Luego la mirada de S vagó por las paredes del café. Recuerda que había muchos cuadros con las escenas más famosas de la brillante carrera de Muhammad Ali. En otros se apreciaban los retratos de algunos de los simbolistas franceses. Qué combinación tan extraña, pensó. Le llamó la atención uno en especial. Estaba a espaldas de Lila, en la parte más alta de la pared. Se trataba de la reproducción del cuadro más famoso de Fantin-Latour. Aquel donde Rimbaud posa junto a Verlaine.
Su taller quedaba cerca del café y le dijo que la acompañara. No le preguntó si tenía tiempo, tan solo dijo «acompáñame». Tampoco fue una orden. Lo sintió más bien como una invitación sutil y espontánea. Sabía que el efecto de las pastillas se iría diluyendo con el paso de los minutos y, sin embargo, aceptó.
Tras las ventanas el día se adivinaba luminoso. Ya comenzaba a odiarlo.
Salieron del café.
8
¿Pudiste dormir?
Era Jansen. Estaba sentado a mi lado. Quería mentirle, pero me había inspirado tanta confianza el día anterior que fui incapaz. Le dije que no.
Yo tampoco. Aquí nadie duerme, dijo, y tras cavilar varios segundos, agregó: salvo la recepcionista.
Y arrojó una sonora carcajada.
Pude observar el interior de su boca. Me pareció que tenía más dientes de lo normal, afilados y diminutos, y que, bajo la luz del sol, poseían un brillo dorado. Los dientes de un cocodrilo, pensé. Su cabeza era pequeña y se adivinaba maciza. Podría arrojarse desde un alto edificio y su cráneo permanecería intacto. La mitad de la cara estaba tupida por una gruesa barba que comenzaba a escalar feroz desde su garganta. Y no me engañaba: tenía la apariencia de alguien que no ha dormido. Mientras reía, su mano aún continuaba descansando sobre mi hombro.
Su risa se fue apagando. Se quedó en silencio un instante y luego me preguntó si ya conocí a Fabiola. Mi hombro se liberó del peso de su mano. Hizo un movimiento veloz y señaló con el índice hacia el área donde se encontraba el hombre que mascullaba unos versos. Ahora estoy seguro de que eran unos versos.
¿No debería llamarse Fabio?, pregunté.
Fabio es el otro. Me refiero al cerezo. Nunca toques ese árbol si no quieres tener problemas con Fabio.
Dije que sí con la cabeza.
Jansen sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Fumamos sin hablar. Tan solo mirábamos a Fabio regar las hortensias que rodeaban a su árbol. El sol había encumbrado y ahora sentía que la piel del rostro me ardía. Le pregunté la hora y Jansen me mostró las muñecas.
A nosotros tampoco nos dejan llevar reloj. Si quieres saber la hora, Fabio es muy puntual. Se levanta a las seis y comienza a lavar las flores del cerezo con un paño húmedo. Esto le lleva aproximadamente una hora. Después pasa a regar los hortensias. Por la sombra del cerezo calculo que deben de ser las ocho. El sol es la mejor medicina contra la depresión. Aquí no hay inviernos.
Observé los muros de Vurgolz. Eran altos y arrojaban una sombra tenue sobre los jardines interiores. Una sombra más bien parecida a una película gris, tras la cual la idea de protegerse bajo ella quedaba expuesta como una ocurrencia ingenua. No tenía ni la más mínima intención, pero era evidente que cualquier intento de fuga sería inútil.
Jansen se levantó, arrojó una colilla aún encendida y con un gesto del rostro me indicó que lo acompañara.
Me dijo que le había costado mucho trabajo ser designado a este pabellón. Tú eres un tipo tranquilo, me dijo. Tal vez intentas proteger a alguien, pero sé que eres inocente.
Recorrimos los pasillos del hospital y mientras avanzábamos me iba explicando el funcionamiento de Vurgolz. A las nueve sonaba el timbre del desayuno. No era necesario asistir. Al mediodía el mismo timbre indicaba el almuerzo. Este sí era obligatorio. El piso era reluciente y la pintura de las paredes celestes parecía fresca. Cada tanto se llevaba las manos a los bolsillos como si hubiese perdido algo o como si ese algo estuviese en sus bolsillos y solo quisiera cerciorarse de que permanece ahí.
