Antonio Jesús Pinto Tortosa - La conjura de San Silvestre

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El abogado Pedro Carmona llega a Madrid en la Navidad de 1853 de la mano de su mentor, Ramón de Sotomayor, con la intención de hacer fortuna en la capital. Un misterioso asesinato en el que se ve involucrado fortuitamente complicará su trabajo en un clima político convulso, en pleno declive del gobierno moderado del Conde de San Luis. El protagonista, a quien recordamos de Un trienio en la sombra, intentará encontrar la serenidad personal y el temple profesional para llegar hasta el final y desenmarañar la trama, en un contexto político que propiciará la Revolución de 1854.Diez años después de haber resuelto el asesinato de Antonio Robledo en Antequera, la providencial cita es ahora con el pasado, con el presente y con el futuro, en la ciudad de Madrid.¿Conseguirá Pedro Carmona por fin hacer justicia?

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Tras ellos, deseoso de pasar desapercibido, aunque era difícil con el atuendo que portaba, marchaba a pie, aislado de todos y por todos rechazado, don Luis Sartorius, conde de San Luis y, a la sazón, presidente del Consejo de Ministros. Aquel sujeto, oriundo de Sevilla y orondo de constitución, llevaba poco tiempo en el poder, pero batía récords a la hora de ganarse el desafecto de cuantos se citaban día a día en la carrera de San Jerónimo. Tan rápido crecía su impopularidad, que el propio Martínez de la Rosa, presente, ya a su avanzada edad, en el atardecer del liberalismo isabelino, debía sentirse dichoso por haber gozado de un poco más de tranquilidad que aquel hombre. Sartorius se había caracterizado solo por un rasgo, reconocido por todos, defensores y detractores: su incapacidad para escuchar a los demás. Las voces de crisis posteriores a la caída de Bravo Murillo, los rumores de desgaste del gobierno moderado, y lo que era peor, las llamadas a la reforma necesaria, habían encontrado en él una firme pared contra la que rebotaban, sin conseguir penetrar ni el menor poro de su piel. Entonces los asistentes no lo podían saber, y quizá él mismo se mantenía a la zaga de ellos para evitar que el murmullo de sus pensamientos se filtrase a las cabezas vecinas, pero San Luis había encontrado ya la fórmula para evitar toda crítica: disolver el Congreso de los Diputados. ¿Cuándo? El tiempo lo diría; de momento, él se limitaba a preparar las gestiones y obrar con cautela, para soltar la liebre en la ocasión oportuna y dejar a todos sus enemigos, que eran todos los políticos, sin capacidad alguna de reacción.

Tras el presidente se veía a los albaceas testamentarios y a los ministros del gabinete en ejercicio, cerrando la procesión un piquete de caballería de la Guardia Civil, junto con una larga fila de 186 coches. Esta larga comitiva marchó hacia la calle de Alcalá y entró en la carrera de San Jerónimo por la Puerta del Sol, epicentro de la activa vida urbana, en la cárcel de ilusiones que era Madrid. Precisamente en aquella misma calle, bajando hacia Recoletos, se hallaba no solo el Congreso de los Diputados, sino también la sede de La Nación, periódico subversivo que había sido clausurado por el Gobierno, en un anticipo de su inminente golpe de autoridad. Al pasar junto al local de dicho diario, en apariencia vacío y desierto por orden gubernamental, alguien arrojó otra corona de laurel sobre el ataúd, con tan mala puntería que el enser en cuestión cayó a los pies del conde de San Luis, paralizado ante tan imprevista maniobra.

Aquel infeliz acontecimiento estuvo a punto de abortar la paz y respeto que se respiraba en cada esquina, entre las cabezas de la gente y los murmullos de sentimiento sincero hacia aquel que se iba de este mundo. En efecto, uno de los guardias a caballo miró hacia el lugar de procedencia de la corona de laurel y, concluyendo que en La Nación alguien estaba aprovechando para lanzar un mensaje desafiante al Consejo de Ministros, se dispuso a abandonar la comitiva para subir e inspeccionar el local donde el periódico había estado funcionando. Un oficial lo detuvo y, ante el intento de desasirse de la mano de su superior, Martínez de la Rosa medió, sereno pero contundente:

—Señores, repórtense. —Y señaló al ataúd, como si aquellos individuos hubiesen olvidado a qué habían ido hasta allí—. Don Juan no merece que se le despida en medio de violencia.

