La mayoría de los días apenas logro descongelar tu sonrisa. Como si todo tu cuerpo se fuera escurriendo sin que yo lograse comprender la razón. Es una situación absurda. Si me paro a pensarlo, no sé por qué lo intento una y otra vez. Me encuentro indefenso y agotado en esta atmosfera de objeciones y he decidido buscar una salida definitiva. Tal vez esto te sorprenda, creo que no se espera de nosotros que tomemos determinadas decisiones. Es algo temporal, nos repetimos para evitar tomarlas. Eso pensamos. Eso nos obligamos a pensar.
No soy partidario de afirmaciones categóricas, pero en este caso es cierto: no somos felices.
Con los años todo ha perdido intensidad, pasión y se ha vuelvo menos dramático. Lo más duro de asumir es la indiferencia. No fui objetivo cuando me enamoré, pero ¿alguien lo es? Creo que no, que enamorarse consiste en sentir atracción por una persona de quien se elabora un perfil distorsionado y acorde a nuestros deseos o necesidades del momento. Luego… Luego pasa el tiempo, la vida va transcurriendo y mostrándonos la realidad, a menudo dejándonos perplejos. No sin oponer resistencia, vamos tomando conciencia de ella con dificultad, pero para algunos llega un punto en que no podemos seguir mirando hacia otro lado. Con esto quiero decir que nunca me he adaptado del todo a nuestra vida en común.
Estoy cansado del juego dialéctico. Desgarrado por tu rigurosidad, me rindo como se rinde uno a la simpleza del destino. No es soberbia, créeme, se trata, más bien, de un desgaste de peso incalculable. No puedo continuar, lo he intentado pero ni lo pseudopsicológico ya me ayuda, no es más que un inútil disfraz de la resignación. En busca de alguna extraña clase de consuelo conferimos propiedades humanas a los sucesos, intenciones, motivos, objetivos, finalidades. No las tienen. Ya no espero más que lo que yo promueva. No admito más esta clase de degradación. Hay situaciones tales en las que lo surrealista ya no se percibe, ya no resulta excepcional ni cuestionable. ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo lograste hacerlo sin decir nunca nada?
Determinadas cosas se intuyen, se saben con una fuerza irrefrenable, pero como nada sólido las respalda nos autoconvencemos de que no conviene ahondar en su sentido. Es inútil, siempre estará ahí el espejo de la conciencia. Creo que no debemos alargar más esta situación, la percepción del tiempo, su transcurso, tiene cierta relación con el odio.
Están los que se las arreglan para divertirse hagan lo que hagan y eso parece bastarles. Envidio esa capacidad de disfrute que para mí es una clara rendición. La envidio con sinceridad. Seguramente se trata de personas dotadas de una inteligencia más práctica que la mía. Porque tú sigues estando muy buena, cualquier hombre, por la calle, lo corrobora con su mirada o con su forma premeditada de no mirarte. Y tal vez sí podríamos llevar una vida tranquila y agradable con poco esfuerzo y respeto mutuo. Sí, quizá aún pudiéramos olvidarnos por un rato de lo que sabemos uno del otro. Espero que comprendas que, llegados a este punto, no voy a quedarme aquí para comprobarlo cuando hace tanto que solo yo pongo de mi parte.
Reconozco que, aunque valoro enormemente tu entereza, hace mucho que no me conmueve esa pequeña desesperación de tu mirada. Quizá tienes razón y es cierto que ya no te quiero. He de admitir que, en realidad, siempre respondo a esas preguntas sin pensarlo.
