José Antonio Marina Torres - El proyecto Centauro - La nueva frontera educativa
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Proyecto Centauro, que se mueve en la frontera incierta e inevitable del futuro.
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La acción es el tema principal de la psicología, la sociología, la economía, la ética, la neurología y la educación. El sujeto es el origen de la acción. El cerebro —y su propiedad principal, la inteligencia—, tienen como función dirigir bien el comportamiento. En el caso de los animales, para conseguir fines programados: evitar el dolor, nutrirse, reproducirse. En el caso humano, los fines son más amplios y variados. Como señaló Tomás de Aquino, los deseos físicos son finitos, pero los de la inteligencia son infinitos.
Realizamos muchos tipos de movimientos: automáticos, condicionados, impulsivos, voluntarios. Se ha reservado tradicionalmente el calificativo de «actos humanos» a los que se realizan después de una decisión supuestamente consciente y libre. He hecho la salvedad de decir «supuestamente» porque todos sabemos por experiencia lo difícil que es atribuir esos calificativos a las decisiones. Acabo de leer una noticia sobre el hundimiento de una patera en el Mediterráneo. Han muerto veinte personas, entre ellas tres mujeres embarazadas y cinco niños. Entraron voluntariamente en la embarcación, incluso pagaron por hacerlo, pero ¿estamos seguros de que fue una decisión consciente
La decisión de actuar es un hecho central para la psicología emergente, y, por supuesto, para la pedagogía. Nuestro objetivo es conseguir que nuestros hijos y alumnos —todas las personas, en general— tomen buenas decisiones. El joven, que elija bien sus estudios, sus compañías, sus comportamientos. El conductor, que no cometa imprudencias. El cirujano, que seleccione bien la técnica. El ciudadano, que decida bien su voto. La decisión es un momento axial. El eje alrededor del que todo gira. A un lado está el mundo de lo posible, lo temido, lo soñado, lo imaginado, lo calculado. Al otro, el mundo de lo realizado.
Estoy descubriendo el Mediterráneo. ¿Qué es lo que quieren todos los padres y todos los docentes? No tener que estar continuamente dirigiendo, controlando, vigilando, corrigiendo a sus hijos y alumnos. Que sean responsables y tomen sus propias decisiones. Y, sin embargo, no tenemos ni una comprensión clara ni, menos aún, una metodología adecuada, para ayudarles. Es muy llamativo que las investigaciones sobre «toma de decisiones» procedan del mundo de la economía y de la empresa. De hecho, han dado lugar a una ciencia: «neuroeconomía». Es un campo interdisciplinario que busca explicar la toma de decisiones humanas, esto es, la habilidad de procesar múltiples alternativas y además seleccionar un curso de acción. ¿No les parece significativo que esta nueva especialidad no haya surgido en el campo de la educación, sino de la economía? ¿Y que lo mismo haya ocurrido con las investigaciones sobre resolución de problemas, motivación, creatividad, sobre inteligencia de las organizaciones, sobre gestión de proyectos? Espero que ahora comprendan mejor la importancia de elaborar una teoría psicológica desde la educación.
La decisión de actuar es el final de un proceso —el deseo, la inhibición, la deliberación, la duda, etc.— y el comienzo de otro: la realización. Hay una etapa de «preparación», otra de «decisión» y otra de «ejecución». Cada una de estas etapas tienen que ver con la educación. Coinciden, como era de esperar, con las que se han descrito en el proceso creador. Damos vueltas a las ideas, a las distintas posibilidades, hasta que nos decidimos por una de ellas. A partir de ese momento, tenemos que hacerla realidad. Este es el paso que completa la decisión. La sabiduría popular lo tiene claro: «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno», «obras son amores y no buenas razones», «menos predicar y más dar trigo». Lo que nos interesa es que las personas obren bien. Que, si son científicos, hagan buena ciencia; si son ciudadanos, organicen bien la convivencia; si son pareja, formen una familia feliz. Pero, no solo queremos que se comporten bien, sino, además, que lo hagan libremente. Y esto complica extraordinariamente las cosas. No me extraña que autores y culturas enteras piensen que ser bueno es más importante que ser libre. Eso lo pensó, desde la psicología conductista, Skinner, que defendió la conveniencia de implantar una «ingeniera social», que aprovechara los descubrimientos de la psicología para conseguir conductas adecuadas, aunque no libres. Lo defendió en su libro Más allá de la libertad y la dignidad. Desde el punto de vista político, es el modelo chino, que según la tradición confuciana considera más importante la armonía que la libertad.
