Carlo Petrini - Comida y libertad

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Un relato inspirador sobre las actividades de
Slow Food y su lucha mundial por revolucionar la forma en que los alimentos se cultivan, se distribuyen y se comen. Para Petrini
la comida es una camino hacia la libertad. Si las personas pueden alimentarse, pueden ser libres. En otras palabras, si las personas pueden recuperar el control sobre el acceso a sus alimentos (cómo se producen, por quién y cómo se distribuyen), eso puede llevar a un mayor empoderamiento en todos los canales de la vida. Este libro nos da acceso a historias reales sobre los problemas alimentarios en el mundo que nos permiten visualizar modelos para el futuro.

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En julio de 2011, en cambio, el acontecimiento que más ruido provocó fue la huelga de Nardò, en Apulia. El año siguiente entrevisté para «Historias de Piamonte» (la sección semanal que escribo en las páginas locales del periódico La Repubblica ) a uno de los líderes de aquella protesta civil que finalmente llevó a la detención de terratenientes y capataces. Yvan Sagnet es un joven camerunés que había llegado a Turín en 2007 para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y que, cuatro años después, se encontró inmerso en una pesadilla. Cito una parte de aquel artículo porque explica bastante bien en qué consiste el fenómeno de la contratación ilegal y la explotación de los jornaleros:

«En el verano de 2011 descubrí que había perdido mi beca» —cuenta Yvan Sagnet—. «Encontrar trabajo se había vuelto más difícil. Necesitaba algo que me permitiera ganar un poco más de dinero y fue así como, siguiendo el consejo de un amigo, me fui a Apulia para recoger tomates y sandías. En Nardò me alojaron en una hacienda del Ayuntamiento que había sido transformada en un centro de acogida y donde algunas asociaciones locales de voluntariado intentaban hacer menos difícil la vida de los jornaleros. Allí me encontré con una pequeña ciudad africana, con comercios improvisados y, sin duda, mucha más gente de la que el sitio permitía. Tuve que comprarme un colchón por cinco euros, y enseguida me lo robaron. Para darme una ducha (en unas condiciones higiénicas terribles) había que hacer una cola de varias horas. El impacto de aquello fue traumático. Luego —continúa Yvan— vinieron los ‘capataces’ para asignarnos el trabajo. Primero seleccionaron a los inmigrantes con papeles, entre los cuales estaba yo, y se llevaron nuestros documentos. Solo después me di cuenta de que los utilizaban para cubrir el trabajo de quienes no tenían permiso de residencia, ya que a estas personas se las paga 2,50 euros por cada caja de tomates frente a los 3,50 de los regulares. Después de diez días de espera, por fin me devolvieron los documentos y empecé a trabajar.» Sus capataces eran sudaneses; recogían a los trabajadores a las cuatro de la mañana para llevarlos a los campos, al precio de cinco euros por cada desplazamiento. Tenían que trabajar de catorce a dieciséis horas seguidas, bajo el sol y con cuarenta grados, y estaban obligados a ir de la hacienda a los campos apiñados en un furgón cerrado y con las ventanillas tintadas. Tenían que pagar 3,50 euros por un sándwich y 1,50 por una botellita de agua, y no podían llevarse nada de la hacienda: «El primer día de trabajo creo que toqué fondo, recogí solo cuatro cajas de 500 kilos, estaba psicológicamente destrozado. Los otros, más expertos, conseguían hacer hasta quince o veinte cajas. Entonces me empeñé en mejorar. Llegué a una media de ocho, pero reuní muy poco dinero si se descuentan los gastos». ( Nota del autor: Hagamos la cuenta: ocho cajas suman 28 euros, de ahí hay que restar un sándwich y alguna que otra botellita de agua, y otros 10 euros para ir y volver de la hacienda; en total, menos de un euro a la hora por quince horas de trabajo). Después de cuatro días viviendo así, les impusieron condiciones de trabajo aún más duras: Yvan y algunos más decidieron cruzarse de brazos y blandir el que habría tenido que ser su contrato legal de trabajo, que estipulaba condiciones muy distintas. La protesta se difundió por toda la hacienda y empezó lo que luego se recordaría como la Huelga de Nardò. Los trabajadores lograron obtener condiciones mejores, pero, sobre todo, consiguieron que la situación fuera de dominio público, lo cual resultó decisivo para tramitar y aprobar una ley contra la contratación ilegal de jornaleros que llevaba tiempo olvidada en el Parlamento.

