Stuart Flores - La velocidad del pánico

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Un crítico literario ha sido asesinado brutalmente. Las sospechas recaen sobre S, un periodista que padece un severo trastorno mental. Recluido en un hospital psiquiátrico, nuestro protagonista reflexionará sobre el funcionamiento de la realidad y los peligros que entraña.Narrada desde distintos puntos de vista,
La velocidad del pánico es una novela sobre la amistad y el amor, y también un thriller sobre escritores enfermos de literatura. Pero es, sobre todo, un recorrido por los laberintos de una mente delirante. Stuart Flores (Huancayo, 1986). Estudió periodismo, profesión que ejerció durante algunos años hasta que el agotador ritmo de trabajo terminó por hartarlo. Apartado de la prensa escrita, comenzó a probar suerte en áreas mejor pagadas, como la docencia y los premios literarios. Nació el mismo día que Eielson y Kaspárov, hecho que podría explicar su persistente ambición en los terrenos de la poesía y el ajedrez. A raíz de un afortunado accidente, disfruta de un severo insomnio que le permite leer y escribir en las horas más tranquilas. Consecuencia de esto es su libro de cuentos
La muerte es una sombra (2013) y el poemario
ele (2018).
La velocidad del pánico fue finalista el 2016 del 8.° Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro. Recientemente obtuvo el premio Cope de Oro en la categoría Cuento. Su cima literaria, sin embargo, fue haber compartido una larga conversación con Juan Bonilla (café y cigarrillos incluidos).

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Quise ser así, como Tonino. Publicar más, tener un buen trabajo, correr todos los días y luego correr una maratón. Correr pensando en lo que más tarde escribiría. Pero el insomnio lo anulaba todo. Ponía el despertador a las seis de la mañana y me acostaba a las diez de la noche. Daba vueltas en la cama alrededor de tres horas. Luego tomaba las pastillas para dormir. Como las pastillas demoraban en hacer efecto, le sumaba una o dos o tres horas más al despertador. Me levantaba aún con mucho sueño y aletargado al mediodía, hora en que el mundo ya ha comenzado su ajetreado ritmo de oficinista colmado de encargos.

No podía ser como Tonino nunca.

Pienso en Tonino como mi antítesis. Alguna vez lo nuestro se pareció a una amistad literaria. Leíamos los mismos libros y opinábamos sobre los autores que más nos desagradaban. Y todo coincidía. Mis cuentos, antes de ser publicados, los leyó él. Y le gustaron mucho, según me dijo. Fue el primer elogio que recibí. Un elogio sincero. Quiero creer que fue así.

Muchas veces pensé que podía vencer la enfermedad y veía en Tonino a un paradigma. Me imaginaba durmiendo mis ocho horas necesarias, despertando luego muy temprano para salir a correr o a enseñar literatura en alguna universidad, escribiendo por las tardes, tomando un café con Lila al final del día, contándonos lo que nos había ocurrido en nuestras respectivas jornadas. Pero había una brecha ineludible entre ambos. Y ante ese abismo solo cabía la resignación.

En la maleta que me ayudó a empacar Lila, y sin que yo se lo pidiera, ella guardó la reedición de la primera novela de Tonino. La que nunca me autografió.

3

Conoció a Lila durante una entrevista.

Había visto sus cuadros en las galerías del centro de la ciudad. Nunca le impresionaron pero le causaba cierta extrañeza que en casi todo lo que pintaba apareciera el mismo personaje: un hombre calvo y vestido de negro y que sostiene un maletín con ambas manos. En muchas de sus pinturas este personaje es el elemento central. En otras, aparece en alguna esquina del lienzo, y siempre de pie y sosteniendo el maletín. Lo cierto es que, cuando le tocó escribir sobre una de sus exposiciones para la revista donde trabajaba, resaltó la presencia constante del hombre calvo, aunque no sabía cómo interpretarlo.

Tampoco tenía muchas referencias de Lila. Lo único que sabía de ella era lo que aparecía en la nota biográfica que acompañaba a algunos artículos en torno a su obra y un par de fotografías suyas publicadas en los diarios. Había nacido en la capital y se había formado de manera autodidacta. Recibió una beca para estudiar en Basilea y de allí venía, luego de tres años, para exponer un conjunto de cuadros en donde retrataba su experiencia europea. Sus cuadros se vendían bien. Lila estaba en su mejor momento. Fue en esa época en que el editor de la revista le dio el encargo de entrevistarla y así lo hizo.

Ella lo esperaba en un café del centro de la ciudad. Antes de entrar al lugar, se asomó por la ventana para espiarla. Lucía igual que en las fotos: cabello negro y corto, y una piel muy pálida que le daba una apariencia enfermiza. Estaba sentada y escribiendo en una libreta. Al lado tenía ocho o nueve tazas de café. S no lo recuerda con exactitud. Aún faltaba más de media hora para su cita y ella estaba allí, apuntando algo en la libreta y mirando su reloj cada cierto tiempo y con impaciencia.

