—Deje, deje, no hace falta. ¿Por qué no sabe persignarse?
—Sí que sabe, pero...
—No hay peros que valgan, ¿sabe o no sabe?
La maestra no contesta y yo estoy temblando.
—Vamos a ver, Alicia, te llamas Alicia ¿no?
Asiento con la cabeza. Estoy muy asustada. Me rilan las piernas pero sigo con la cabeza bien alta.
—Veamos si sabes persignarte.
¿Qué será eso de persignarte ? Nunca había oído decir esa palabra.
—Vamos, Alicia —dice la maestra— te tienes que santiguar. Haz lo que dice el señor inspector.
Eso sí: sé lo que es santiguarse. Entonces, ¿persignarse debe de ser lo mismo que santiguarse y lo mismo que hacer la señal de la Cruz? ¡Cuántos nombres para algo tan sencillo! Comienzo a persignarme y nada más comenzar, el inspector me da un manotazo y dice:
—Con el brazo derecho, la señal de la Cruz se hace con el brazo derecho bien extendido.
—Pero es que esta niña...
—No la justifique, maestra, esta niña tiene que hacer la señal de la Cruz lo mismo que las demás. Vamos a ver, Alicia, levanta tu mano derecha.
Yo quiero levantarla, pero ella no quiere. Solo sube hasta la mitad del recorrido. Por eso, para conseguir hacer la señal de la Cruz tengo que bajar la cabeza.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —grita el inspector mientras agita su furia de madera en el aire.
—No puede, inspector, Alicia tiene un defecto en el brazo derecho y por eso no puede subirlo más. Ella lo hace todo con el brazo izquierdo.
—Mal asunto ese, mal asunto. A ver, Alicia, levanta los dos brazos hasta donde puedas.
Mi brazo izquierdo, que es muy obediente, se levanta hasta arriba del todo, pero el derecho solo hace la mitad del recorrido.
—Ya veo, ya. Además, tiene un brazo más corto que otro ¿no? Mal asunto, mal asunto. Vamos a ver, Alicia, ¿tú qué quieres ser de mayor?
—Servidora quiere ser maestra, señor inspector —digo muy contenta porque eso me lo sé— y escritora, también quiero ser escritora.
—¡Vaya! Pues me temo que con un brazo inválido, no podrás ser maestra.
Siento un dolor muy fuerte en el pecho. Me duele más que un reglazo. Dos lágrimas desobedientes se escapan de mis ojos y unas gotas indiscretas intentan abandonar mi nariz. Pero sigo erguida, haciendo esfuerzos por no llorar.
Saco el pañuelo del bolsillo y me limpio los mocos y las lágrimas. Mientras, el inspector y la maestra vuelven a subir a la tarima.
—Veamos cómo leen estas niñas. Tú misma, Alicia, lee algo de la cartilla. Lo que quieras. Demuestra que al menos eso lo sabes hacer bien.
— Aconsejamos, pues, a los señores Profesores que enseñen a pronunciar directamente las sílabas, sin deletrear, sin decir ne, a, na, le, u, lu, se, o, so ...
—¡Basta! Pero qué dices, criatura. Que leas, te he dicho que leas, no que digas lo que te venga en gana.
—Estoy leyendo, señor inspector.
—¿Cómo que estás leyendo?
La señora maestra indica al inspector que estoy leyendo en la página tres del libro, el tercer párrafo de la advertencia .
—Bien, bien, veamos —dice el inspector— lee ahora en la página sesenta y cuatro del Catón.
— El salto de la cuerda. Adela es una niña aplicada. Va con gusto al colegio porque allí aprende y se educa.
El inspector no dice nada más en voz alta. Murmura algo con la maestra. Luego sigue preguntando a otras niñas, reprendiendo a unas y asustando a otras. De su boca no salen alabanzas. Yo estoy triste, muy triste.
Durante todo el día, mañana y tarde, está el inspector en nuestra escuela. Viendo lo que hacemos y cómo lo hacemos. Preguntando, dando órdenes, repartiendo reglazos, bofetones, protestas y gritos.
Antes de marcharse nos pregunta por un acontecimiento, muy importante, que tuvo lugar en Barcelona el año anterior. Todas las niñas de la escuela contestamos a la vez, sin levantar la mano ni nada:
—El Congreso Eucarístico de Barcelona.
Claro, cómo no vamos a saberlo, si el cura nos habló del Congreso todos los domingos anteriores y posteriores. Incluso puso, en la torre de la iglesia, la bandera papal, que es amarilla y blanca. En la parte blanca hay unas llaves cruzadas y una corona. El inspector ha hecho un amago de sonrisa y la maestra también.
