Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Si tenés tiempo te paso un libro Allá va la vida, la masacre de Margarita Belén, de Jorge Giles que cuenta. Estás en tu derecho para contar la historia que quieras.
Mil gracias por los piropos, me vuelve a dar vergüenza.
Un abrazo compañero, Mirta
Un ejército peronista en la pared
En esas largas caminatas hasta su casa y en otras charlas más, Joaquín me fue peronizando. El éxito de su prédica estaba basado más en la emotividad que en la contundencia de su argumentación teórica. Uno sabía que las grandes masas populares seguían siendo peronistas, más allá de todos los discursos de la izquierda: el peronismo era el pueblo en su estado puro, con sus virtudes y sus defectos, con toda la inmensa vitalidad de sus contradicciones, y eso era tentador. Yo tenía ganas de ser peronista, sólo me lo impedían los prejuicios marxistas-leninistas y una especie de lealtad hacia Julio. Pero el peronismo estaba más cerca de mi barrio que la izquierda, aunque en la canchita y en la esquina hasta hacia poco nunca se había hablado de política. La mística peronista era una erupción subterránea; daba señales intermitentes, pero amenazaba con desbordarse en cualquier momento.
Para mí, hasta entonces, el peronismo había sido mi tío Héctor, primo de mi vieja. Desde la infancia yo tenía una vaga y dulce imagen de su casa y del barrio de La Loma, con sus calles de barro; una imagen que de vez en cuando reaparece en los momentos más insospechados, trayéndome el recuerdo de cuando la ciudad era de una tranquilidad absoluta. Cantor de tangos y guitarrista por descendencia, se prendía a discusiones encarnizadas con mi abuelo, antiperonista acérrimo, les recuerdo.
Para los jóvenes de mi generación, el peronismo era un misterio. Era como la leyenda de un país de abundancia que alguna vez había existido y de la que se había tratado de borrar toda huella. Ese secreto lo hacía a su vez más cautivante y lo identificaba con la rebelión. De todas las consignas políticas pintadas en las paredes la que más me gustaba, lejos, era una pintada en el paredón que limitaba a una de las canchitas de fútbol del Nacional: “Formar un ejército peronista para la liberación nacional”.
Trelew
Dieciséis rosas rojas
Dieciséis rosas roja
cayeron de madrugada
renacerán cada agosto
de la patria liberada.
El poema estaba en un papel, pegado en la pared del buffet; el colegio estaba convulsionado esa mañana. Pero yo dudaba. Tal vez uno fuese muy boludo, o tal vez tuviese sólo la bendita ingenuidad de quienes piensan que no es posible tanta perversidad en los hombres. Tal vez, porque uno no se había reconocido aún en sus propias perversiones y por eso no concebía que fuesen posibles en otro. Pero yo al principio me lo creí. Había sido un intento de fuga. Eso decían los partes de la Armada Nacional, que consignaban que esa mañana del 22 de agosto 16 guerrilleros habían caído bajo el fuego de la guardia de la base Almirante Zar, al intentar escapar. Afortunadamente, la mayoría de los estudiantes no eran tan ingenuos como yo, ni la mayoría de los obreros, ni la mayoría de las amas de casa, ni la mayoría de la mayoría: dieciséis personas muertas de un lado sin un solo herido del otro, era imposible. Todos se dieron cuenta de que había sido una masacre y el país ardió de rabia. Desde la mañana empezaron las asambleas en el Colegio y en miles de lugares en todo el país. Los fusilados ya no eran los mártires de los sectores que simpatizaban con la lucha armada, los “Héroes de Trelew” se convirtieron, de repente, en el símbolo máximo de la indignación de todo un pueblo, harto ya de la soberbia de esos militares que cobraban doble sueldo por estar en el gobierno, someter a un pueblo y matar a sus hijos.
