Antonio Jesús Pinto Tortosa - La conjura de San Silvestre

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El abogado Pedro Carmona llega a Madrid en la Navidad de 1853 de la mano de su mentor, Ramón de Sotomayor, con la intención de hacer fortuna en la capital. Un misterioso asesinato en el que se ve involucrado fortuitamente complicará su trabajo en un clima político convulso, en pleno declive del gobierno moderado del Conde de San Luis. El protagonista, a quien recordamos de Un trienio en la sombra, intentará encontrar la serenidad personal y el temple profesional para llegar hasta el final y desenmarañar la trama, en un contexto político que propiciará la Revolución de 1854.Diez años después de haber resuelto el asesinato de Antonio Robledo en Antequera, la providencial cita es ahora con el pasado, con el presente y con el futuro, en la ciudad de Madrid.¿Conseguirá Pedro Carmona por fin hacer justicia?

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Ley de vida era que la gente se hiciese mayor y que incluso abandonase este valle de lágrimas para encontrar una existencia diferente: como polvo, para los agnósticos, y como dichosos convocados al Reino de los Cielos, según los creyentes. Así y todo, era mucho más fácil asumir la irrevocable naturaleza de las cosas cuando moría gente de alrededor, que cuando tocaba a uno llevar luto por un ser querido. Luis había estado bien curtido en tales lides, dado que su madre les había dejado cuando él aún era muy joven, víctima de aquella epidemia de cólera morbo que, a más de menguar a casi la mitad de la población, había exacerbado los instintos de la otra media, dando paso al nada edificante episodio de la quema de conventos en el verano de 1834. El caso de su esposa era diferente: rodeada siempre de un entorno familiar amigable, la muerte de su padre le golpeó con dureza, amenazando con sumirla en una depresión de la que vino a rescatarle su retoño, que no tuvo la fortuna de conocer a don Germán. Cuando tocó el turno a su madre, y el taller de costura de la calle de Atocha se quedó huérfano, el impacto fue mucho mayor en términos personales y sociales, pero ella supo diluirlo de mejor forma.

Los años habían pasado, trayendo una sensación ficticia de sosiego a toda la prole, de modo que la muerte del padre de Luis, el antiguo boticario, volvió a sorprender a aquella compañía de tres en horas bajas. Luis intentó rehacerse porque su hijo y su mujer así se lo merecían, ya que no era plato de buen gusto ver pasar los días junto a alguien que se resiste a insuflar nuevo fuego a su espíritu. A ello le ayudó el trabajo, que apenas le daba tregua. Quedaba, pues, tranquilo, porque poco más se podía esperar, una vez desaparecidos los cuatro abuelos. «Los próximos seremos nosotros», pensaba él, «pero para eso aún queda», intentaba consolarse al mismo tiempo, imaginando una vejez apacible al lado de su mujer, su hijo y, por qué no, sus nietos (en plural). Por todos estos motivos, aquella nueva noticia supuso un jarro de agua fría: carecían de cualquier vínculo con el cuerpo transportado en el féretro, mientras el pueblo se amontonaba a ambos lados de la calle y guardaba un respetuoso silencio, pero sentían que con él se iba algo más que una simple persona mortal.

Juan Álvarez Méndez, que había pasado a la historia como Mendizábal, primer ministro durante los años iniciales del reinado de Isabel II, y titular después de la Cartera de Hacienda, tenía solo sesenta y tres años cuando le sorprendieron las Parcas. Como suele ocurrir en estos casos, el ánimo macabro de cada hijo de vecino dio pábulo a todo tipo de rumores, entre los cuales los preferidos fueron dos: primero, «si ya se sabía que estaba muy enfermo; ¿no veíais la mala cara que tenía el pasado verano, cuando nos lo cruzamos por la calle?»; después, «dicen que la reina madre siempre estuvo enamorado de él y que había ordenado envenenarle». Ambos absurdos, el primero por presunción de algo que nadie podía conocer, salvo quienes frecuentasen la compañía de aquel caballero, pero nadie de entre los que pronunciaron aquella infame frase podía contarse en tan afortunada concurrencia. Y el segundo, simplemente, porque era una mentira como una catedral, que solo querían creerse los necios aburridos con la monotonía de su propia vida, sintiendo la necesidad irrefrenable de emponzoñar la de los demás.

