Antes de pararse las manecillas de los relojes,
el abuelo abraza, uno por uno, los árboles de su huerta:
«Queridos olivos; queridos membrillos; queridas higueras;
me despido, compañeros de trabajo y emociones,
gracias, gracias por alimentar nuestra tierra.
Otros días vendrán, soles nuevos, nuevos trabajadores,
que vuestras raíces sean una fuerza imperecedera».
A César Vallejo
I
En un pueblo de los Andes, nació el poeta
de la tierra y el cosmos. El pequeño de la casa
creció con los bizcochos de la guía materna
y los juegos con los barcos en el pozo de agua.
Constituyó una imprescindible referencia
su hermano Miguel. Se escondían por las salas
al caer la tarde. Qué alegría para César
hallar a su gemelo corazón tras las puertas.
Luego, la madre, al verlos, los acariciaba:
en su equipaje irán los recuerdos de infancia.
II
Whitman y Verlaine: primeras lecturas líricas.
Conoce siendo joven la dureza de las minas.
Su alma queda dañada por dos trágicos golpes:
mueren Miguel y la madre; las emociones
se plasman en versos auténticos, inconformes.
Admira a Jesús, se identifica con los hombres
frente a las arbitrariedades divinas.
Descubre la fuerza amorosa en Otilia,
da clases en Trujillo. Un alumno, Ciro Alegría,
recordaría sus ojos: pupilas de dolores.
III
Las paredes de la celda dan alas al vuelo
poético de César, que abre nuevos caminos
para la poesía hispana. En sus versos
innovadores afluyen los neologismos:
cancionan, longirrostro, empatrullado, lomismo.
Vallejo saca, brillante, el fulgor estético
de números y días, arriesgados senderos
por los que su voz camina segura. Sonidos
de tristes realidades, de dulces sueños
que lo llevan a París, cima de tantos líricos.
IV
Europa será el amor de Georgette, el estudio
del marxismo y la Guerra de España. Una aurora
de esperanza rodea a César, que vivirá el drama
de un pueblo valiente y digno, pero con pocas armas.
Alejado de los políticos, su mirada
se fijará en un campesino: Pedro Rojas.
Rojas, republicano, cabo de ametralladoras,
asesinado. En su bolsillo hay una nota
que alerta a sus compañeros de la crueldad reaccionaria.
Futuro y solidaridad en una humilde cuchara.
V
Sufría por todo y por todos, César, inmenso
poeta que dio voz a los que más sufren, olvidados
de la historia y los libros. En París, cae enfermo
y su muerte cumple su vaticinio poético:
un día lluvioso, solitario, con agua en el empedrado.
Después de cerrar los ojos, César ve los brazos estirados
de su madre, María, sonriente, que espera su abrazo.
Se funden en un abrazo tierno, emocionado.
Es una mañana bella, de un tiempo eterno,
desayunan juntos María, César, Miguel y Pedro.
A Albert Camus
I
En una ciudad argelina, en otro tiempo feliz,
hoy desdichada, se ha puesto complicado vivir
por la peste. Allí, se han esfumado los juegos,
los amores, la alegría, cancelados los proyectos.
Miedo y muerte asolan el oscuro existir
de tantos seres, mas un hombre resiste, corre riesgos
para ayudar a sus semejantes, en un fraterno
trabajo, con luces y sombras: un médico bueno,
un individuo íntegro contra el discurrir
veloz de la epidemia que nubla el porvenir.
II
El doctor Rieux madrugó un día caluroso
de verano, y le vino a la mente esta reflexión:
«Tan solo soy un hombre en un tiempo dificultoso,
un hombre nada más con una invisible ilusión:
salvar a cuantos pueda del poder oneroso
de la muerte. Y en esta lucha desigual, la emoción
de encontrar la solidaridad humana, la comprensión
de otros individuos que nacieron para ser dichosos».
Le espera a Rieux un día duro de trabajo, una labor
de aliento en el dolor, de luz en lo tenebroso.
III
Quiso salvar a un niño de las garras de la peste,
pero fracasó en su cometido; desesperado,
se llenó de rebeldía: ¿es esta muerte
necesaria para Dios, que permanece callado?,
¿cómo es posible que los pequeños sean torturados?,
¿por qué se van de este mundo tantos inocentes?
Seguirá, seguirá trabajando, motivado
en su lucha por compañeros, por voluntarios.
Y por una infancia de pobreza, donde algunos seres
le enseñaron a no rendirse con el sudor de su frente.
IV
En circunstancias adversas nacen hermosas amistades.
Tarrou y Rieux se zambullen en las aguas
del Mediterráneo, una noche de otoño; sus brazadas
son señales de armonía, ritmos saludables
de libertad; por unos momentos, las dentelladas
de la peste se alejan y solo quedan estas realidades:
la luna, las estrellas, las aguas y dos ácratas
que nadan, felices, de forma acompasada.
Pese a la enfermedad, la vida es formidable,
pequeñas victorias en un combate interminable.
V
Rieux y sus amigos continuaron luchando
y Orán se liberó de la peste un magnífico día
de febrero, como se liberaría la ciudad parisina
un agosto mágico del cuarenta y cuatro,
poniendo fin a varios años de terror fascista.
O como se liberarían las avenidas
berlinesas de la dictadura comunista
un noviembre inolvidable, auténtico faro
a finales de los ochenta para que el paso
a la democracia una de nuevo a los humanos.
A Antonio Machado
I
Mes de febrero. Agonizan los años treinta,
en un pueblecito francés un hombre pasea.
Su andar, cansado; su semblante, envejecido.
Un bastón sostiene al poeta de los caminos,
al lírico de la tarde y de las primaveras.
Es una mañana clara, con un cielo límpido,
un gran sol ilumina las calles y las eras.
Cercanas, pero distantes, las lágrimas de Valencia
y Barcelona. La derrota no impide al poeta
viajar al corazón del recuerdo, al inicio.
II
Un niño atraviesa la puerta de un jardín
sevillano. En el centro del jardín, una fuente
de piedra con un sonido mágico, atrayente.
El pequeño se acerca a las aguas transparentes,
que expresan la melancolía de vivir.
En las aguas, el reflejo de un decadente
limonero y sus frutos de historia gris:
sueños de atrapar una túnica evanescente,
anhelos que son penas de un canto infantil
como canta la fuente en una tarde de abril.
III
Del Quintana, ha salido José a buscar a Antonio.
Lo encuentra en una estrecha calle, triste y solo.
El poeta le dice: «Hermano, vamos a ver el mar».
Hacia la playa se encaminan, silenciosos.
Llegan y se sientan en una barca a reposar.
El viento mueve las olas, furiosas. Los ojos
de Antonio se conmueven al contemplar
las casas de los pescadores, la humildad
de las moradas, ajenas a la maldad
de la guerra, liberadas de todo enojo.
IV
En Collioure, el poeta recordará la emoción
de algunos momentos luminosos: Bergson
y aquellas lecciones sobre la fuerza del tiempo,
ciertas tertulias en Madrid, esos paseos
por Segovia, la creación de los cancioneros.
Y, sobre todo, recordará a su amor:
aquella joven muchacha llamada Leonor,
bondadosa luz soriana, idilio verdadero
que la desgracia truncó, aunque en sueños
Antonio le diga: «dame tu mano y paseemos».
V
Antes de fallecer el veintidós de febrero,
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