Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido

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Canto a las pasiones y crónica extraordinaria -por lo sincera y minuciosa- es la historia de vida y muerte que se cuenta aquí. El narrador entero, en cuerpo y alma, es él y es muchos como él: una generación y pico de muchachos y chicas encendidos como la generosa luz de un fósforo, brillando contra la oscuridad de los años de plomo.

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Por inconsciencia o por soberbia, yo no le tenía miedo y actuaba con él como con los demás profesores, intervenía en la clase contestando preguntas o haciendo acotaciones, que él en general respetaba. Pero no cumplía con los trabajos, por eso me puso bajas notas en los primeros dos trimestres. En el último, con las notas que tenía me iba a examen. Entonces me dio una oportunidad, estábamos leyendo a Ibsen y me pidió que pasara a exponer sobre la obra, que leyera lo que había escrito. Y yo ni había leído la obra ni había escrito nada, pero pasé igual y empecé a hablar como si estuviera leyendo, miraba el cuaderno y hablaba. Pero se dio cuenta y me preguntó si yo había leído la obra; le dije que no, pero que si uno sabía sobre la vida del autor y sus circunstancias no era necesario leer la obra para poder opinar sobre ella. El viejo se recalentó: “¡Yo le doy una oportunidad y usted me responde con una verdadera burla, váyase a sentar!”. Yo me senté y encima le contesté “¡Ma, si!”, caliente como si tuviera razón. El viejo explotaba de indignación.

El viejo era un hijo de puta, por su ideología, por su responsabilidad en la promoción del terror de las bandas fascistas, por su actitud con los alumnos y por miles de cosas más, pero la verdad es que en ese caso tenía razón. Yo recién me di cuenta de grande, cuando fui profesor, y pude entender que lo mío había sido realmente una falta de respeto, al profesor, al autor y a la literatura. Es más, creo que Di Sandro estuvo muy blando en esa oportunidad, hubiera merecido un castigo mayor que mandarme a diciembre.

La Felipa*

Blanca y flamante, como una perla brillando entre los naranjales, apareció un día la Felipa en la cima de una loma llegando a Monte Caseros. Los caminos eran de tierra y no había casi calles empedradas cuando uno de los abuelos de Joaquín la trajo jadeando sobre el polvo de las huellas. A partir de allí paseo durante años su envidiada figura por las calles del pueblo, atrayendo a su paso las miradas de los muchachos y espantando a las gallinas y los perros.

El paso de los años y el cambio de las modas eclipsaron su reinado y desgastaron su brillo; otras apariciones deslumbraron a los montecasereños y concentraron las miradas. Aunque estaba consiguiendo salvarse de la muerte y sobrellevaba la vejez con bastante dignidad, su paso ya no provocaba suspiros de admiración sino una risa compasiva que la hacía sentir ridícula.

Para salvarla del exterminio o de algo peor, el olvido, los hermanos de Joaquín decidieron traerla un día a La Plata, desandando penosamente el camino que la había llevado al lugar en el que había sido feliz. En el edificio de la cale 10 la alojaron en el lugar vacío de la cochera, de donde al principio salía muy de vez en cuando a dar una vuelta por una ciudad demasiado agitada para su desplazamiento cansino, pero poco a poco se fue acostumbrando a ese nuevo ritmo y las salidas se hicieron cada vez más frecuentes. En manos de Joaquín empezó a vivir una segunda juventud y a recordar sus hazañas correntinas, como la de aquella madrugada en que los Areta la llevaron a una juerga en la playa y la trajeron andando, aseguran, con unas botellas de champagne.

Ese año la Felipa fue testigo de los romances de Joaquín y de algunas reuniones semiclandestinas. Andar arriba de ella era emocionante, a uno le hacía sentir que había retrocedido en el tiempo y que la gente lo miraba con cierta envidia, porque a sus cuarenta y pico de años la Felipa seguía siendo hermosa y lo seguirá siendo cada día más, en la medida en que el paso del tiempo vaya embelleciendo con el barniz de la nostalgia las cosas que recuerdan los esplendores del pasado.

