Miguel Serrano - Réplica

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En un futuro remoto y utópico, un estudiante se enfrenta a la tarea de escribir un texto académico sobre las ficciones del pasado. Una de las condiciones del trabajo, acaso la más difícil, es que un lector de comienzos del siglo XXI sea capaz de comprenderlo. El argumento de este relato, «Logos», esconde la clave para entender
Réplica, una indagación sobre la familia, la percepción que los demás tienen de nosotros, la infancia, la identidad sexual y la incapacidad de delimitar con palabras el misterio y la angustia de vivir. En sus páginas aparecen patos de peluche indistinguibles, un padre radiactivo, un joven cuyo parecido con Enrique Bunbury condiciona sus relaciones personales, un autor que escribe una novela cómica que todo el mundo se toma demasiado en serio y muchos otros personajes perdidos, casi absurdos, que no logran entender el mundo que habitan, un mundo luminoso y terrible al que en ocasiones sólo logramos acercarnos por medio de la ficción.

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La raya, el tiro, la parábola, un movimiento que cubre el espacio, todo el espacio, de forma continua, sin interrupciones. Un arco.

La pelota rebota en el aro, sale disparada hacia arriba pero después cae en vertical, un peso muerto, y atraviesa la red, el agujero que hay en la red que rodea la circunferencia perfecta del aro.

A dos puntos. De repente sólo están a dos puntos. Un verbo que ha escuchado muchas veces pero cuyo significado nunca había puesto en práctica: remontar.

Tiempo muerto. El partido se detiene.

¿Por qué no los cogieron, si metieron el gol, si él metió el gol? ¿Por qué no los cogieron a Carlos y a él para el equipo de futbito?

La música, esta música no existe todavía, aún nadie la ha inventado, son las niñas que cantan y se desvanecen, las niñas del equipo de baloncesto, que juegan después de ellos. ¿Qué ha sido de vosotras? Son demasiado jóvenes y no lo miran, pero él también fue joven. No hay equipo femenino de futbito todavía, a veces entrenan juntos, se tocan, se defienden, partidos mixtos.

Todos en torno al banquillo, Fernando da las instrucciones. Quedan veinticinco segundos. Tenéis que hacer falta. No meterán los dos tiros. Sólo meterán uno, o ninguno, son muy malos, son peores que vosotros, que ya es decir. Y después, e es igual a eme ce cuadrado, dice Fernando. Y tiras tú, Gustavo, dice, y ahora sí lo mira a los ojos. Tiras de tres. Da igual si vais perdiendo de dos o de tres después de los tiros libres, tú tiras el triple y lo metes. Estás en racha, te entra todo. Hoy ya has metido dos. Eres nuestro mejor tirador de triples, Gustavo. Tienes un don. No nos falles. Confiamos en ti. E es igual a eme ce cuadrado. Estarás solo. No os desmadréis, no hagáis cosas raras, va a salir bien. Podéis hacerlo.

E es igual a eme ce cuadrado es el nombre en clave de una jugada ensayada que se le ocurrió a Fernando.

En esta categoría no hay faltas intencionadas, ni técnicas, no sabe muy bien por qué. En el baloncesto de los mayores sí, dos tiros y posesión. Dos tiros y posesión. Aquí no. Hace dos años sí existían las faltas intencionadas, cuando eran alevines y jugaban en las canastas pequeñas, pero las han prohibido o las han quitado, ya no aparecen en el reglamento.

En las canastas pequeñas no había línea de tres puntos, no había triples, y sin embargo él siempre tiraba desde lejos, los tiros lejanos siempre le entraban.

Empújalo. Hay que hacer falta. Ya ha pasado junto a él y no ha sabido reaccionar. Sólo un empujón. Bastaba con eso. Con las dos manos. Que no avance más, que no se acerque a vuestra canasta, que no pueda pasar la pelota, que se pare el reloj. Persíguelo.

Un día Fernando se lo llevó aparte en un entrenamiento mientras los demás jugaban un partidillo. Habían ido once a entrenar y sobraba uno y Fernando se lo llevó a otra canasta y dijo que le iba a enseñar el tiro en suspensión. Tienes muy buena puntería, le dijo, pero sólo sabes tirar si estás solo, si nadie te cubre, tiras sin despegar apenas los pies del suelo, tienes que aprender a saltar antes de tirar y a soltar la pelota cuando estés en el aire, arriba del todo, eso es lo que se llama «tiro en suspensión». Así podrás tirar aunque tengas un rival relativamente cerca. Y los porcentajes de tiro aumentarán debido a la altura. Estuvieron practicando. Podía hacerlo desde cerca, dentro de la botella, saltar y tirar en mitad del salto, pero si se alejaba demasiado le faltaba fuerza, tenía que dedicar toda su energía a conseguir que la pelota llegara hasta la canasta y perdía precisión. Pierdo precisión, le dijo a Fernando, mis tiros en suspensión son muy poco precisos, dijo, y Fernando le pasó la mano por la cabeza y lo despeinó. No te preocupes, le dijo, practica, ya te saldrá.

