SERENDIPIA ANTÉMICA Autor: Isabel Margarita Saieg DíazEditorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208. www.editorialforja.clinfo@editorialforja.cl Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: octubre de 2020. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
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Registro de Propiedad Intelectual: N° 2020-A-4000
ISBN: Nº 9789563384932
eISBN: Nº 9789563384949
Para María Isabel, mi Yaye.
Gracias por escuchar siempre mis historias con tanto cariño.
3 de octubre, 15:28.
Me encontraba en la sala de artes plásticas, dibujando una lápida en una enorme tela puesta en un atril. Sabía que tenía más facilidad en el arte que cualquiera de los otros alumnos dentro del salón. Todos lo tenían claro, pero me temían y no me hacían consultas sobre mis técnicas.
Me preguntaba por qué era así. No era Cristine Santana, ni mucho menos. No vestía de negro, no usaba mucho delineador, no tenía el cabello teñido ni me gustaba ser cruel o fría con la gente. Perfectamente podría ayudar a cualquiera que decidiera acercarse a mí para preguntarme, pero jamás nadie lo había hecho.
Tenía mis teorías. Tal vez supieran que salía con un sujeto que era cuatro años mayor que yo al que le temían, porque daba miedo. Después de varios años amándolo, puedo afirmarlo: si hay una persona en el mundo que atemoriza, es Gabriel Santana. No por las cosas que había hecho, sino por lo que podía llegar a hacer.
Su ingenio era verdaderamente peligroso. Pensar en todo eso hizo que mi mano comenzara a temblar y perdiera el hilo de perfección en los trazos de mi obra. Boté el lápiz al suelo.
El sonido que hizo al caer llamó la atención de todos los que se encontraban dentro del aula. Sentí millones de ojos sobre mí, pero no me incomodó en absoluto, pues el miedo que me tenían en cierta forma me tranquilizaba. A pesar de que lo odiaba, me daba superioridad por sobre todos ellos.
—Lo siento —dije antes de recoger el lápiz y seguir dibujando.
Alcancé a trazar solo otro par de líneas sobre la tela antes de que tocara el timbre que indicaba el final del día. Todos salieron muy apresurados del salón, pues querían llegar rápido a sus casas. Probablemente al hacerlo, mensajearían a sus amigos, descansarían un rato, verían una película. Pero yo no. Jamás había hecho nada de eso, porque Gabe no lo hacía.
Recordaba pocas tardes. Al tocar las 17:00 ya estaba en estado de ebriedad y solía olvidar gran parte de lo ocurrido. Quizás era para mejor. A pesar de todo, odio embriagarme. Por eso no tenía prisa en irme del salón.
La profesora me observaba mientras ordenaba mis cosas. Sus ojos azules enmarcados en un par de lentes ópticos se deslizaban por el salón al compás de mis pasos, hasta que, eventualmente, decidió detenerme.
—Señorita Meldeen, ¿podría guardar los trabajos de sus compañeros en la bodega? Tengo prisa en salir, tengo que reunirme con el doctor de mi hijo y...
—Oh, por favor —la interrumpí—, vaya tranquila. Yo me encargo de que este lugar quede impecable.
Me dio un abrazo y se fue prácticamente corriendo, dejándome sola en el salón que estaba hecho un desastre.
Suspiré. Gabe salía de clases en una hora, y la verdad no tenía muchas ganas de ver a ninguno de los chicos antes de tiempo. Se suponía que iba a encontrarme con Cris afuera, así que decidí escribirle para que supiera la razón de mi retraso:
Voy a tener que quedarme un rato más en el salón de arte. La profesora me está extorsionando para que la ayude a ordenar. No sabes cómo la odio. Si quieres ve por ahora, avísale a tu hermano que llegaré a la misma hora que él. Nos vemos.
Me sentía mal al hablar así de una de mis profesoras preferidas, pero necesitaba darle un poco más de credibilidad al asunto. Respondió:
No creo que le guste la idea, pero intentaré hacer que entre en razón.
Guardé mi celular en el bolsillo y me puse a dar vueltas por la habitación, moviendo y limpiando cosas al azar para perder el tiempo, pues lo que verdaderamente tenía que ordenar era muy poco.
Tomé una pila de cartones desordenados para cambiarla a la repisa que se encontraba justo al lado. No vi una lata de metal en el piso y tropecé; los cartones se esparcieron a lo largo de las baldosas.
Me quejé por el golpe y me puse de pie. Al hacerlo, vi una pequeña caja de plástico entre los cartones y estiré el brazo para sacarla. Era el digipak vacío de Back In Black , uno de los discos más famosos de AC/DC. Era completamente negro, excepto por las letras blancas.
La imagen de Gabe sacando ese disco de la cajuela de su camioneta y poniéndolo en la radio llenó mi mente de inmediato. Un escalofrío me recorrió la nuca y la garganta se me anudó, como si las cuerdas vocales se hubiesen trenzado.
Esos eran los momentos en los que me cuestionaba qué parte del amor era la que la gente disfrutaba tanto.
Tuve una ola tremenda de inspiración y decisión. Fue como si aquel disco hubiese liberado una ráfaga de viento hecho de espinas, que me alentó a correr hacia el escritorio de la profesora, tomar un lápiz y un papel para empezar a escribir una carta.
Sentí mi mano moverse, mis ojos húmedos a través de las ondas que las palabras hacían con elegancia entre la tinta y la hoja.
Los sentimientos encontrados que me provocaba escribir hicieron que perdiera la noción del tiempo. No le ponía atención a lo que decía, pues sabía que era mi corazón quien hablaba, y eso era lo importante. Lo único que tenía en mente era el amor que sentía por Gabe, el que él sentía por mí y cómo por tanto tiempo me había estado destruyendo.
Apenas terminé de firmar la carta, sentí el sonido del pomo de la puerta. Impulsivamente metí la carta dentro del digipak mientras la puerta ser abría de par en par.
Un chico entró en el salón. Lo había visto anteriormente. En los pasillos, seguramente, o en clase, quizás. Jamás le había puesto especial atención. Tenía el cabello largo y oscuro, los ojos negros. Tenía pinta de deportista, a pesar de que no era fornido en absoluto.
Si no fuese porque los ojos de Cris y los hermanos Oreveau estaban constantemente sobre mí, probablemente sabría quién era. Además, por las manchas de acrílico que tenía en el dorso de la mano, supuse que también estaba en arte avanzado, lo que explicaba qué hacía en el aula después de clases.
—Oh —dijo, sorprendido al verme—. Hola. Eh... la profesora me pidió que viniera a ayudarte a guardar algunos trabajos en la bodega. Yo... si quieres te dejo sola, Adelaide.
—Sí —lo interrumpí—. Digo, no. No me dijo que me ayudarías, pero no me vendría mal.
Me puse de pie y tomé mi mochila, que se encontraba colgada en la esquina del atril en el que antes estaba dibujando. Me la colgué sobre el hombro, sin olvidarme de guardar antes el digipak dentro.
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