Mi generación fue educada en esa misma onda. Nadie preguntaba si un niño era feliz, sino si era bueno. La educación se basaba en dos principios: el sentido del deber y el respeto a la norma. La virtud principal del niño era la «docilidad». Esto ahora nos parece casi monstruoso, porque olvidamos que esta palabra deriva de docere (aprender) y significa «capacidad de aprender», lo que ahora se llama learnability. Esa educación olvidaba los otros dos principios: el sentido de los derechos y la valoración de la libertad. Son los que fomentó la generación siguiente, olvidando los otros. Una vez más, la educación quedaba coja. Ahora estamos intentando un modelo educativo que integre los cuatro principios, sin conseguirlo del todo.
3. las tareas de la psicología emergente
Debe estudiar cómo emerge la decisión de sus antecedentes y cómo se pone en práctica esa decisión. A partir de ahí, la educación podrá encargarse de facilitar el buen desarrollo de las tres etapas mencionadas: preparación, decisión, realización.
Los antecedentes de la decisión son bien conocidos. La acción humana tiene su origen en movimientos afectivos, en lo que modernamente se denomina «motivación». Estar motivado significa «tener ganas de hacer algo». Cuando lo sometemos a la lupa analítica descubrimos tres factores que influyen: el deseo, el incentivo y los elementos facilitadores. Tengo sed (deseo), veo una fresca cerveza (incentivo), tengo dinero y tiempo para tomarla (facilitadores). En consecuencia, tomo la decisión de sentarme en la terraza de un bar. Me gustaría adelgazar, el incentivo es encontrarme bien, pero me resulta costoso ir al gimnasio, hacer dieta. La motivación no funciona. Me embarco para atravesar el Atlántico en barco de vela. ¿Por qué? Siento el deseo de cambiar, la curiosidad, la necesidad de demostrarme que soy capaz de hacerlo, quiero huir de un fracaso amoroso, lo que sea. Estos son los motivos. ¿Por qué atravesar el Atlántico y no Madrid en metro? Porque el incentivo es mayor en el primer caso. ¿Por qué atravesar el Atlántico en barco de vela y no en zepelín? Porque no tengo un zepelín a mano y no sé nada de zepelines. Ahí están los tres factores: impulso, incentivo y disponibilidad.
Los deseos son el factor más dinámico. Son la conciencia de una necesidad (la sed, por ejemplo), o la anticipación de un premio (una cerveza helada). Impulsan a la acción, pero los humanos hemos adquirido frenos para no estar a merced de ellos. La inhibición es una facultad imprescindible para la acción voluntaria. Para algunos autores este es el origen de nuestra peculiar inteligencia y de nuestra libertad. Cuando esos frenos fallan nos encontramos con personas impulsivas y, en caso graves, con conductas compulsivas, fuera de control. Las emociones y los sentimientos tienen también fuerza pulsional. Son motivaciones de segundo grado. El miedo nos impulsa a huir. La furia, a enfrentarnos con el obstáculo. El asco, a separarnos de algo. La alegría, a comunicar. Platón consideraba que una de las funciones de la educación era enseñar a desear lo deseable.
Los incentivos incluyen todo tipo de premios. Correlacionan con los deseos. Unas veces el deseo va delante y hace aparecer como premio lo deseado, otras veces el incentivo es previo y despierta el deseo. En un caso, el hambre hace que aparezca atractiva la comida; en otro, lo apetitoso de la comida despierta mis ganas de comer. Hay un tipo de incentivo complejo que tiene gran importancia educativa. Me refiero a los proyectos, a las metas. Despiertan deseos dormidos y unifican energías dispersas. En 1914, el explorador Ernest Shackleton publicó en la prensa un anuncio solicitando voluntarios para «la última gran travesía terrestre pendiente», la del Polo Sur. Decía así: «Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito». Respondieron más de cinco mil aspirantes. Los proyectos movilizan. Por eso tienen tanto éxito como método educativo. Maurice Blondel, un famoso filósofo autor de L’Action, ha descrito la relación entre las metas y los motivos. Las fuerzas oscuras de la vida, dice poco más o menos, solo alcanzan su eficacia cuando surge como para aclararlas y fijarlas, una meta, una representación que parece salir de ellas y a la vez concretarlas. Así pues, un fin no es en primer lugar más que la expresión de unas necesidades previas. El encanto eficaz de la meta le viene de que expresa y representa lo mismo que lo mueve. Reconozco mis deseos ocultos cuando algo me atrae. Pero desde el momento en que los impulsos confusos e incoherentes de múltiples deseos han tomado forma en la concepción clara de una meta, se produce una síntesis de esos motivos dispersos, que configuran una energía nueva. Les pondré otro ejemplo de esta capacidad unificadora. ¿Por qué triunfa una moda? Porque es capaz de unificar muchos deseos tal vez imprecisos. Piensen en los motivos por los que se han puesto de moda los tatuajes o los pantalones vaqueros rotos.
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