el jefe, y que no toleraba que le pusieran los cuernos.

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