Jordi Roca - El Celler de Can Roca
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Entre mediados y finales de los años ochenta empiezan a llegar a Cataluña noticias de la nueva cocina vasca y de la consolidación de la Nouvelle Cuisine francesa. En 1991 los dos hermanos emprenden un viaje por las mejores cocinas del país vecino que resultará revelador. «Cuando vamos al Pic de Valence o als Troisgros de Roanne, los grandes tres estrellas de Francia, empezamos a tener un sueño, nos reafirmamos. Es cuando ves que tú quieres ser esto, que quieres ser cocinero, ¡que aquella gente se lo pasa bomba!», explica convencido Joan. Los Roca han estudiado la gran cocina francesa pero nunca han visto una de cerca. Y su primera experiencia les fascina, les cautiva, les deja boquiabiertos. Son restaurantes con grandes infraestructuras, con partidas bien organizadas, con una concepción mucho más elevada de lo que es cocinar y también de lo que es comer. «Nos damos cuenta de que los clientes en estos restaurantes son mucho más felices, y los cocineros seguramente también porque tienen muchos más medios, más recursos, la estructura ideal, trabajan con los mejores productos. Cuando visualizas el sueño, lo persigues», comenta entusiasmado Joan.
Y Josep coincide, fascinado sobre todo por las imágenes de la visita al restaurante del abuelo Pic (André Pic, tres estrellas Michelin desde 1934): «Ver al abuelo Pic fue como ver al Papa. No sé qué sienten los cristianos muy devotos cuando ven al Santo Padre, pero yo tuve la sensación de conocer a alguien muy importante. Si intento recuperar referentes con los que he estado cara a cara, te diría en primer lugar Dalí y después Monsieur Pic».
De aquel día, Josep recuerda especialmente los helados que descubrió: «No eran ni de bola, ni de cucurucho, ni de barra. Eran un parfait helado, en forma de rectángulo, pero que no cristalizaba. Aquello en los años ochenta me pareció algo alucinante, un helado frío, con textura de crema». Pero no solo le cautiva aquel helado, sino la gran diferencia que aprecia a primera vista en el nivel gastronómico francés. «Parámetros de sabor, de interpretación, de calidad de productos, de textura en las salsas, de estética, de exageración en el surtido de panes, de quesos, con tres sommeliers a nuestro servicio, con una decoración en cada plato, con un cambio de cubiertos en los postres, con cubiertos dorados. Era la excelencia en la restauración. Nos hizo despertar los sentidos, era un mundo que queríamos hacer nuestro».
Cuando visualizan el sueño, efectivamente, lo persiguen. Es un mundo que quieren hacer suyo. De repente, el camino que se debe seguir está claro, cualquier obstáculo desaparece. El deseo es compartido entre los dos y se lanzan, de cabeza, a por él.
Y poco a poco, por error o por curiosidad, empiezan a entrar comensales. El restaurante se va consolidando y las mesas se llenan de clientes. La ciudad de Girona empieza a apreciar lo que han creado los dos hermanos y el runrún de un posible reconocimiento de la Michelin se va escuchando cada vez con más intensidad. En 1991, por primera vez, un inspector de la prestigiosa guía francesa intenta visitar El Celler de Can Roca. Lo intenta y no lo consigue porque quizás, en esta ocasión, también es el destino quien decide que aún no es el momento de una primera estrella: el crítico se equivoca y entra en la casa de comidas de los padres en lugar de ir al restaurante gastronómico de los hijos.
Al año siguiente, no obstante, regresa y esta vez acierta la puerta. Josep, que en aquel momento no sabe que habla con Victoriano Porto Canosa, uno de los capos más importantes de la Michelin, le sirve un estofado de chipirones con lentejas y un solomillo con foie : «Serví el solomillo en un plato de mármol, de aquellos tan bonitos que teníamos antes, fríos. Al final le pregunté cómo había ido. Me dijo: “Yo soy un poco maniático, y me ha parecido que el solomillo estaba frío por dentro. Pero ten en cuenta que soy muy puntilloso”, añadió». A partir de ese encuentro Josep y el señor Porto Canosa establecen una relación cordial.
