Pierre Castro - Orientación vocacional

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Orientación vocacional es la historia de cómo aquello que vivimos de niños nos transforma en lo que hoy somos y nos mira desde el espejo. Es también un libro que nunca se cierra, pues propicia el encuentro del lector con sus propias historias de colegio y el recuerdo de esas primeras amistades que se han vuelto indelebles. «Si el niño de la foto supiera que el salvaje que le roba la lonchera, o que el amigo que le contó la historia de cómo cachan las arañas, o que la chica que le enseñó a bailar el rock se convertirán un día en historias impresas en un libro, se paltearía», afirma Pierre Castro en la solapa del volumen. «Solo cuando este niño sea un adulto descubrirá que nunca olvidó a esos chicos», concluye.
Pierre Castro Sandoval (Trujillo, 1979) se graduó de publicista en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y estudió en la Escuela de Escritura Creativa del C. C. de la Universidad Católica. Ha publicado los libros Un hombre feo (2010), Orientación vocacional (2015) y Yo no quería escribir cuentos (solo quería conocerte) (2019). En el 2012 ganó el Premio Copé de Plata con su cuento «El río». En la actualidad de dedica a la docencia universitaria.

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Kalolo

Así como todos los techos tienen su gato todos los salones tienen su Carlos - фото 13

Así como todos los techos tienen su gato, todos los salones tienen su Carlos. En el mío habían dos. Para no confundirlos, solo al que había llegado primero lo llamábamos por su nombre. Él era, además, el que tenía más cara de Carlos. De todas formas, ¿qué cara tiene un Carlos? Llamarte Carlos es estar condenado a vivir con un sobrenombre: Calín, Carlitos, Carlangas, Carloncho. Y esos son los afortunados. A otros les amputan por completo el nombre y los dejan a merced de su apellido. Carlos muere y solo queda Fernández, Cueva, Villareal, una palabra que se agita sin sentido como una cola de lagartija sin su lagartija.

En nuestro salón, al segundo Carlos lo llamábamos Kalolo, variante ancha y sonora como él. Decirle Carlos hubiera sido tan desatinado como llamar piedra al árbol o perro al ornitorrinco. Kalolo, en cambio, era un sonido que le calzaba como el bombín a Chaplin o como el sombrero de ala ancha a Gardel, quien por cierto no se llamaba Carlos sino Charles Romuald, aunque todo el mundo le decía Che Carlitos, melodía de arrabal.

Ahora que recuerdo a Kalolo y me pregunto hacia dónde se lo llevó la vida, me doy cuenta de que fue un buen amigo. Me regaló mi primer perro y mi primer libro de Julio Verne. ¿No es acaso eso suficiente como para deberle una pierna, aunque sea de cerdo ahumada? Ahora, sin embargo, no sé ni dónde está. Parece que con el tiempo los amigos de la infancia dejan de ser Carlonchos, Calines y Kalolos para convertirse en simples Carlos o Estimado Señor Rodríguez. Crecemos y de pronto conservar amigos es como tratar de no soltarle la mano a alguien en medio de una procesión. He conocido decenas de Carlos desde que salimos del colegio, pero ninguno me volvió a regalar un perro o un libro de Julio Verne. Tampoco a ninguno volví a decirle Kalolo.

Manimal

En el colegio tuve dos profesores de Biología El profesor Chinchayán era el - фото 14

En el colegio tuve dos profesores de Biología. El profesor Chinchayán era el oficial, pero no fue del que más aprendí. De hecho, la única de sus clases que recuerdo fue aquella en la que tuvimos que diseccionar a un cuy. Como yo no conseguí el cuy, llevé un conejo blanco como salido de un cuento, y Mónica, que amaba los conejos casi tanto como yo la amaba a ella, me desbarató a puteadas cuando el profe cargó al bicho de las patas traseras y de un karatazo en el cogote, lo mató. Luego no me quedó más que abrirlo, verle las tripas llenas de hierba y anotarlo todo en mi cuaderno mientras ella me descuartizaba con la mirada. Del trauma me olvidé de la biología y, además, me vino tal aflojada de huacha que ya ni siquiera estuve seguro de si mi corazón pertenecía al aparato circulatorio o al digestivo.

Mi pata Juano, que me vio más desnucado que el conejo, me dijo: tranquilo, huevas, si es solo un conejo; además, eso le pasa por cachero. ¿Sabías que estos bichos pueden hacer más de mil crías antes de morir? Ese conejo ha culeado más de lo que tú soñarás en tu vida, ¿por qué te palteas? De tiernos no tienen nada. Si mean a la coneja para marcarla, la mean desde lejos, así como pistolita, y si la hembra los chotea, se ponen como locos a escarbar la tierra. Puta, pero si aparece un rival, conchesumare, lo quieren castrar a mordiscos. A la franca, yo preferiría que me desnuquen a que me castren a mordiscos. ¿Tú no?

