Jaime Romero - Una madrugada sin retorno
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—Estaciónese lo más cerca que pueda —en vez de contestarme, aseveró la señora cuando llegamos—, aunque se suba un poco a la banqueta.
Al alumbrar el sitio con las luces de la camioneta, algunos perros empezaron a ladrar. Pero cuando vieron a la señora bajar, como si le tuvieran miedo, los animales agacharon las orejas y chillando se hicieron a un lado. Al notar las luces apagadas del interior de la casa, me agarró un miedo canijo, de esos que hasta dan ganas de ir al baño. La señora entró, encendió la luz y, acomodándose el suéter, serenamente me invitó a pasar. Yo no me animaba del todo y me quedé en la entrada, sobándome las manos como si hiciera frío.
—¡No se quede ahí parado y venga a ayudarme! —gritó ella mientras movía unas sillas de madera que estorbaban el paso en medio de un pasillo.
Entré cauteloso. Dos cortinas largas y rojas me produjeron ahogo. ¿De qué habrá muerto don Marcelino?, ¿por qué quiere que lo lleve yo y no un servicio de funeraria? Me puse alerta. Entré hasta la puerta de la recámara.
—Ahí está mi marido —me dijo la señora—. Lléveselo ahora mismo.
Me llené de sombras al ver un cuerpo completamente envuelto en una cobija de cuadros, tendido sobre la cama. Encima de una cómoda había un veladora ardiendo que iluminaba algo más oscuro que no alcanzaba a iluminar el foco. Ya iba yo a decir algo, pero las palabras se me atoraban como si se me amontonara el pensamiento.
—Está muerto, vea usted —aseveró la señora, como si en vez de decírmelo a mí se lo dijera a ella misma para terminar de convencerse.
—¿Y de qué murió? —volví a preguntar.
—¡Eso a usted no le importa! —reaccionó la vieja con enojo— ¿Se lo va a llevar o no?
Yo no me quería meter en problemas. Un muerto en el carro no es cualquier cosa, así que atiné a decir:
—Pues si no me dice de qué murió, lo lamento mucho pero no voy a llevarlo a ninguna parte.
La señora, un tanto contrariada, se quedó mirando al piso rojo.
—De tristeza —respondió al fin ella y, mientras se persignaba, se sentó en una silla al lado del difunto—. Murió de pura tristeza.
Por supuesto me pareció una respuesta ridícula. ¿Pero quién soy yo para juzgar? El corazón se me ablandó cuando vi a la mujer ponerse las manos en la cara y estallar en llanto. Como un reflejo me busqué la cartera en la chamarra para devolverle el dinero a la doña, pero ella se levantó y me dijo:
—No tenga usted preocupación —y se limpió las lágrimas—. Hágame el favor de llevarlo con su familia. Yo ya estoy vieja y quiero quedarme sola. Allá sus hijos se van a hacer cargo. Ya está todo arreglado. Usted es de su entera confianza.
Al escucharla me pareció sincera. De un pañuelo que traía bajo el brasier sacó un nuevo manojo de billetes.
—Tenga estos dos mil pesos más por el favor. Usted ya sabe dónde vive la familia de mi marido. Vaya nada más. Allá lo están esperando sus hijos. Mi esposo se lo va a saber agradecer. Esa fue su última voluntad.
“Mi esposo se lo va a saber agradecer”, me quedó retumbando esa frase en la mente. Agarré el dinero y me encomendé a la virgen de Guadalupe, que nos miraba desde un cuadro en la pared. Conocía bien a la familia de don Marcelino: gente trabajadora. Por ellos no me preocupaba. Me daba más miedo la propia señora y, por supuesto, también que me fuera a agarrar la policía. Pero me quedé pensando: ¿Cómo será la forma en que agradece un muerto?
—Está bien —le dije a la señora que se había ido a parar junto al muertito—, le voy a hacer el viaje, pero déjeme ver por última vez a don Marcelino.
La señora agachó la mirada y, con serenidad, le destapó la cara al difunto. Me acerqué. Lo primero que me impactó fue que tenía los ojos bien abiertos como si se aferrara al mundo de los vivos. ¿Con qué rapidez lo habrá sorprendió la muerte que ni le dio tiempo de cerrar los ojos? Aunque un poco gris verdoso, don Marcelino se veía igualito a la última vez que lo vi: con su bigote ancho, sus patillas recortadas a pata de cabra y una expresión de seriedad que le daba su ceño fruncido. La muerte es cosa seria, no cabe la menor duda. Pero en la expresión facial de don Marcelino se adivinaba hastío, aburrimiento, espanto. Acerqué mi mano temblorosa para cerrarle los ojos, pero no pude. Estaba tieso.
—Está bien, señora —comprometí mi palabra y eso para mí es sagrado—. Nada más porque le tengo mucho respeto a su marido y fue mi cliente mucho tiempo, lo voy a llevar con sus familiares.
La señora me miró con benevolencia. Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y empezó a envolver bien al difunto. Ya no quise preguntar nada más. Las razones de su muerte dejaron de importarme en ese momento.