Aquella noche apenas había podido dormir. Venía empastillado desde que había salido de casa y el mundo podía ser, gracias a los fármacos, un lugar placentero durante algunas horas. Solo durante algunas horas. Por lo tanto, no esperó hasta que dieran las nueve (hora en que habían fijado la cita) y entró al café.

Se acercó titubeando a su mesa. Sabía que Lila lo esperaba pero, pensó, quizá había llegado más temprano para disponer de su propio tiempo.

Hola, le dijo. Soy S.

Hola, S. Mucho gusto.

Le extendió la mano y él la tomó. No puede explicar el por qué, pero le gustó sentir aquellos dedos delgadísimos cubiertos por una lechosa piel fría, una piel fría que meses después lograría tornar cálida. Observó la ropa de Lila. Su atuendo era inusual. Llevaba un traje oscuro, como una chica de oficina, y de inmediato se le cruzó por la cabeza la imagen del hombre calvo de sus pinturas. Un hombre al que siempre retrataba con un traje negro, semejante al que llevaban los escritores que llegaban de otro continente tal vez porque huían de alguna guerra o, en la mayoría de casos, como lo ha demostrado la historia de la literatura, de ellos mismos.

Y allí estaba por fin Lila y tenía el rostro cansado. El rostro de alguien que no ha dormido o de alguien que tiene un pensamiento obsesivo, el cual empieza a desmadejar apenas se encuentra solo. El tipo de rostro que le gusta a S porque, pese a la expresión de agotamiento, mantiene aún la belleza que lo caracteriza. Incluso pensó que una mujer es bella si aquel atributo aún permanece dibujado en su rostro luego de una noche en blanco. Lila era bella en aquel momento. Lo fue de allí en adelante.

La frialdad de su mano se había adherido a la suya apenas la soltó. Tuvo unas ganas inmensas de tocarle la frente y el cuello para comprobar si toda ella estaba helada, como una persona que ha pasado muchas horas sumergida en el mar. Quizá por eso es que toma tanto café, se dijo.

Mientras sacaba la grabadora de su mochila, notó que Lila guardaba con cierta prisa la libreta en la que había estado escribiendo. Sin duda, irrumpir en su mesa media hora antes de su cita había sido un acto impertinente.

¿Te molesta si fumo?, le preguntó.

Sí. Sí le molestaba cuando la gente fumaba a su alrededor. En la redacción todos fumaban y apenas se podía respirar. Sin embargo, ya la había importunado y tenía que hacer alguna concesión.

No, dijo.

Hablaron de sus últimos trabajos y durante la conversación Lila pidió una taza de café tras otra. En alguna parte de la entrevista ordenó para S un vaso de agua sin que él se lo pidiera. Casi al final le soltó la pregunta del hombre calvo. Cree que esa fue la única cosa que lo empujó a entrevistarla. Quería saber por qué aquel personaje estaba en casi todos sus cuadros. Necesitaba saber qué significaba. Su respuesta lo dejó aturdido.

4

La primera noche en Vurgolz me la pasé leyendo la novela de Tonino. Se titulaba El síndrome de Hemingway y al llegar a las últimas líneas me di cuenta de que ya había comenzado a amanecer. Jansen y yo habíamos arribado al hospital muchas horas antes, justo cuando el cielo de domingo empezaba a oscurecerse.

Visto desde fuera, Vurgolz parecía un castillo inglés, ampuloso y elegante. Es un buen comienzo, pensé. Luego, en el mostrador de admisión, una mujer gorda y de escasos cabellos rubios me hizo llenar una pequeña ficha:

INFORMACIÓN DEL PACIENTE

Nombre: S

Sexo: Varón

Lugar de nacimiento: Helvia

Profesión: Periodista

Jansen me condujo a una habitación donde me desnudó y tomó nota de mi talla y peso. Luego me llevó a un cuarto de baño dentro de la misma pieza y me colocó debajo de una regadera. El agua estaba tibia y, con una esponja enjabonada, Jansen me restregó todo el cuerpo. Después de la ducha me secó con una toalla haciendo suaves masajes en mi piel. Salimos del cuarto de baño, y del cajón de un escritorio sacó un paquete y lo abrió con los dientes. Extrajo un pantalón, un calzoncillo y una camisa celestes. Ordenó que me sentara en una camilla y se encargó de vestirme. Lo hacía todo de forma impecable y metódica. Sin embargo, su trato no fue mecánico. Sería falso y mezquino de mi parte decir algo parecido. En cada gesto suyo percibí una cosa muy semejante a la ternura.

Luego me condujo a mi habitación. Me preguntó si tenía problemas con los números impares. Le dije que no. Tal vez en los años impares me iba mal, pero no tenía problema alguno para enfrentarme a los impares. Algunos pacientes tienen problemas con los números primos, dijo. Tu cuarto es el 137.

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