También en 1992 los visita por primera vez Rafael García Santos, una comida que Josep recuerda perfectamente. «Después de seis años, por primera vez, viene alguien a comer a casa y me describe cómo es mi hermano tal y como yo pienso que es. Es la primera vez que tropiezo con un crítico coherente, consciente, con talento y con una profundidad de cata que nunca antes había visto. Descubro la verdadera crítica gastronómica. Probablemente es el personaje más visionario de la cocina en aquel momento».
A partir de entonces comienzan a tener ya una sensación de reconocimiento y un concepto gastronómico puro. No hay una necesidad angustiante de conseguir estrellas Michelin, porque saborean lo que está pasando en la gastronomía catalana. En 1995, la cocina al vacío de Joan —con la utilización del Roner diseñado por él mismo, junto con Narcís Caner y Salvador Brugués, que permite la cocción a baja temperatura— sale a escena en la carta del restaurante con un plato que se convierte en toda una referencia: el BACALAO TIBIO CON ESPINACAS, CREMA DE IDIAZÁBAL, PIÑONES Y REDUCCIÓN DE PEDRO XIMÉNEZ. La nueva técnica supone una auténtica revolución en los métodos de cocción de los alimentos y abre muchas puertas para el futuro del restaurante y de la alta gastronomía.
La primera estrella Michelin, que llega por fin en 1995, los encuentra con los deberes hechos. «Aquello fue una ilusión tremenda. Fue un hito histórico. La primera estrella te posiciona en el mapa gastronómico y la conseguimos en unas condiciones muy precarias», explica Joan. Josep, en cambio, está convencido de que aquella primera estrella no es tan importante, para el entorno de Girona, como la participación de El Celler en la elaboración del menú de boda de la infanta Elena de Borbón en Sevilla. «En Girona nadie sabía lo que era la estrella Michelin. En cambio, la gente —republicanos, independentistas, convergentes o socialistas— estaba muy contenta porque era la boda de la primera infanta y los Roca estaban cocinando en Sevilla. Esta boda nos hace salir en los medios de comunicación. Ahora estamos muy acostumbrados, pero en aquel momento, que un cocinero saliera en la tele era algo muy excepcional».
Lo más importante para los hermanos Roca, sin embargo, es la confianza que ya se han ganado de los clientes. «El punto álgido de un cocinero es cuando el cliente confía en él y va al restaurante a ser feliz. Esto lo es todo, porque te da margen para la creatividad, pero también para el juego y para establecer este diálogo y este compromiso que da sentido a tu trabajo, y que tanto nos gusta», apunta Joan.
Con este gran paso, se pone de manifiesto la necesidad, cada vez más urgente, de tener una cocina más amplia y con mejores infraestructuras. Y se pone en marcha el segundo Celler de Can Roca.
EL SEGUNDO CELLER:1997-2007
Hace once años que Joan y Josep han abierto el restaurante. La casita contigua a Can Roca les ha servido —a pesar de tener todos los elementos en contra— no solo para poner en marcha el proyecto, sino también para situarse en el panorama gastronómico y conseguir una estrella Michelin. Sin embargo, cada vez les resulta más difícil seguir avanzando: chocan con las cuatro paredes de aquella pequeña cocina de tan solo treinta metros cuadrados, donde empezaron a trabajar dos personas y en la que ahora ya son siete u ocho. No es que no puedan hacer su trabajo, es que prácticamente no se pueden mover. Dependen de la cocina de los padres para poder funcionar: su madre enrolla canelones rodeada de camareros engalanados que pasan y vuelven a pasar, y los cocineros del otro lado le sacan del fuego el arroz porque lo necesitan para hacer un caramelo de aceite de oliva. Las copas Riedel se lavan en la pila de la barra del bar y un codazo involuntario de un cliente, entre barreja y carajillo, siempre acaba rompiendo alguna.
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