Sobre la Felipa recuerdo haber sido feliz una tarde de primavera bajo la lluvia. Joaquín iba con Claudia adelante, en la cabina, y yo atrás, en el asiento que tienen las coupes Ford T en el baúl, cuando se largó un aguacero por la zona de la estación. El paraguas abierto era más cómico que efectivo y yo estaba mojado pero contento. Hacía ya unos meses que Claudia y Joaquín habían iniciado una relación extraña, discreta y apasionada.

Acomplejado por ser del interior y petiso, o simplemente renegado, Joaquín no iba a bailar y se autoexcluía de las fiestas. Aunque se jactaba de sus andanzas veraniegas en Monte Caseros, en La Plata no se le había conocido ningún amorío. Por eso nos sorprendió a todos empezar a verlo tan seguido con Claudia. Porque Claudia y él no parecían ser de lo más afines precisamente. Ella no estaba politizada y además le llevaba varios centímetros, el correntino no había pegado todavía el estirón.

De las mujeres de la división, Claudia era una de las que yo más quería. Venía desde primer año y si bien era muy despistada y parecía estar siempre en otra cosa, había algo que la hacía querible. No se vestía como las chicas del centro (las chicas de la división en general no eran “chicas del centro”), andaba siempre con unos mocasines gastados y no hacía ningún alarde de refinamiento. Aunque era muy bonita de cara, Claudia no parecía despertar mucha codicia entre los varones de la división. Tuvieron que pasar muchos años para que algunos confesaran su admiración por ella. En los años superiores sí tenía varios pretendientes, aunque no se le conocía ningún novio declarado.

El suyo no era un romance típico de adolescentes, de esos que andan todo el día pegoteados, tomados de la mano por la calle y besándose en los recreos. Muy pocas veces se los vio del brazo, pero el rastro de ese amor los marcó para toda la vida.

* La Felipa siguió la suerte de los demás: también está desaparecida.

Charlas de café

Como un jugador de ajedrez que disputa simultáneas, en esos años yo mantenía varias discusiones políticas e ideológicas al mismo tiempo. Por un lado estaban las discusiones formales con Julio, que tenían un desarrollo sistemático, pero además discutía con Joaquín, con el Lacio y con el Pato.

Con Joaquín y con el Lacio a veces discutíamos los tres juntos. En las horas libres, cuando otros se iban a dar vueltas por el centro, a “hacer facha”, a mostrarse ante las chicas de los colegios “selectos”, dando vuelta por las escasas dos o tres cuadras del microcentro platense, nosotros, nos íbamos al Parlamento o al Escorial a discutir durante horas. El Lacio era la teoría y el racionalismo puro, Joaquín la pasión y la acción. Con cada uno de ellos también tenía discusiones individuales. Es que en realidad, nos pasábamos todo el tiempo discutiendo, cada encuentro era la oportunidad para una nueva discusión. Con el Lacio tenía la sensación de estar analizando las cosas en una perspectiva futurista, como si estuviésemos imaginando el devenir histórico de las próximas décadas de la humanidad, imaginándonos como protagonistas; pero de una manera casi tangencial a la realidad. Como desde un laboratorio filosófico.

Con Joaquín la sensación era otra. Con él solía irme conversando a la salida de la escuela y llegábamos hasta el Teatro Argentino: él se quedaba en su departamento y yo me tomaba el sesenta y uno. En ese trayecto él ya empezaba a mostrar los esbozos de un peronismo incipiente que a lo largo del año se fue haciendo cada vez más evidente. El origen de esa influencia podía detectarse en su hermano mayor, Iñaki, a quien prácticamente no conocíamos, apenas si lo habíamos visto alguna vez en el departamento de la calle 10. Sabíamos, sí, que había sido un pertinaz Don Juan en Corrientes, un fugaz estudiante de periodismo acá en La Plata, un pintor ocasional de brocha gorda un tiempo y un estudiante de algo( posiblemente sociología) en Buenos Aires. Joaquín hablaba con admiración de las hazañas eróticas de sus hermanos y en especial de las de Iñaki, con su proverbial tendencia a la exageración.

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