Tienen una hora de televisión después de la cena. Z se encarga del contenido. Nada de escenas violentas o tristes.
¿Quién es Z?, pregunté pese a que lo sabía.
Ya lo conocerás. Tienes una reunión con él en la tarde. Se detuvo un instante, hurgó en los bolsillos del pantalón y lanzó una maldición. Luego me miró fijamente a través del cristal de sus grandes anteojos. Dijo: debes tener mucho cuidado con Z.
¿Por qué con Z?
Porque es Zeus, dijo. Uno debe tener cuidado con los dioses. Te vas a sentar frente a él y vas a colocar las manos juntas con los dedos entrelazados sobre tu abdomen. Hizo el gesto: juntó las manos sobre su barriga prominente. No es necesario responder a todo lo que te pregunte. Respecto a tu caso, di que sigues sin recordar lo que pasó. Luego permaneció en silencio e imaginé el andar caótico pero a la vez seguro de sus pensamientos. ¿Recuerdas lo que pasó?
Dije que sí con la cabeza.
Muy bien.
Subimos unas escaleras y nos paramos delante de una puerta blanca de doble hoja. Jansen se sacó la insignia que llevaba en la solapa de la bata y utilizó el alfiler como ganzúa. Logró abrir la cerradura. Era su oficina. Entré tras él y el lugar me agradó de forma instantánea: gruesas cortinas cubrían las ventanas. Una pequeña bombilla que arrojaba una delicada luz ámbar colgaba del techo. Su oficina era un lugar atemporal. Era, tal vez, el único lugar que no se había dejado arrastrar por la simetría y la limpieza excesivas y propias de un hospital psiquiátrico. Todos sabemos que el orden solo sirve para enjaular a la mente humana y su tendencia al delirio.
Siempre olvido las llaves dentro, dijo.
A continuación, se sentó al escritorio y sacó mi historial clínico.
Siéntate e imagina que soy Z. Tú no serás tú. Tú serás quien yo diga, ¿estamos de acuerdo?
Me senté. Dije que sí con la cabeza.
No. Muy mal. Yo soy Z y ya te hubiera cambiado de pabellón. No quiero gestos, quiero palabras. Verbaliza, S. ¿Estamos de acuerdo?
Sí.
Bien. Tú serás quien yo diga porque quiero protegerte. Tú proteges a alguien y yo te protejo a ti. ¿Te das cuenta de que en el mundo real aún queda un poco de reciprocidad?
Estuve a punto de decir que sí con la cabeza.
Me doy cuenta, dije.
Vurgolz no es el infierno. ¿Has visitado la pieza que está a tres puertas de tu dormitorio? Hay una biblioteca bastante aceptable. Son los libros donados por Z. Novelas que han pasado por censura previa, así como los programas que se emiten por televisión. A Z no se le escapa nada y por eso es muy difícil engañarlo. Tenemos mucho trabajo antes de tu entrevista con él. Vurgolz es un gran lugar, pero tú estás en el sitio equivocado.
La silla era de madera. Me sentía incómodo. Era una silla que tenía la expresa función de incomodar. Pegué la columna al respaldar y coloqué las manos con los dedos entrelazados sobre mi abdomen.
¿Recuerda la noche del incidente?
En absoluto.
Jansen dijo: muy bien. Entonces abrió la boca y soltó una larga carcajada que se fue a perder al fondo de su espaciosa oficina rectangular. Pensé en los dientes de un cocodrilo. Un cocodrilo que pretendía salvarme la vida.
Ahora continuemos con las preguntas más difíciles, señor S.
9
Sucedió mientras transcribía una entrevista. Se la hice al gran Kazbek. Según órdenes de Herbert, cuando los libros que nos llegaban eran incomprensibles, había entonces que hacer entrevistas a los autores y no reseñas. El libro de Kazbek cumplía con ese único requisito de ser incomprensible.
Podría tratarse de una novela, pero existían muchos elementos que la hacían imposible de encasillar en el género. Por ejemplo, hacia la mitad del libro se había insertado un poemario cuyo autor era el personaje sobre el que se centraba toda la historia.
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