Alphonse Allais - La ciencia no respeta nada

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¿Hasta dónde puede llegar la ciencia? ¿Y hasta dónde el atrevimiento de Allais? Como un Verne risueño e irreverente, precursor de Breton (quien lo incluye en su Antología del humor negro), de Queneau, de Vian, Alphonse Allais se zambulle de lleno en los tópicos más variados del progresismo cientificista de entresiglos y no deja títere con cabeza. En esta amplia selección de elegantes y exquisitos dardos, el genial bon vivant y fumista impenitente da sobrada muestra de su dominio del género corto, la sátira social y la ironía costumbrista. Ningún rincón de la ciencia queda a salvo de su ingenio; ninguna posibilidad de experimentación resulta inexplorada. Pero su pluma alegre y voraz no solo destripa temas: también el lenguaje se ve sometido a un diver- tido escrutinio. Allais es el cronista de la París imposible, tierna, entusiasta, cercana: lo leen los ilustrados y las clases populares. Inventor del café soluble, de los soportes mecánicos para reemplazar el papel, de mil y un artilugios y ocurrencias, Allais nos lleva a recorrer el mundo sin moverse del bar de la esquina. Quienes lo hayan leído, encontrarán aquí nuevos motivos de asombro y deleite; quienes no lo conocían, agra- decerán esta cuidada introducción a uno de los maestros del humor y la anticipación literaria en toda regla.

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—No es cierto —le respondía apasionadamente—, su Providencia es más gansa que un asno. El medio trasforma el órgano y lo adapta a su función.

—¡Su Darwin es un canalla!

—¡Y su Fénelon, un mono!

● ○

Ya pueden imaginar de qué forma despachaba yo, durante nuestras discusiones seudocientíficas, las prescripciones médicas.

Recuerdo especialmente a un pobre hombre que llegó en el momento más álgido de la charla con una receta para dos medicamentos: una loción común para masajear el cuero cabelludo y un jarabe para purificar la sangre.

Una semana después, el pobre hombre regresó con su receta y los envases vacíos.

—La cosa va mucho mejor pero, por todos los demonios, esta porquería deja el cabello a la miseria. ¡Y ni hablar de los sombreros!

Eché un vistazo a los frascos.

¡Horror! Me había equivocado de etiquetas.

El pobre hombre había bebido la loción y se había masajeado la cabeza con el jarabe. Me dije: «Bueno, si le funcionó bien, sigamos así».

Después me enteré de que el pobre hombre, que padecía una enfermedad en el cuero cabelludo al parecer incurable, sanó por completo después de un mes de tratamiento invertido.

(Someto el caso a la Academia de Medicina.)

● ○

El viejo memo del que hablaba antes tenía un perro lanudo blanco; estaba muy orgulloso de él y lo había bautizado Black, sin duda porque black significa negro en inglés.

Un buen día, Black comenzó a rascarse mucho. El viejo memo me preguntó qué podía darle contra la picazón.

Le aconsejé un baño de azufre.

En el barrio había justamente un veterinario que, una vez por semana, ofrecía un baño de azufre colectivo a los perros de su clientela.

El viejo memo dejó a Black en un baño de esos y se fue a dar una vuelta mientras tanto.

Cuando regresó, ya no estaba Black.

Sí había, en cambio, un perro lanudo de un negro imponente, del mismo tamaño y forma que Black, empeñado en lamerle las manos con un aire inquieto.

El viejo memo exclamó: «¡Vete de aquí, sucio bicho! ¡Black, Black, pssst!».

Se trataba, en efecto, del mismo Black, aunque de color negro; ¿cómo había podido pasar?

El veterinario no entendía nada.

No era por culpa del baño, porque los otros perros habían conservado su color natural. ¿Entonces?

El viejo memo vino a consultármelo.

Hice como que reflexionaba y, de repente, simulando estar inspirado, exclamé:

—¿Acaso ahora se atreve a negar la teoría de Darwin? No solo los animales se adaptan a su función, sino también al nombre que tienen. Usted bautizó Black a su perro y era inevitable que se volviera negro.

El viejo memo me preguntó si por casualidad me estaba burlando de él y se fue sin esperar respuesta.

● ○

A ustedes sí que puedo contarles cómo fue la cosa.

La mañana en la que Black debía darse el baño, yo me había llevado al fiel animal al laboratorio y lo había rociado con abundante acetato de plomo.

Ahora bien, sabido es que la unión de una sal de plomo con un sulfuro determina la formación de sulfuro de plomo, sustancia todavía más negra que las galerías de hulla de Taupin.

Nunca más volví a ver al viejo memo pero, para mi alegría, no dejaba de ver a Black por el barrio.