No, no era guapo, ni siquiera muy atractivo, no constantemente. Pero, a veces, había una luz hechizante en su gesto, en como acompañaba las palabras con movimientos de sus manos, en su forma de mirarla . Aún deseo que alguien me mire así. Por algún recóndito mecanismo de mi mente no me resultó extraño verlos juntos tras casi treinta años. Los reconocí enseguida. Estaban casi igual . Más casi igual que yo. Ella tan delgada como siempre; él con la misma expresión hermética, lúgubre y sombría. Ella me daba clase de literatura; él también era profesor, aunque nunca fui alumna suya. Todo el mundo en el instituto decía que eran amantes y a nosotros, los estudiantes, nos parecía que eso no pasaba entre la gente corriente. Solo más tarde se comprende que las cosas, antes de ocurrir en las películas, ya han sucedido en alguna parte. Algo me puso triste al cruzarme hoy con ellos, creo que fue que parecían un matrimonio.
El mundo está mezquinamente preso en su exactitud
Max Blecher
Sin el más mínimo recato y sin venir a cuento (¿sin venir a cuento?) me daba detalles que ni le había pedido ni, ahora me doy cuenta, me convenía saber. Me preguntaba, en aquellos días, qué esperaba que yo hiciese con la información cuando me hacía ese tipo de confidencias. Pero, ¿por qué negarlo?, me excitaban.
Esa entrega suya, espontánea, inexplicable.
Al principio, como digo, solo se trataba de conversaciones. Íntimas, impúdicas, pero nada más que conversaciones.
Empecé a tener una especie de dependencia.
No me escandalizo con facilidad, pero reconozco que aquello rebasaba mi, creo que considerable, capacidad de normalización.
En algún momento debimos traspasar uno de esos límites silenciosos que no se sabe muy bien dónde se encuentran y tras los que no hay vuelta atrás. Era una de esas situaciones, un poco ambiguas, en las que no sabes si te están invitando a cruzarlos o se trata solo de imaginaciones tuyas. Vamos, que no acabas de creértelo, pero, por si acaso, permaneces expectante, en un prudente silencio, asientes de vez en cuando y, a falta de otra cosa que hacer, sigues el juego, a ver hasta dónde da de sí. Mi desconcierto iba aumentando. Su supuesto candor debía de tener algo que ver con mi mentalidad (mentalidad, qué palabra tan curiosa) y no con su verdadera naturaleza y comportamiento.
Empezamos a acostarnos. Tres o cuatro veces. Sin premeditación, aquí te pillo, aquí te mato.
El cuerpo cálido, adherido al mío, pero ajeno, en todo caso. No, no se entregaba. Permanecía ese dejarse hacer, esa distancia . Sabéis a qué me refiero, ¿verdad? Esa distancia. Las caricias, aprendidas, repetidas, mecánicas, extrañas en su tacto, concreto, determinado e indescifrable.
Después comenzamos a quedar en mi apartamento. Durmió allí muchas noches durante un tiempo. Más de un cuatrimestre.
Aprobó. Con nota. Por sus propios méritos. No tenía nada que ver con lo nuestro .
Aunque ahora dudo de que ella fuera consciente.
Seguía sin abandonarse del todo. No me importaba. Confiaba en que era cuestión de tiempo. No quise pensar mucho en ello.
Le pedí algunas cosas.
Nada demasiado extremo. Caprichos. Menudencias.
Ella nunca mostró objeción alguna.
Ahora, fuera de la situación, quizá resultan denigrantes.
Algo fue cambiando.
El sexo ya no era tan urgente, tan febril, tan egoísta, tan individual . Dos consumaciones individuales no lo convierten en una, en algo compartido, pero yo sentía que empezábamos a conectar, que no se limitaba solo a lo físico. Que estaba surgiendo una rara clase de ternura, una especie de cariño.
Entonces dejó de ir por mi casa. Sin razón aparente. Sin explicaciones. Igual que había comenzado todo.
La mayor parte del tiempo no pienso en ello.
Pero la inteligencia necesita razones.
Creer que hay un motivo más elevado.
Algunas noches la echo de menos.
Bastantes.
Su desdén y su actuada indiferencia al cruzarnos esta mañana por los pasillos de la facultad, una indiferencia infantil, casi cómica, me ha desconcertado.
No eres la novia de Philip Roth
El envejecimiento no es un estado normal para quien envejece
Vivian Gornick
Читать дальше