Derzu Kazak - Ca$ino genético

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Los grandes laboratorios de biogenética esconden sabios y villanos. A simple vista son indistinguibles: todos son científicos.
La tendencia a endiosar la ciencia como único recurso de la humanidad para sobrevivir en el futuro, ha generado una especialidad dedicada precisamente a modificar genéticamente cualquier ser se considere con vida, y tenemos recelos… sobre todo cuando tomamos conciencia de que un simple ser humano cuenta con una mágica llave infinitesimal, capaz de cambiarnos tan radicalmente que dejaríamos de ser lo que somos.
Las plantas que consumimos ya no son iguales a las de hace no tantos años, los animales destinados al mercado de consumo son verdaderas quimeras de crecimiento exponencial, nutridos ávidamente con amasijos químicos de hormonas y antibióticos, que de alguna manera insensible nos van rectificando. El turno previsto para la metamorfosis genética de comunidades humanas está oculto, porque nos daría espanto conocerlo y… porque cuando no podamos darnos cuenta de lo que hicieron, será demasiado tarde para defendernos.
Esta nueva novela de Derzu Kazak irrumpe con un impetuoso torbellino de ciencia, celos delirantes y lealtades inquebrantables, intereses personales y supranacionales de todo tipo, pero siempre prevaleciendo la vertiginosa acción alimentada por la codicia y el poder.

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– ¡Vaya padre que le tocó a mi hijo! ¡Pégale un puñetazo antes que nazca! ¡Aquí lo tienes, indefenso, en mi vientre!, dijo acercándose cada vez más con los brazos abiertos. Si eres capaz de pagar un puñado de dólares ensangrentados para que otros canallas hijos de mil putas pasen a degüello a tu propio hijo, como un satánico cobarde, ¡sé más hombre y mátalo a golpes de tu propio puño! ¡Más que un hombre eres una inmundicia castrada!

Le tiró con tanta violencia el sobre a la cara que se partió en el aire. Los billetes volaron por la habitación como palomas mensajeras de desgracias y, sin bajar un instante la mirada, con un temple que fundió la ira del hombre a un temblor enfermizo, le restregó con un tono monocorde y grave:

– Ese dinero... esos malditos denarios, puedes usarlos para comprarte una soga y colgarte como Judas... y si no tienes pelotas para hacerlo, los guardas en alguna caja fuerte... ¡Y no los gastes nunca!, es el precio que paga una madre por la vida de “tú” hijo. Lo tendré sola, y sabré cuidarlo como una fiera. Jamás te acerques a él, porque en ese mismo momento... -susurró amenazante- ¡te juro que te mato! Agarró su aplastada cartera de loneta, y...

...El timbre de la puerta sonó con unas notas rítmicas.

Malcon se agachó instintivamente y recogió los verdes billetes a puñados, remetiéndoselos en los bolsillos mientras la mujer lo miraba con desprecio, y como volviendo en sí, le pidió con tono de ruego:

– Por favor, vete a la cocina por unos minutos.

En ese instante recordó que, con el jaleo del ADN había olvidado presentarse a la cita con los rusos.

Sin saber la razón, Amelia, sintiéndose Fire, aún echando chispas, percibió en su intuición un dejo de dolor y, como un autómata, se metió a la cocina mientras Malcon abría la puerta. No veía nada, pero cada una de las palabras que se decían las escuchaba más alarmada...

Capítulo 11. New York

– ¿Malcon Brussetti? Carraspeó un hombre con voz afónica que sonaba con un raro dejo itálico. Brussetti... Brussetti... ¿acaso somos paisanos?

– ¿Quién es usted? Preguntó el científico ante el desconocido, que según determinó Amelia desde la cocina, había ingresado casi a la fuerza dentro de la casa.

– Luiggi... simplemente Luiggi, pero mi nombre no tiene importancia. Ya que no se presentó a la cita he venido a proponerle un trato, paisano… El jefe quiere que le devuelvas la mosca y la merca, porque la merca... ¡la merca no llegó a sus manos!

– ¿Quién es usted?

– Luiggi… Puedes llamarme Luiggi, como todos los amici. Malcon, has hecho una travesura muy peligrosa. Muy peligrosa... repitió con frialdad. El jefe quiere saber… quiere saber quién le birló la merca, y está muy agrio, tan agrio que envía a un hombre razonable… muy razonable, para hablar contigo y arreglar el trato; no quiere más juegos sucios ni que le saquen el dinero y maten a sus amigos en la calle. Seamos razonables...

Un ruido de sillas arrastradas, llegó a los oídos de Fire como si el intruso estuviera acorralando a Malcon.

– No sé de qué está hablando. Por favor, salga de mi casa antes que...