Del hermoso negro generado por mi química, su pelambrera mutó en un gris desparejo, luego en un blanco sucio y, bastante tiempo después, recuperó el blanco inmaculado.

À se tordre, 1891

Extraña muerte

La peor marea del siglo (ya llevo vistas unas quince y espero que la afortunada serie no se acabe demasiado pronto) ocurrió el martes pasado, 6 de noviembre.

Bonito espectáculo que no cambiaría por una salva de cañones, ni por dos, ni probablemente por tres.

El mar, agitado gracias a una fuerte brisa del sudoeste, asomaba por los muelles de Le Havre y se zambullía en las alcantarillas de la ciudad, mezclándose con las aguas negras y reconduciéndolas a los sótanos de las casas.

Los médicos se frotaban las manos: «¡Qué bien! —se decían—. ¡Vengan a nos los enfermos de tifus!».

Esto era así porque —créase o no— la ciudad de Le Havre-de-Grâce está construida de tal forma que el alcantarillado ha quedado por debajo del nivel del mar. Y ante la más ínfima marea, a pesar de la enérgica resistencia del señor Rispal, los residuos de sus habitantes se expanden cínicamente por las más lujosas arterias de la ciudad.

Hago un paréntesis: ¿no les parece acaso que ese cabrón de Francisco I,1 en lugar de llevar una vida ociosa, rodeado de mujeres, en las tabernas de la encrucijada de la calle Buci, habría hecho mejor en vigilar más de cerca los puentes y caminos de su reino?

¡En fin, qué importa! El espectáculo valía la pena.

Pasé la mayor parte del día en el muelle viendo de qué forma entraban y salían los barcos.

Como el cierzo helaba el aire, me levanté el cuello del abrigo. Me disponía a hacer lo correspondiente con los dobladillos del pantalón (soy muy delicado con mis efectos personales) cuando apareció mi amigo Axelsen.

Mi amigo Axelsen es un joven pintor noruego, lleno de talento y emotividad.

Tiene talento cuando está sobrio y emotividad el resto del día.

En ese momento se hallaba dominado por la emotividad.

¿Quizás fue por la brisa que soplaba más fuerte? ¿O porque su corazón estaba colmado...? La cuestión es que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —pregunté en tono cordial—. ¿Algo anda mal, Axelsen?

—No, estoy bien. Este es un espectáculo espléndido, pero también un recuerdo doloroso. Todas las peores mareas del siglo me hacen trizas el corazón.

—Cuéntame el motivo.

—Con gusto, pero aquí no.

Y me llevó a la pequeña trastienda de un quiosco de tabaco en el que una joven inglesa, bastante guapa, nos sirvió un ponche svenska que sacó de detrás de unos trastos.

Axelsen se enjugó las lágrimas. Esta es la penosa historia que me contó:

—Hace cinco años de esto. Yo vivía en Bergen (Noruega) y estaba dando mis primeros pasos como artista. Un día, una noche más bien, en una velada en lo de Isdahl, el gran comerciante de huevas de pescado, me enamoré de una muchacha encantadora, que cautivó mi atención al instante. Pedí que me presentaran a su padre y me convertí en una presencia habitual en su casa. Como faltaba poco para su cumpleaños, pensé en hacerle un regalo, pero ¿cuál? ¿Acaso conoces la bahía de Vaagen?

—Aún no.

—Bueno, es una bahía bastante bonita que volvía loca a mi querida, sobre todo un rinconcito especial. Pensé: «Le haré una hermosa acuarela de ese rincón, le encantará.» Así que una mañana bien temprano fui hacia allí con mis enseres de acuarelista. Pero fíjate que me había olvidado una cosa: el agua. Así como a los comerciantes de vino se les prohíbe diluir el vino en agua, a los acuarelistas les resulta algo más bien indispensable. ¡Sin agua! «Qué importa —me calmé—, haré la acuarela con agua de mar, a ver cómo sale.»

Y salió una acuarela bastante bonita, que regalé a mi querida. Ella la colgó enseguida en su habitación. Solo que... ¿no sabes lo que pasó?

—Lo sabré cuando me lo hayas contado.

—Pues bien, pasó que el mar de mi acuarela pintada con agua marina era sensible a la atracción lunar y variaba con las mareas. Amigo, no sabes qué raro era ver en mi cuadro cómo el pequeño mar subía, subía y subía hasta cubrir las rocas y, después, bajaba, bajaba y bajaba desnudándolas de a poco.

—¡Ah!

—Sí... Una noche tuvo lugar, como hoy, la peor marea del siglo y una espantosa tempestad se desató en la costa. ¡Tormenta, truenos, rayos!

Ni bien se hizo de día fui a la casa donde vivía mi amante. Me encontré con la gente en estado de profunda consternación.

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