Además, la imparable fragmentación de las teorías psicológicas impide la elaboración de un modelo de sujeto humano, con lo que a lo más que podemos aspirar es a educar competencias, habilidades, skills, inteligencias múltiples, perdiendo de vista que el objetivo de la educación es facilitar la formación de personalidades capaces de comportarse de una manera que consideramos individual y socialmente valiosa. Sin tener un modelo claro de la «arquitectura del sujeto» estamos favoreciendo una «pedagogía de la hamburguesa». Hemos troceado las facultades humanas y luego no sabemos cómo recomponerlas. Y, sin embargo, nuestra meta no es educar «inteligencias múltiples», sino una persona con competencias múltiples. Para nada sirve reclamar una «educación integral de la personalidad» —como hace incluso nuestra Constitución— si no sabemos en qué consiste, cómo se hace, cuáles son sus posibilidades y sus límites, y cómo debemos evaluarla. Los pensadores antiguos veían la necesidad de visiones integradoras. Hablaban, por ejemplo, de «sabiduría» como gran ciencia para dirigir la vida. Parece sensato aprender de tan sensatas propuestas. Es innegable que nuestros alumnos deben asimilar la cultura existente, pero también lo es que debemos educar personas capaces de prolongarla y mejorarla. No podemos darles un recetario de soluciones porque no las tenemos. Solo podemos fomentar en ellos el talento para que las encuentren. En la Biblia aparece un nombre que siempre me ha resultado sugerente: Benjamín. Significa: «el que pelea sus propias batallas». Un buen consejo educativo. No podemos pelear las batallas de nuestros hijos o alumnos. Tienen que hacerlo ellos.
3. la sociedad líquida y la sociedad en red
¿Y la filosofía? ¿No debería encargarse de proporcionarnos soluciones? En teoría, sí. Sin embargo, también ha sufrido la fascinación del fragmento, del escepticismo y de un sujeto débil. El postmodernismo ha llevado hasta el extremo el consejo de Nietzsche de filosofar con el martillo. Sus palabras preferidas son deconstrucción, desarraigamiento, desaparición, diseminación, desmitificación, discontinuidad, diferencia, dispersión, etc. Palabras todas que expresan el rechazo del sujeto tradicional y también una obsesión por los fragmentos. Lyotard habla de la muerte del sujeto y también de la muerte de la representación, del significado, de la verdad, en fin, de una hecatombe universal. La historia de la filosofía se convierte en material de derribo. Como decía un grafiti: «Dios ha muerto, el sujeto ha muerto, y yo no me encuentro nada bien».
Zygmunt Bauman acuñó una metáfora que ha tenido éxito porque interpreta gráficamente nuestra situación. Vivimos en un «mundo líquido», que rechaza cualquier categoría rígida, incluso la verdad o el bien. Evalúa negativamente «lo perenne y lo universal, lo que permanece invariante, lo regular y lo objetivo» y, en positivo, valora «la contingencia y el azar, lo singular, la situación y el detalle. En una palabra: lo ambiguo». Hace muchos años lo describí como un mundo ingenioso, liberado de toda veneración, decidido a ejercer su libertad jugando. Una situación que resulta euforizante, pero que nos dejaba al descampado. Citaba un texto de Baudrillard: «Nos hemos burlado de todo y ahora nos acucia una tremenda pregunta: Y después de la orgía ¿qué?».