Entre los dos cargamos el cuerpo. Yo tenía prisa de terminar con el asunto. La señora se asomó al zaguán para ver que no hubiera nadie. Al salir, los perros se acercaban moviendo la cola, chillando, metiendo la nariz en la cobija que envolvía al difunto, como despidiéndose de su amo. Abrí la camioneta y, con mucho cuidado, lo metimos en los asientos de atrás. La señora se persignó y murmuró un pequeño rezo. Yo ya conocía a los familiares de don Marcelino; uno de sus hijos fue mi compañero en la escuela. Así que para apresurar las cosas encendí la camioneta y como rayo agarré la salida que lleva a la carretera.
Ya en pleno camino, con las luces de los faros veía las hileras de árboles que se movían por el aire. Iba a buena velocidad. Sentía las manos sudadas, pero estaba muy concentrado en el camino. Como adentro se empezó a sentir el olor a muerto, bajé una ventana y eso me reconfortó un poco. Puse la radio, pero me pareció una falta de respeto. Así que decidí acelerar y, sin más remedio, escuchar el silencio. Pero en vez de eso escuchaba cómo el muertito se movía y se pegaba contra los asientos.
—Usted disculpe, don Marcelino —dije mientras veía la carretera abierta; toda para mí solito.
Pasaron pocos carros en el sentido opuesto al que yo iba, pero para adelante nada más veía la línea blanca del camino y luego oscuridad. En menos de veinte minutos ya iba llegando a Mezcala. Casi a mitad del camino. Me dio ánimos. Pero los accidentes pasan en segundos. No sé de dónde chingados me salió un camión mordiendo la línea que divide los carriles. En milésimas de segundo volanteé para no estrellarme. Pensé en mi esposa y en mis chamaquitos. Superando el susto, seguí avanzando. No iba a detenerme por nada. El cuerpo de don Marcelino había azotado re feo contra la lámina. Eso me hizo recordar cuando meses atrás, justo en ese tramo de carretera, con unos amigos habíamos atropellado a una vaca, bueno, más bien chocado contra ella. El carro quedó en pérdida total. De milagro no nos matamos. La vaca duró tumbada como tres horas hasta que cinco señores llegaron con machetes y hachas y, sin decirnos nada, se la llevaron descuartizada en dos carretillas. Reinaldo, el que iba manejando aquella vez, sufrió un ataque de nervios y una pequeña contusión cervical, de la cual no se ha repuesto del todo. En eso estaba pensando cuando a lo lejos, con las luces altas, alcancé a ver una familia de vacas que aparecían en el camino. Iban lentas, como nubes pintas caminando en medio de la oscuridad. Por la impresión, casi me detuve. Reconocí que me pude haber matado. Dos becerros deslumbrados se apuraron a cruzar, pero la mamá vaca se paró frente a mí. Me miraba con sus ojos casi humanos; cristalinos. Por un momento pensé que me atacaría. Estaba a punto de tocarle el claxon. No sé por qué no traté de pasarle a un lado. Lo que me faltaba, pensé con cierta ansiedad. Avancé un poquito y la vaca no se movía. Nada más me miraba. Movía sus orejas, dispuesta a no quitarse. Me llegó una enorme tristeza. La contemplé. La vi majestuosa como una montaña caminante. Entonces avanzó a pasos lentos, pausados, como si el tiempo no le importara. Pensé en los miles de vacas que andan de un lado a otro, sin presentir el peligro de ser atropelladas. No era la vaca la que estorbaba; más bien, la carretera era la que partía su camino. Pensé en mi vida en las carreteras; siempre aprisa. Me entraron unas enormes ganas de tomarme un descanso. Hacer una pausa en el camino hacia la muerte, donde don Marcelino ya había tomado la delantera. ¡Qué se joda la policía!, me dije, no estoy haciendo nada malo. Motivado por el sosiego que me habían dejado las vacas, me orillé. Apagué el motor y, mágicamente, me vi envuelto en la oscuridad del monte. Las vacas se perdieron en la noche. A lo lejos se veía un puñado de lucecillas que supuse era un pueblo que no conocía. ¿Cuántas cosas no conoce uno por andar en la ruta que impone el trabajo? Me dieron ganas de regresar a la universidad y terminar la tesis. Ya nada más me faltaba eso. Aunque no me dieran ningún título. Lo sentí como una obligación conmigo mismo. El cielo abierto dejaba ver la Vía Láctea nítida; parecía un mapa bien dibujadito por las estrellas y su polvo brillante. Relacioné la Vía Láctea con la leche de las vacas. El silencio era casi musical cuando escuché un mugido que se perdía entre la oscuridad de los árboles. Adiós, vaca, dije y, entregado a lo bonito del paisaje nocturno, me subí al toldo de la camioneta para contemplarlo mejor. El cielo, a pesar de ser oscuro, dejaba ver una claridad; era como un agua limpia para lavarse las negruras de la mente. Luego miré al monte. Podía ver desde ahí una pequeña ciudad que dibujaban las luciérnagas en el llano oscurecido. Respiré con profundidad el aire fresco. Mis pulmones se llenaban de vida. Mirar al cielo me hacía sentir muy pequeñitos los problemas de la vida diaria. Voy a terminar mi tesis, me repetí ilusionado. Pensé en la cara que puso don Marcelino cuando le dije que había estudiado historia.
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