Sólo algunos eran peronistas, pero el repudio fue unánime. Perón desde Madrid condenó los hechos y tres de los muertos fueron velados en la sede del Partido Justicialista, en Avenida La Plata. Más de tres mil personas asistieron al velorio y cuando el comisario Villar irrumpió con las tanquetas para llevarse los féretros, una batalla campal se desató por las calles de Boedo. Faltaban tres días para que se cumpliera el plazo que Lanusse le había impuesto a Perón para que volviera, de lo contrario, no podía postularse para la elección. Lanusse estaba seguro de que Perón no volvería, sin nombrarlo directamente, lo desafió en un discurso: “Yo creo que a ese señor no le da el cuero para volver”, dijo.
Confieso que mi ingenuidad en ese momento era exasperante y superaba ampliamente los marcos de la boludez. Lo curioso es que otros, que ese día ya hablaban de “masacre” y de “justicia popular”, con el tiempo se hayan ido boludizando. O, para decirlo de otra manera, que hoy en día hagan análisis de la realidad aparentemente tan ingenuos como los que hacía yo en ese momento. Más que ingenuos, debería decir descomprometidos. Porque analizan las cosas como si con el tiempo se hubiesen vuelto neutrales. En realidad, no han dejado de horrorizarse por los crímenes de la represión, de la de antes ni de la de ahora, lo que han perdido es disposición para enfrentarla. Es como si la realidad fuese una película en la que alguna vez participaron como protagonistas, pero como no les pagaron, ahora prefieren mirarla desde la platea. Algunos cantaban en ese entonces cosas tan revolucionarias como “por una patria libre y un pueblo liberado, saldremos a la calle con todo el pueblo armado.” Pero el pueblo no se armó y por eso no salieron a la calle en ese momento, ni salen ahora, ya hicieron demasiado con haber tenido la intención de salir en aquella época.
Despedida hasta la eternidad
La Felipa se estacionó arriba de la vereda, como si fuera a entrar en el garage, o mejor dicho a ese intento de garage que habíamos hecho, derribando desprolijamente la parecita de ladrillos del frente. No recuerdo exactamente todo lo que nos dijimos, pero creo que no fue mucho, casi nada; la noche flotaba en una ansiedad desesperada que lo envolvía todo; las calles desiertas esperaban el amanecer destilando en la madrugada el silencio solemne que se apodera de los soldados en la antesala de la batalla. La noche no parecía de primavera, ni de invierno, ni de nada, parecía un puente infinito que arrancaba en un lugar de la historia y se extendía incierto y vertiginoso hacia el futuro.
El motor quedó regulando un ratito, con esa cadencia cansina de los Ford T, y nos dijimos “chau, loco, hasta mañana”, o algo parecido, pero con un gesto que más que un gesto fue un presentimiento. Fue como despedirnos para siempre pero sellando tácitamente en esa despedida el compromiso de seguir juntos el mismo camino, más allá de la vida y de la muerte. Habíamos estado toda la noche en la Modelo, en una de las mesas que dan a la 54, discutiendo con Julio sobre cual debía ser la actitud correcta de un revolucionario en ese momento. No nos pudimos poner de acuerdo. Pero hablar con Joaquín era, de alguna forma, no estar tan lejos de la historia, que a esas horas ya había empezado a caminar rumbo a Ezeiza, desde toda la república y desde Roma: el avión de Alitalia ya habría decolado y estaría cruzando el océano. Todo el país sabía que a partir de la llegada de aquel avión grandes cosas iban a pasar. No se sabía bien qué, pero los peronistas, los antiperonistas, los independientes y hasta los indiferentes sabían que el país iba a ser otro. Aquel 17 de noviembre para algunos era el día de la llegada de Jehová y para otros la del Diablo.
Las imágenes de Perón y de Evita habían sobrevivido a 18 años de proscripción en los ranchos misérrimos, en ajadas fotografías que mostraban al general en su caballo manchado y a Eva con su rodete, alumbrados por velas, como las que se le ponen a los santos; o a los dioses de un culto inconfesable que no puede profesarse en la indiscreción de los templos sino en la secreta penumbra de los alteres domésticos. Aquella noche, en todos los hogares donde durante 18 años se había orado y se había soñado con su regreso, el amanecer era esperado como una bendición.
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