Derzu Kazak - Ca$ino genético

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Los grandes laboratorios de biogenética esconden sabios y villanos. A simple vista son indistinguibles: todos son científicos.
La tendencia a endiosar la ciencia como único recurso de la humanidad para sobrevivir en el futuro, ha generado una especialidad dedicada precisamente a modificar genéticamente cualquier ser se considere con vida, y tenemos recelos… sobre todo cuando tomamos conciencia de que un simple ser humano cuenta con una mágica llave infinitesimal, capaz de cambiarnos tan radicalmente que dejaríamos de ser lo que somos.
Las plantas que consumimos ya no son iguales a las de hace no tantos años, los animales destinados al mercado de consumo son verdaderas quimeras de crecimiento exponencial, nutridos ávidamente con amasijos químicos de hormonas y antibióticos, que de alguna manera insensible nos van rectificando. El turno previsto para la metamorfosis genética de comunidades humanas está oculto, porque nos daría espanto conocerlo y… porque cuando no podamos darnos cuenta de lo que hicieron, será demasiado tarde para defendernos.
Esta nueva novela de Derzu Kazak irrumpe con un impetuoso torbellino de ciencia, celos delirantes y lealtades inquebrantables, intereses personales y supranacionales de todo tipo, pero siempre prevaleciendo la vertiginosa acción alimentada por la codicia y el poder.

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La mujer, con un rostro que decía a las claras que no entendía nada de nada, respondió con dureza: – ¿Acaso no es eso mismo lo que yo le pedí que hiciera ante sus dudas?

El Dr. Malcon la miró de reojo, sin que su duro semblante cambiara lo más mínimo de expresión. Tomó las muestras que analizaría secretamente en los pasmosos instrumentos de su laboratorio, y las guardó en un maletín Samsonite. Pronto sabría la verdad. Conocía perfectamente su clave genética y aunque, desvelado por el cariz que tomaban las cosas, estaba seguro que tomó las debidas precauciones para evitar contagios y embarazos, y que terminaría, de una vez por todas con esa mujerzuela y su camarilla de espías.

Lo que no sospechaba ni remotamente, era que los rusos también habían tomado las debidas precauciones, acribillando sus adminículos de látex para que sucediera todo lo contrario.

La mujer fue devuelta a su hotel en otro taxi, como un indeseable bulto, y el científico pasó toda la noche rotando entre las sábanas, buscando y rebuscando las certidumbres y engaños que lo estaban atrapando en una telaraña, una telaraña demasiado astuta para que fuese casual.

Si bien no podía creerlo, le preocupaba más el asunto de la paternidad que el tema del asesinato de Leonid Alexei, y en última instancia tener que reembolsar el dinero. Sabía que podía ser una farsa para sacarle los millones y hacer evaporar los SSD. Una forma muy eficaz de dejarlo sin el pan y sin la torta.

Cuando ingresó al edificio de cristal broncíneo, amanecía con un sol estupendo, Werner Newmann lo saludó afablemente antes de empezar a pasearse por el laboratorio con las manos entrelazadas a la espalda, pensando y pensando. Había llegado eufórico de unas secretas “vacaciones” en la península de Llao-Llao, cerca de San Carlos de Bariloche, limpio y afeitado, con una pulcra camisa y el inmaculado guardapolvo recién planchado. Todo un espectáculo de difícil repetición en meses.

Le cruzó por la mente sacarle una fotografía de recuerdo, pero no estaba ese día para ironías. Se enfrascó disimuladamente en el análisis de las muestras que le darían la evidencia de una patraña urdida por unos astutos cerebros, que pretendían convertirlo en un perro faldero de los malditos moscovitas. En ese instante los aborrecía con todas su fuerzas.

En el momento que comparó los ADN, un marchitamiento mortal veló su cara. Los brazos cayeron yertos a su costado y la saliva era tan copiosa que debía tragar y embucharla para no rebosar la boca. El anzuelo lanzado por los rusos se había clavado profundamente en la boca del pez.

No sabía cómo puedo suceder y a su vez no había ninguna duda posible. La criatura de cuatro meses era su propio hijo...

En ese instante no supo qué pensar, por su cabeza pasaron mil ideas tan apelmazadas que ninguna dejó nada en claro; en una de ellas le pareció vislumbrar a un joven a su lado, vestido con un terno azul marino con escudo de la Universidad. Pero a su vez, él mismo se veía enrollado con un calabrote maniobrado por los diplomáticos moscovitas y esa zorra calientacamas, que lo llevaron a meter la pata más allá de lo reversible. Aborrecía a ese hijo, al hijo de una prostituta. Y por su mente atravesó la solución más fácil para sacarse un descendiente de encima.