Una navaja automática chasqueó en el aire y la misma voz, calmosa y sombría, como si estuviese hablando con un niño aterrorizado, le masculló:

– ¿Antes que qué… Pipiolo? Con Luiggi nunca levantes la voz ni amenaces, porque tengo un sólo defecto, y es que me pongo tan nervioso... tan nervioso, que apuñalo al que tengo delante. Aunque luego me duele. ¡Te juro amici que luego me duele! Pero uno es así y no puede controlarse. Por eso, Malcon, amici mío, dime quién se birló la merca y devuelve al jefe su dinero...

– No sé nada. A mí me avisó Koshevnikov que Leonid Alexei había sido asesin...

– Koshevnikov está muy molesto esperando abajo, amici Malcon, él quiere evitarle... quiere evitarle al jefe un dolor de cabeza que puede costarle la suya, por eso, tan sólo por eso, porque somos razonables, he venido yo sólo a conversar y resolver este embrollo antes que explote.

– ¿Usted trabaja para los rusos?

– ¡Amici Malcon! ¿Quiénes son los rusos? ¡Hay cientos de millones de ellos! Nunca confundas a Koshevnikov con los rusos ni a Luiggi con un estúpido. Es lo más peligroso... lo más peligroso que puedes hacer en tu vida.

La llave del cofre del aeropuerto está en ese cajón, pueden quedarse con los dos millones de dólares. Pero del asesinato y del robo... ¡no sé nada!

La afónica voz, como de un fumador empedernido que tiene sus cuerdas vocales casi inútiles, recalcó con el desdén de un escuezo:

– Oh... ¡qué generoso! ¡Nunca pensé que fuese usted tan magnánimo! Invertimos tiempo y dinero, tiempo y dinero... ¿para volver con dos cadáveres y las manos vacías ante el jefe? No amici Malcon, eso no se consiente. No se consiente. Has traicionado una vez a tu patria por dinero y estás acabado si no consigues la merca.

El científico, al sentir la palabra traidor, se enardeció y lanzó al intruso una furibunda trompada a la mandíbula. Pero el llamado Luiggi, aunque sorprendido, tenía reflejos muy rápidos y recibió el golpe en el hombro izquierdo, retrocediendo un par de pasos por la fuerza del impacto.

– Eres hombre muerto... pipiolo, hombre muerto, masculló entre otras maldiciones, posiblemente en siciliano u otra lengua que el científico no conocía, y le lanzó un relampagueante puntazo con el puñal que atravesó el antebrazo izquierdo de lado a lado al intentar atajarse el pecho. Malcon dio un resoplido, retrocedió un tranco y arrugando el borde de la alfombra con su taco cayó sin control, de espaldas al suelo.

El asesino se lanzó sobre él con la reluciente cuchilla hacia abajo, y acaso en forma milagrosa, pudo aferrar la muñeca con la mano herida, que perdía fuerzas rápidamente a medida que se acercaba el estilete al tórax. Veía las deformadas facciones del hombre afirmado en su cuerpo, lívido y goteando sudor sobre su rostro sudado, con una mueca de sadismo que...

Un tremendo sartenazo en la tapa de los sesos tiró al llamado Luiggi hacia un costado, dormido por la cuenta completa. El científico lo empujó para quitárselo de encima y miró a Fire plantada con las piernas separadas y una negra sartén de hierro fundido aferrada con las dos manos de su único mango, sin el menor viso de miedo en sus oscuros ojos, acerados por el cariz que tomaban los sucesos.

– ¿Por qué hiciste eso por mí? Preguntó Malcon levantándose trabajosamente. Si había alguna función melodramática entre ellos en ese momento se había terminado bruscamente.

Pero ella no contestó. En verdad no sabía qué contestar, desgarró la tela de la camisa sin misericordia. Como un infante de marina entrenado en supervivencia, miró la efusión de sangre y, haciendo con la misma tela unos jirones, los empezó a atar fuertemente para detener la hemorragia en el momento que, apartando bruscamente a Malcon, volvió a sujetar la sartén y resoplando, le sacudió otro mandoble al visitante que empezaba a incorporase, tirándolo de bruces brutalmente. El golpe había sido dado con furia, con temible furia.

Terminó de atar el brazo de Malcon, y mirándolo a los ojos, le dijo: – ¿Quieres esperar la llegada de ese tal Koshevnikov, o prefieres tomar aire fresco y curarte esa herida en algún sitio?

– ¿Por qué haces esto por mí? Volvió a preguntar el hombre, mirando a esa mujer con otros ojos.

Pero ella no contestó, simplemente le dijo: – Creo que ese fulano está muerto. Verifícalo.

El científico se acercó y puso sus dedos sobre la yugular, le dio vuelta la cabeza y vio sus pupilas fijas. Un temblor empezó a propagarse por su cuerpo, mientras la mujer, colgando la sartén en su sitio, lo tomó del brazo, lo metió en su dormitorio y sacando un bolso de lona, lo llenó de ropa variada, ante la atónita mirada de su propietario.

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