De cómo se veía el conejo abierto ya me olvidé, pero de esa clase maestra que Juano me dio, jamás. Y no fue la única. Como yo no escarmentaba, otro día me encontró mirando a Mónica con cara de huevonazo y me dijo: Hermano, esa mujer te está comiendo vivo. Es tu mantis religiosa. ¿No sabes, no? Mira, cuando el macho de la mantis anda templado como tú, la mantis viene y le mete la lengua hasta el buche, pero no de romántica sino que le va chorreando ácido para disolverle las tripas. Mientras él la hace feliz, ella se lo va jameando y lo deja pura cascarita. ¿Así te quieres quedar tú, compadre? No pe’, no seas huevón, tú tienes que ser como los machos de las arañas. Esos también la tienen jodida porque su hembra es grandaza y siempre se los quiere almorzar después del cache, pero ellos son sapos pe’. Por ejemplo, hay un macho que le trae de regalo insectos envueltos, así mientras se la tira, ella tiene qué comer. Pero hay otro que es más pendejo todavía. Viene y le hace cosquillas un ratazo hasta que la araña entra en trance y se queda panza arriba. Entonces aprovecha y al toque con su telaraña le amarra todas las patas a unas ramitas. Qué Kamasutra ni qué huevada. Cuando la araña se despierta dice: ¿oe, qué?, ¿qué chucha pasa? Pero ya es muy tarde porque ya la tiene adentro y puuuta, mientras se desata, el macho ya le hizo choque y fuga. Aprende, huevón. Cosquillas. La risa es un arma poderosa porque nadie la ve venir. ¿Qué haces acá mirándola como baboso? Anda cuéntale un chiste. Hazla reír y ya verás.

La técnica de Juano me funcionó tan bien que hasta me atrevería a decir que esa fue una de las razones por las que empecé a escribir cuentos. Cada vez que una chica me choteaba, yo escribía una historia divertida. A veces, incluso, era la propia historia de mi amor choteado. Y cuando te ríes de tus propias desgracias, estás así de cerca de pasarles por encima.

Años después, cuando ya habíamos salido del colegio, vi a Juano por la calle. Venía de la mano de una chica guapísima a la que traía muerta de risa. Juano también me descubrió desde lejos y aceleró el paso hacia mí. Nos abrazamos con fuerza. ¿Qué es de tu vida, cauuusa?, me preguntó. ¿Cómo estás? ¿Ya dejaste la paja? Jajaja. Mira, Marta, le dijo a su novia, este era mi pataza del cole, lo malo es que siempre andaba templado y yo tenía que andarlo desahuevando. Oe, ¿te acuerdas de cuando lloraste por el conejo desnucado? Noseasssspendejo. Jaaaaajajajaa.

Y ahí, mientras nos reíamos y nos resumíamos los años e intercambiábamos teléfonos para un futuro encuentro que nunca se dio, yo miraba a su novia y pensaba en cómo habría hecho para enamorar a una chica tan guapa. Y entonces recordé cada una de las historias de amor animal que me había contado en el colegio. Y cuando las recordaba, imaginaba a Juano y a Marta en ellas. Primero los veía dándose de zarpazos como tigres arrechos, o los alucinaba cayendo en picado tomados de las garras como hacen las águilas de cabeza blanca antes de copular. También los imaginé tirando con el pesado y lento amor de los cocodrilos o traspasándose la epidermis con ácidos dardos como hacen los caracoles de jardín. Imaginé a Juano emperifollándose como un ave del paraíso, o poniendo flores y música en su casa como esas aves que construyen bellísimos nidos para atraer a sus parejas. Sin embargo, ninguna de esas historias me parecía que les calzaba bien. Solo cuando ya nos habíamos despedido y yo volteé a darles una última mirada, vi a Juano que seguía haciendo reír a su novia, y vi, sobre todo, esa gran sonrisa suya que se expandía sobre ella como una telaraña.

Pezón de suelo

Diana Reguero era chiquita y morena como una pasa Iván le había puesto de - фото 15

Diana Reguero era chiquita y morena como una pasa. Iván le había puesto de chapa Pezón de suelo. Diana era chiquita pero corría como si la persiguiera un demonio. Había ganado varias medallas de atletismo, además de establecer un récord como la chica a quien le pusieron más apodos en la historia de mi colegio. Es una lástima que ahora solo recuerde la de Pezón de suelo. Diana Reguero tenía un carácter divertido y aguantó todos sus sobrenombres con estoicismo y buen humor. Los salvajes esos le gritaban: ¡miren, le ha salido un pezón al suelo!, ¡ahí se va el pezón de suelo!, pero ella hacía oídos sordos y seguía corriendo como si la persiguiera un demonio. Diana continuó acumulando medallas, y la última vez que pasé por el colegio me di con la sorpresa de que le habían dado el puesto de profesora de Educación Física. Estuvimos sentados en las gradas de la cancha de fútbol, hablando de los viejos tiempos mientras ella sonaba el pito y ponía a correr a todo el salón. Diana seguía siendo bajita, aunque había adquirido un carácter intenso y sus alumnos no paraban de correr hasta que ella les decía basta. Cuando por fin tocó el pito y todos cayeron regados como sudorosos coyotes, bajó hasta el gramado y se puso a caminar entre ellos. Avanzaba orgullosa, con su metro y medio, entre súplicas de agua y piedad. Por un momento me pareció que uno de esos salvajes quería burlarse y llamarla por alguno de sus apodos como en los viejos tiempos, pero supuse que desde allí abajo era difícil verla pequeña y alucinar que era un pezón de suelo o alguna protuberancia parecida.

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