Hoy el buen Yvan, felizmente graduado, es un líder sindical. Ha estado en televisión y muchos han escrito sobre él. Su historia es ejemplar, pero nos recuerda que, pese al endurecimiento de las leyes, el fenómeno sigue vivo. Igual que llegan a Saluzzo, los inmigrantes llegan a otros muchos sitios. Tienen hambre, solo piden trabajar. Y caen en situaciones espantosas, en muchos casos bajo un manto de silencio. Hace unos años, un reportaje de L’Espresso hablaba de personas muertas por extenuación y enterradas a la buena de Dios, puesto que no tienen nombre ni papeles. Y podría seguir.

Por desgracia, nuestro consumo de fruta y verdura puede convertirse en cómplice de esta vergüenza. Es casi imposible tener la seguridad de que un tomate, un melón, una sandía, una naranja o una clementina no hayan pasado por unas manos desesperadas. Sin duda, si esto se supiera, nadie compraría. Pero ni esos trabajadores inmigrantes ni nosotros somos libres. La gastronomía, desgraciadamente, también es esto. Es necesario liberarla también en esta dirección. «Bueno» y «limpio» son, tal vez, más fáciles de entender, entre otras razones porque hemos dado importantes pasos hacia adelante. Pero si alguna vez te has preguntado qué se entiende por «justo» en esa tríada, en fin, creo que ya te puedes hacer una idea. Y creo también que habrás entendido que queda muchísimo trabajo por hacer, en Italia y en el resto del mundo, hasta conseguir que se respeten los derechos más elementales de millones de campesinos y trabajadores del campo.

17 Fenómeno muy difundido en Italia (sobre todo, en el sector de la agricultura y de la construcción) que se basa en la explotación ilegal de mano de obra de bajo coste por parte de un capataz abusivo. [N. de los T.]

9

UNISG

En 1998 logré entrar en un lugar que llevaba décadas atrayendo mi curiosidad. Cada vez que pasaba por la pequeña plaza central de Pollenzo —una aldea de origen romano a las afueras de Bra—, me preguntaba qué habría más allá de una gran verja que estaba recubierta de hiedra, maleza y zarzas, situada en el lado opuesto de la iglesia parroquial que se había construido a mediados del siglo XIX en un neogótico extravagante. Al lado de aquella verja, el Ayuntamiento había instalado unos grandes paneles metálicos que servían para colgar carteles electorales en época de elecciones y anuncios publicitarios durante el resto del año, pero más allá de ellos, emplazada en la parte privada de aquella gran finca que había pertenecido a los Saboya, se vislumbraba una voluminosa construcción con dos torreones y, un poco más lejos, un castillo que también se encontraba cerrado al público. Desde que hacía años fue vendido a una familia de antiguos industriales, nadie podía meter allí la nariz, y mi curiosidad no paraba de crecer. Me enteré de que aquella gran construcción había sido separada del castillo y puesta a la venta. A pesar de no tener una lira en el bolsillo, decidí que la íbamos a comprar. Al menos, tenía una buena razón para entrar y echar por fin un vistazo.

L’Agenzia di Pollenzo —así se llama la propiedad— había sido construida a lo largo de la primera mitad del siglo XIX por Carlos Alberto de Saboya, al mismo tiempo que la iglesia, los soportales de la plaza, una original torre almenada y el propio castillo. Se trataba de una granja real, neogótica por fuera y neoclásica por dentro, de planta cuadrada. Enorme. Por desgracia, cuando yo entré se encontraba en un estado lamentable. Construida por los Saboya como sede de las oficinas desde las que gestionaban y administraban sus propiedades, y como lugar donde almacenaban grano y otros productos agrícolas procedentes de las extensas tierras reales, ahora hacía las veces de establo y de depósito de maquinaria agrícola. Además, estaba dotada de una amplia bodega que, como supe después, fue el lugar en el que el general Staglieno, amante de los vinos, realizó los primeros experimentos para volver más longevo el barolo y permitirle competir con los vinos franceses que se bebían en la Corte. La Agenzia era uno de los centros de actividad agrícola de la realeza piamontesa e italiana. En 1998, tras caer en el olvido, aún cumplía parte de su propósito. Era un almacén para productos y maquinaria agrícola, y contaba con una pajarera donde criaban faisanes que eran liberados durante la temporada de caza y con un corral para pollos y conejos. El edificio, muy bonito y muy grande, se caía a pedazos, y la reparación costaría una fortuna.

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