Pero... si habían intervenido los rusos, desde luego tendrían filmados hasta los más escabrosos detalles de su gestión paterna y también, habrían verificado previamente que él era el verdadero progenitor... Podían extorsionarlo doblemente.

– ¡Mierda! ¡Para qué habré aceptado meterme con esa pandilla de sabandijas!

– ¿Y si en verdad hubo un asesinato? Debería al menos verificarlo. Buscó un pretexto para ausentarse y conseguir un diario. Había uno a media calle, compró el diario, y sin siquiera leer los titulares, lo dobló en cuatro partes y lo remetió bruscamente en el sobaco. El viento frío hizo que sus manos también se metieran en los bolsillos de su perramus.

En la privacidad de una cafetería desenvolvió el pasquín. Allí estaba la noticia. Dos agregados de la embajada de Rusia habían sido asesinados con un proyectil de hielo en la frente...

– ¿Con una bala de hielo? ¿Para qué? Se preguntó sobrecogido.

Leyó vorazmente el artículo que decía... “estas sofisticadas municiones criogénicas impulsadas por cápsulas de helio, neón o cualesquiera de los gases nobles extremadamente comprimidos, pueden perforar limpiamente hasta los duros metales, no dejan el más mínimo rastro del proyectil para el análisis, no existe forma de evidenciar el arma homicida y desconcertaron a los facultativos forenses por un buen rato al no encontrar orificio de salida ni proyectil incrustado en la cabeza. La bala se había derretido en el interior del cerebro y se había mezclado con el plasma vital que… contenía rastros de Coca Cola. Tan sólo ese detalle les sirvió de evidencia para deducirlo”

Más abajo aclaraba que esas armas, de formas inverosímiles y variadas, representando útiles de uso corriente, eran tan fáciles de pasar por los controles de los aeropuertos como un trozo de tela, no necesitaban ni una sola pieza metálica, ni tenían pólvora u otro detonante que pudiese ser detectado por los sofisticados ingenios de análisis de gases de explosivos ni de rayos X, lo que se dice un arma propia de la aristocracia de los asesinos. Tanto, que las conservaban guardadas en el freezer junto a sus helados.

El Dr. Malcon Brussetti poniéndose las manos en las sienes, sintiéndose en parte responsable de esas muertes, bajó la cabeza. Sabía que estaba hundiéndose poco a poco en un tembladeral de arenas movedizas.

Capítulo 10. New York

El científico regresó a las 14:15 a su departamento, tremendamente cansado, se tiró vestido sobre la cama y mirando el cielorraso con los ojos fijos, sin siquiera parpadear, tomó la primera decisión para escapar al grillo de hierro que se cerraba minuto a minuto sobre sus tobillos.

Levantó el teléfono de un manotazo y llamó con carácter de urgente a esa zorra que se hacía llamar Fire. No pensaba tener un hijo con una mujerzuela que seguramente seguiría caldeando camas ajenas por el resto de su vida. Por algo se llamaba Fuego...

Amelia Salinas Ugarte llegó con una ropa sobria color durazno y un semblante desabrido, en su mirada se empezaba a vislumbrar el resentimiento por ese hombre que tan rastreramente la había usado, para luego despreciarla como una perra pindonga.

Un gesto desganado y hosco suplió el saludo, y Malcon Brussetti le indicó bruscamente que se sentara. La mujer tomó asiento con la espalda erguida y el ceño cada vez más agrio, sin haber pronunciado ni una sola palabra desde su llegada.

La atmósfera presagiaba tormenta...

El científico sacó de una gaveta un sobre beige que había preparado mientras esperaba, abultado y lujoso, y se lo tiró a las faldas al tiempo que le ordenaba:

– ¡Mañana te sacas “eso”!

Su índice apuntó directamente al vientre...

– ¡Ahí tienes dinero de sobra para hacerlo y para que desaparezcas de mi vida para siempre!

La mujer lo miró fijamente con un acecho vacío, en tanto que sentía su sangre dando martillazos en las sienes. Se levantó muy lentamente, con talante inescrutable y el sobre bamboleante en la mano izquierda, acercándose con pasos tenues hacia el biólogo y, en el instante que este inclinó su cabeza esperando un beso de despedida a juzgar por el mohín de triunfo que se dibujó en su cara, un vertiginoso bofetón le cruzó la mejilla con más violencia de la que había soñado podía llegar a tener una mujer en sus manos.

La furia lo invadió y apretó sus puños hasta que los nudillos blanquearon amenazantes. Pero la mujer, mirándolo con un par de láseres de obsidiana, firme como una roca, le espetó con un aplomo que dejó su puño vibrando en el aire...

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