Lo único cierto era que la muerte había cogido desprevenida a toda la opinión pública, fundamentalmente porque aquel personaje había conseguido algo muy difícil: ganarse el respeto de propios y extraños, mostrándose ante el conjunto de la sociedad como un individuo respetable, que siempre obró en defensa del bien común y jamás buscó su propio lucro. De hecho, y esto sí parecía cierto, su situación económica no había sido nada desahogada cuando le llegó el turno de presentarse ante el Creador. Esta buena imagen generalizada granjeó a Mendizábal respeto en vida y, como cabía esperar, un tributo proporcional cuando sus restos mortales salieron a las calles de Madrid en aquella mañana neblinosa. El cortejo fúnebre se vio compuesto, desde hora muy temprana, por un volumen de gente tan nutrido como no recordaba haberse visto en ninguna otra ocasión similar.

Para empezar, se personaron en su casa rostros destacados tanto de las filas moderadas como del sector progresista, cuyos carruajes ocuparon, desde bien temprano, las inmediaciones de la residencia del difunto don Juan de Dios. Se sucedieron varias horas de pésame y condolencia a la familia del finado, para disponer posteriormente la comitiva que habría de conducirle hasta el cementerio de San Nicolás. Cuál sería la sorpresa de los allegados de don Juan, que se contaban tanto entre sus partidarios como entre quienes ocupaban las filas de la oposición, cuando contemplaron la calle inundada de gente a las doce de la mañana, hora dispuesta para la partida. Debieron, por tanto, las autoridades emplear un rato en despejar un poco el camino y convencer a la muchedumbre de que se corría serio riesgo de una avalancha popular. Solo entonces, pasadas las doce y media, hizo el noble exprimer ministro su primer y último desfile triunfal por las calles de la capital, pues ha de decirse que, pese a su fama y buen hacer, jamás se prestó nuestra España a rendirle honores en vida; novedad donde las haya.

Cuatro guardias civiles a caballo precedían a la comitiva, seguidos por los pobres de San Bernardino. Traspasada esta primera línea de aquella mortuoria batalla, se vislumbraba el féretro del prohombre fallecido, portado en el carro de veteranos, del cual tiraban seis caballos enlutados con penachos negros. Escoltando los restos mortales de Mendizábal podía apreciarse a los porteros del Congreso y a otros guardias, en este caso de infantería, ataviados con su traje de gala. Llamaba poderosamente la atención el pendón que cubría el ataúd: el escudo del Reino vecino de Portugal. Mucho tenía que agradecer aquel país a nuestro difunto, dado que habían sido sus gestiones las que habían posibilitado el triunfo de la causa de María da Glòria frente a su tío, el absolutista don Miguel. Mayor motivo de escarnio era, pues, este detalle para nuestro país, que ni siquiera supo honrar los restos del mercader gaditano con una mínima presencia de la Casa Real, que tanto le debía. ¿Por qué sería, se preguntaba Luisito el Boticario, observando aquel espectáculo, que esta España sabe pagar tan mal a quienes por ella dan todo cuanto tienen? Sobre el escudo una corona de laurel, depositada donde debía encontrarse la cabeza de Mendizábal, concluía el ornato de aquel triste depósito de los restos de tan brillante prócer de la patria.

Seis cintas pendían de los laterales del féretro, tres a cada lado, portadas por quienes evidenciaban la calidad humana de Mendizábal: a la derecha, el moderado Joaquín Francisco Pacheco, seguido por Salustiano de Olózaga, de la cuerda del fallecido, y Francisco Martínez de la Rosa (cuán triste no sería la ocasión, que hasta este último había renunciado a sus afeites de costumbre para acompañar al desfile mortuorio con la austeridad requerida). A la izquierda, don Juan Bravo Murillo, que en boca de todos había estado hacía varios meses, Joaquín María López y Evaristo San Miguel. ¿Podía imaginarse escolta más variopinta para los restos de aquel que combatió con tanta sarna a la reacción, abrazando decididamente la causa de la libertad? Esa era, a todas luces, la clave de la grandeza: que no reside en lo que uno construye sobre sí mismo, sino en la estima que los demás le tienen, sin motivo aparente, y en ocasiones contra todo orden natural imaginable. Porque el afecto de verdad, el que no se compra ni se vende, es igual a la fe: inexplicable, irracional, y capaz de mover montañas.

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