Dentro de la botella y fuera de la botella.

El empujón, la falta, han sido para el gordito, que va a fallar los dos tiros, ya los ha fallado, lleva años fallándolos. Antes de que tirase ya sabían que iba a fallar, todos los sabían, también él, esa cara de circunstancias del gordito. Demasiada responsabilidad para un niño.

La pelota va de un lado para otro como un borracho que busca alguien con quien pelear. Quema. Siempre hay un límite, una demarcación. Todo tiene un límite. La raya que encierra el campo son las paredes del mundo. Basta con levantar la vista e imaginar algo allí, una frontera. No atravieses la pared, fantasma. No salgas. No entres.

Todo es blanco o gris o amarillo, una superficie resbaladiza. Los huecos están llenos de náusea, corre el agua pero se detendrá, que corra el aire, que corra el aire, no le pongas puertas al campo.

Es así (fue así): cuando quedan quince segundos para que termine el partido, a una señal de Fernando, todos los que están en el banquillo, y el propio Fernando, y las chicas del equipo femenino que trotan y saltan en la banda (al otro lado de la raya, allá fuera), incluso algunos padres y madres (no los suyos) y hermanos y profesores que pasan por allí empiezan a gritar, a corear, desde el exterior, desde el otro lado de esa pared imaginaria, de la jaula o la caja o la habitación cerrada e inhabitable:

«¡Diez, nueve, ocho...!»

Es un truco tan sencillo que da miedo.

Empezar la cuenta atrás cuando quedan quince segundos.

La consigna es esta: tranquilidad, no perdáis la pelota, el final se acerca, pero hay un desfase, un décalage (así lo dice Fernando, en francés), cinco segundos durante los cuales los rivales creen que el partido ha terminado cuando en realidad queda algo de tiempo, una tierra de nadie o tiempo de nadie, dice Fernando, un efecto relativista de contracción o dilatación, como en la paradoja de los gemelos o el gato de Schrödinger, The Twilight Zone . Gestos de asombro o hastío futuros, la nada absoluta.

No te conozco de nada, dice el tipo.

¿Fernando? ¿No eres Fernando Vázquez?

«¡Siete, seis, cinco, cuatro...!»

Sí, soy Ricky Rubio, no te jode.

No puede ser, todavía no, ni siquiera ha nacido.

La tensión que aumenta, el aire que se hace más denso, parece que de un momento a otro va a caer la gran tormenta de su infancia, la que recordarán como un hecho incontrovertible, el gran misterio de sus vidas, a medida que envejezcan y se deterioren. Hubo una vez un mundo más sencillo, más limpio, más puro, más intenso, de preocupaciones abstractas y abiertas. Siempre hay alguien a quien echar la culpa de todo lo que vendrá después, alguien que nos obligó a tomar una decisión equivocada.

Empújalo ahora, basta con lanzar las manos hacia su pecho. Sal a la calle si tienes huevos.

El balón es como una partícula subatómica, como un electrón, como el único electrón del átomo de hidrógeno, el elemento más común del universo, más del 70 por ciento de la materia visible. ¿Por qué nos decías esas cosas, si no tenías ni puta idea? ¿A quién querías engañar?

«¡Tres, dos, uno!»

Farsante, cabrón, farsante. Si ni siquiera terminaste tu triste licenciatura en Filosofía y Letras. ¿Qué relatividad ibas a conocer tú?

Una vez, durante un entrenamiento, Fernando les dijo: «Aunque pasaseis cien años luz practicando esta jugada no os saldría». ¿Cómo no se dieron cuenta entonces?

«¡Cero!» Cero.

Los niños del otro equipo empiezan a dar saltos y a abrazarse y dejan en paz a Ricardo, que lo mira a él y espera el gesto de asentimiento antes de apuntar a su pecho y soltar la pelota. Entonces él recibe el balón. Mira hacia abajo, sus pies, la raya. Piensa que puede tirar a canasta, que tal vez debería hacerlo. Tiene cinco segundos para colocarse, para apuntar, para lanzar el balón hacia el aro. Pero algo lo detiene. Piensa que en realidad el partido ya ha concluido, y que da lo mismo que él tire o no, que enceste o no, que el marcador varíe o no varíe, porque el plazo ya está cumplido. En un ramal de la realidad el partido ya ha finalizado. Ha oído la cuenta atrás, no puede fingir que no ha escuchado las voces de todos arrancando los números uno a uno como pétalos hasta desfigurarlos o desvanecerlos o dejarlos flotando en el aire en una caída demorada. Objetos que caen pero no terminan de caer porque no hacen ruido al golpear el suelo. Sus compañeros huelen su indecisión y le gritan. ¡Tira! ¡Tira! Fernando, en la banda, un pie apoyado sobre el banquillo, también mira en su dirección con una mueca de desprecio o de desinterés o de absoluta confianza.

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