—Bien está lo que bien acaba —dice el inspector—. Hemos terminado.
Sigo creyendo que al inspector se le ha muerto alguien y eso hace que esté de tan mal humor. Por eso, antes de que se marche, me acerco a él y digo:
—Lo acompaño en el sentimiento —como se dice en los entierros—. Lamento que esté de luto.
—Lástima que tengas ese defecto en el brazo —dice el inspector—, podrías llegar a ser una buena maestra. Ya he visto cómo lees, cómo escribes y cómo ayudas a tus compañeras. Sigue así, tal vez un día...
Puede que el inspector no sea tan malo, después de todo. Ese tal vez un día me ha dado una esperanza. A lo mejor ha querido decir que tal vez un día pueda ser maestra a pesar de mi brazo derecho. ¡Ojalá!
Cuando se marcha el inspector, la maestra dice que nos hemos portado muy bien, que se ha ido muy contento. Luego viene a mi mesa.
—Alicia, tienes que escribir y santiguarte con la derecha.
Lo intento, pero es imposible; me rila el brazo y solo escribo borrajetas .
Tras varios días de intentos, sufrimiento y tristeza, me levanta el castigo y decide que puedo volver a escribir con la izquierda. Eso sí, he aprendido a santiguarme con la mano derecha: bajando la cabeza hasta el pecho. La maestra y el cura están de acuerdo en que eso es mejor que hacerlo con la izquierda. El cura dice que la izquierda es una mano impura. No comprendo por qué, mi padre dice que debe de ser una broma del cura.
Todos los días, al llegar a casa, después de rezar hago los deberes. Son muy fáciles. Me queda tiempo para leer, jugar y subir a mi escondite para hacer lo que quiero sin que nadie me vea.
Me gusta mirarme al espejo desnuda (cuando hace calor, claro) para comprobar si me crecen las tetas (perdón, los pechos) y me sale pelo (como a mi hermana) donde ahora no lo tengo. Pero nada, ni lo uno ni lo otro. También me gusta disfrazarme, ponerme zapatos de tacón, hablar con las muñecas como si fuesen niñas que van a la escuela (yo, claro, soy su maestra) y leer las novelas que le quito a mi madre. Son de amor y todas las escribe Corín Tellado. Bueno, eso era antes, pero un día me pilló mi madre y ahora las esconde tan bien que no las encuentro.
Mi padre, cuando viene del trabajo, me pregunta por la escuela, me toma las lecciones y me explica lo que no entiendo. Le he contado lo que me ha dicho el inspector. Él me anima y dice:
—Tiempo al tiempo. No te preocupes, Pitusina, quién sabe lo que pasará de aquí a que tú puedas ser maestra. Tú aprovecha el tiempo, aprende todo lo que puedas. El saber no ocupa lugar. Anda, dame un beso, que cuantos más das más tienes.
Ya no soy la niña más pequeña de la clase, este año han entrado niñas más pequeñas que yo, pero sigo siendo la que lee mejor. Las cuentas no se me dan mal, aunque a veces confundo el cuatro y el cinco y no sé por qué. Tengo que tener mucho cuidado. Ya sé sumar y restar. Me gustaría aprender a multiplicar y a dividir, pero doña Elena dice que es muy pronto para eso.
Todos los días copio en el cuaderno la frase que doña Elena pone en la pizarra, hago las tareas, leo, ayudo a leer y dibujo. Son tareas tan fáciles que me sobra el tiempo. Cuando termino, riego las plantas, ordeno los armarios y me sigo aburriendo. Dibujo y escribo, escribo y dibujo, pero sigo muy aburrida. Miro por la ventana, invento historias, pienso y pienso y me aburro más.
En el recreo jugamos a la comba y cantamos las canciones que están en la página sesenta y cuatro del Catón: Soy la reina de los mares, señores lo van a ver, tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a recoger . En esta canción hay que tirar al suelo un pañuelo y recogerlo, es muy difícil. El cocherito, leré, me dijo anoche, leré, que si quería, leré, montar en coche, leré. Y yo le dije, leré, con gran salero, leré, no quiero coche, leré, que me mareo, leré . Aquí hay que agacharse cuando se dice leré, porque, en ese momento, las niñas que están dando a la comba, dan una vez por encima de tu cabeza y si no te agachas te dan un buen cuerdazo. Sabemos otras canciones de comba que no vienen en el Catón, y las cantamos, claro.
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