Volvamos a mi propuesta de reivindicar la educación de la personalidad. ¿De qué personalidad estamos hablando? Un mundo líquido fomenta una personalidad líquida, que se amolda fácilmente a cualquier recipiente, y a la vez se basa en ella. Su capacidad de adaptación es fantástica. Un interesante sociólogo, Kenneth J. Gergen, habla de «personalidades ameboides», carentes de estructuras rígidas. La plasticidad del cerebro humano, que es fantástica, se ha exagerado hasta inventar un yo de plastilina, que puede elegir todo, desde la genialidad intelectual, a la orientación sexual. Pero esa facilidad de adaptación, que asegura su supervivencia, acarrea una inevitable dependencia del entorno, incluidas las modas, cuando lo que caracteriza la libertad humana es precisamente su independencia respecto de él, su capacidad de cambiarlo para que se adecúe a sus intereses, y no al revés. La educación se mueve entre dos peligros: ayudar a formar personalidades demasiado rígidas o demasiado flexibles. A refugiarse en el dogma o diluirse en el relativismo. Tiene que elegir entre el cristal y el humo.
La tecnología plantea otro obstáculo para centrar la educación en la formación de una personalidad autónoma y fuerte. En este momento asistimos al nacimiento de la era 5G, de la conectividad completa. Vivimos todos en redes informáticas. Es cierto que los humanos siempre hemos vivido en redes, cada vez más amplias y tupidas. La familia, la ciudad, la escuela, la nación son sistemas de redes. El cerebro también lo es. Como señaló Durkheim, uno de los padres de la sociología, «la vida colectiva no ha nacido de la vida individual, sino, por el contrario, la vida individual ha nacido de la social». Lo que han hecho las nuevas tecnologías es ampliar esas redes digitalizándolas, y proporcionar nuevos formatos y posibilidades. Compartimos mensajes, información, cotilleos, confidencias de modo rápido, barato y a grandes distancias. Las nuevas redes forman parte de nuestro mundo cultural, de nuestro nicho ecológico, al que tendremos que adaptarnos y esto podemos hacerlo bien o mal, superbién o supermal. Se adaptan prodigiosamente a ese mundo líquido, al que añaden velocidad. Lo convierten en flujo permanente. Desconectarse de la red se vive como un destierro, porque es apartase del fluido en que consiste lo social.
Sin embargo, desde la red podemos comenzar a entrever la solución. Cualquier red está compuesta por dos elementos: los nodos y los vínculos. En la teoría de redes, los nodos son solo puntos en que interseccionan los vínculos, las relaciones, las aristas, que son lo importante. Sin embargo, en sociología, en psicología o en educación, lo importante deberían ser los nodos, porque representan a las personas. Vivir en red significa diluirse en un sistema de relaciones. Nuestros alumhijos repiten con excesiva frecuencia: «Para qué lo voy a aprender, si lo puedo buscar». Eso supone anularse. Si el conocimiento está en la red, si la inteligencia está en la red, se han vuelto todos superfluos e intercambiables. Como mucho son fuentes de datos que la red utilizará.
Intentemos pensar nuestra aula, nuestro centro, nuestra familia como una red o una red de redes. Cada uno de nuestros alumnos ocupa un puesto —un nodo— relacionado de muchas maneras con sus compañeros y con nosotros. Hay una técnica, llamada sociograma, que permite estudiar los tipos de relaciones que se dan en el aula. Cuando lo aplicamos podemos descubrir tensiones ignoradas y dinámicas ocultas, lo que nos permite, por ejemplo, detectar casos de acoso. Desde el punto de vista educativo lo que nos interesa es ayudar a la formación de nodos, y a la creación de redes beneficiosas. Ortega dijo: «Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo». La red es parte de la circunstancia.
No son estas las únicas propuestas que se enfrentan a la conveniencia de educar un sujeto fuerte, una personalidad verdaderamente autónoma. Las teorías sobre inteligencias compartidas, la sabiduría de las multitudes, la evolución espontánea, van en la misma dirección. Y acaba de rematar la faena la neurología que piensa que el «yo» es una ficción, y que lo único que existe en el cerebro son jerarquías neuronales que se hacen en cada momento con el control de la acción.
Tengo la sospecha de que en este asunto pueden actuar las «profecías que se cumplen por el hecho de anunciarlas», es decir, que si repetimos suficiente número de veces el elogio al sujeto fragmentado, frágil, ameboide, acabaremos por fomentarlo.
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