Aquello fue suficiente para hacerles entrar en razón y disipar el débil nubarrón que había asomado tímidamente por el horizonte. Siguió, entonces, la marcha fúnebre su camino, sin registrar nuevos incidentes. Así, en medio de nuevas muestras de sentimiento y condolencia del pueblo madrileño, fue avanzando la macabra compaña por Recoletos y la puerta de Atocha, hasta que finalmente llegaron al destino eterno del liberal redomado: el cementerio de San Nicolás. Hubo momentos en que la Guardia Civil quiso intervenir de nuevo, porque las masas se agolpaban contra el enrejado de la puerta y a lo largo del paseo principal del camposanto, pero poco podía hacerse: en el fondo, era de agradecer aquella muestra de afecto ante los restos de don Juan de Dios. Creían ellos, ingenuos, que esto no era sino el reflejo del amor generalizado a todos los protagonistas de la vida pública española. No se daban cuenta, pensando de esta forma, de que en realidad los españoles podían ser sumisos, pero nunca tontos, y sabían tan bien reconocer a quien se lo merecía, como despreciar a quienes les apretaban día a día. «Habría sido interesante», seguía pensando Luis el Boticario, que caminaba junto a su hijo y observaba el entierro desde la entrada al cementerio, «ver cuánta gente habría venido hasta aquí si el muerto fuese, sin ir más lejos, cualquiera de quienes portan las cintas del ataúd».

Martínez de la Rosa, «Rosita la Pastelera», imbuido del respeto y el sentido del honor que solo los años saben imprimir en el carácter humano, dio entonces muestras de una nueva exquisitez de carácter y pidió al enterrador:

—Por favor, mozo. —Depositó la mano en el hombro de su interlocutor, para transmitir afecto y granjearse así mayores garantías de obediencia—. Tenga la bondad de abrir el féretro un momento.

Se asombraron quienes le oyeron, pero él se apresuró a aclarar, mirando ahora a todos:

—Es de ley que la corona de laurel repose sobre la frente de quien tanto la mereció, en lugar de quedar sobre el ataúd, expuesta a la podredumbre, sin que el bueno de don Juan tenga la dicha de disfrutarla en el más allá. —Miró a algún político que le rehuyó los ojos, previendo el latigazo que se avecinaba—. Ya que tantos se la negaron en el más acá.

Obedeció el operario y todos pudieron contemplar, por última vez, el rostro de don Juan Álvarez Méndez, sereno y candoroso, como siempre, transmitiendo esa misma sensación de seguridad e imprudencia divertida que le habían valido tantos cumplidos, amistades y enemistades a lo largo de su prolífica existencia.

Llegó entonces el momento de los responsos, correspondiendo el primero al general Evaristo San Miguel, progresista que había compartido con Mendizábal muchas horas de tertulia animada, planeando un mejor futuro para España. «Este país», se decía el general, antes de iniciar su discurso, «nunca supo darnos la ocasión para ayudarle tanto como necesita. Pero me queda un consuelo: sí que me brindó a mí la oportunidad de gozar la amistad de Mendizábal. Y esa es una satisfacción que me llevaré a la tumba conmigo». Más dado a la reflexión introspectiva que a la verborrea y al don de palabra, el suyo no fue un responso a la altura de la figura política que a punto estaba de ser engullida por la tierra.

A hacer justicia al finado acudió, otra vez, Martínez de la Rosa, que en aquella única tarde parecía dispuesto a compensar al mundo por la estulticia de que había hecho gala mientras estuvo al frente de la Nación.

—Hay hombres —explicaba Luis a su hijo Enrique, aludiendo a Rosita la Pastelera—, que parecen hechos para permanecer en segundo plano, hijo. Allí actúan a la perfección y son pulcros a la hora de cumplir su trabajo. Sin embargo, cuando sienten las luces sobre sí mismos, y la mirada de todos concentrada en su nuca, no hacen sino cometer un despropósito tras otro.

Asentía el joven Enrique, extasiado en la contemplación de los uniformes de la Guardia, y en la dignidad que afectaban los políticos allí reunidos. Todos menos el conde de San Luis, pues no por joven escapó aquel detalle al tierno adolescente, que ya tendría tiempo para descubrir, poco a poco, las luces y las sombras del ejercicio político de este lado de los Pirineos.

El silencio se hizo aún más evidente cuando Rosita la Pastelera se llevó el puño a los labios, carraspeó para llamar la atención de toda la concurrencia, tanto la de dentro del cementerio como la que aguardaba fuera, y sin mirar ningún papel, dio rienda suelta a las palabras que se formaban en su cabeza:

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