Todo esto ocurre casi como telón de fondo de un diálogo cerrado o, mejor aún, del encomio entusiasmado de la tradición de la que Tabarovsky se sueña heredero y cuyo conocido panegírico es Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004). La ciudad letrada se mitifica y se concibe como barrio cerrado. Desde su interior se impone una pedagogía del derecho natural y de la calificación selectiva que resuena en el firulete aireano que consiste en el recurso a la reverberación semántica de ciertas frases sobre el programa implícito de la ficción: “La novedad es siempre amnésica: la buena nueva de los libros del caminante, y el pasado que reaparece como memoria de paso, como experiencia sensible, como resto diurno”.
“La letra, con sangre entra” es el dictum clave del dispositivo liberal de conquista. “En la letra, la tradición habla” es el semblante opaco de su justificación. El texto de Tabarovsky, que se autofigura ajeno a toda pedagogía política y que se afana en neutralizar cualquier ribete ideológico, muestra sin miedos y sin culpa los signos ciertos de una ideología decadentista y antiburguesa que ya parecía difunta pero que aún convalece encarnada en ciertas propuestas estéticas de semblante señorial. La “guerra antiburguesa” es una reacción defensiva, retráctil de una clase que se reconoce perdida sin la propiedad de la tierra (la tradición) donde se naturalizan sus raíces y su derecho soberano a perseverar. La intuición de Flaubert se traduce alegóricamente en el vaticinio de una existencia bajo amenaza de extinción: “¿Ha visto usted a veces, al pasear por los altos acantilados, una plantita esbelta y rebelde que cuelga desde lo alto de una roca y esparce sus crines ondulantes sobre el abismo? El viento la sacude, tratando de arrancarla, y la plantita, a su vez, se estira y se asoma al vacío como si quisiera escaparse transportada por él. Sólo una raíz única e invisible permanece incrustada a la piedra, mientras la plantita parece dilatarse, irradiarse a los alrededores, intentando levantar vuelo. Pues bien, supongamos que llegue el día en que el viento más fuerte la arranque de cuajo, ¿qué sería de ella? El sol la resecaría sobre la arena, la lluvia la pudriría hasta desmenuzarla” (Carta a Louise Colet, del 29 de agosto de 1847).
Fiat ars, pereat mundus . Tras la estricta literalidad de Una belleza vulgar se afirma involuntaria la ironía de una fábula del desenlace: la superstición de que lo literario es un valor en sí. El lúcido reemplazo de la alegoría natural en la planta por la artificialidad de la bolsa en caída libre pone al lector ante la fatalidad en que agoniza la tradición del artificio. La literatura modernista, había escrito Borges, “es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Tabarovsky es un militante a destiempo. Se ilusiona con su propia imagen en el espejo que refracta los rostros de otro tiempo. Se descubre sospechando el día después del cortejo. A simple vista, la determinación franca y confesa de anacronismo puede pasar por un tipificado gesto de vanguardismo trasnochado. Pero en su entonación nostálgica, en su arrogancia excluyente y en su mistificación esteticista, aflora cabal el rigor mortis de lo que, allá lejos y hace tiempo, fue la cresta presumida de una ideología hegemónica.
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