Es posible que Allais colgara su bata de farmacia en un perchero del cabaret Le Chat noir cuando decidió dedicarse a escribir para periódicos como Le Sourire, Gil Blas o Le Journal y frecuentar los círculos literarios de los Zutistes, Fumistes, Hirsutes o Jemenfoutistes. De este ambiente recogió una ristra de compiches, amantes del humor como más fina expresión literaria, como Courteline, Jean Richepin, Jean de Bonnefon Octave Mirbeau, Georges d’Esparbès, Franc-Nohain, François Coppée, la poeta Marie Krysinska o incluso el periodista deportivo Pierre Giffard. Pero no todos eran amigos; Allais también tenía enemigos dilectos, o blancos contra quienes lanzar sus dardos, como el crítico teatral Francisque Sarcey, apodado el Tío, epítome del buen burgués, o el economista liberal-conservador Pierre Paul Leroy-Beaulieu.
También algunos pintores añaden color a sus páginas, como su amigo noruego Axelsen o los academicistas Paul Baudry y Charles Joshua Chaplin, este último conocido por sus agraciados retratos de niñas, si bien hoy nos resulte más curioso el parecido con el nombre del cineasta. Por último, no faltan algunas personajes de teatro como el clown inglés Little Tich, la diva Sarah Bernhardt o la bailarina y cortesana gallega Carolina Otero, quienes se movían entre dandis, a veces corteses y otras misóginos, que pululaban por los salones de la Belle Époque.
Dada la cantidad de nombres propios que aparecen en los textos de esta antología, hemos decidido explicar aquí las referencias en lugar de interrumpir la lectura con frecuentes notas, que no harían más que tornar eruditas o didácticas las ocurrencias de Allais.
Laura Fólica
La ciencia no respeta nada
La ciencia no respeta nada, o casi nada
El higienista, diría Courteline, es despiadado.
Yo, con inconmensurable ingenio, agregaría que es impío.
Y si el célebre William Draper aún existiera, podría añadir a su Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia un capítulo complementario donde abordar el desacuerdo que separa la higiene bien entendida del estricto cumplimiento de ciertos deberes religiosos.
...¡Ah! Por supuesto que respeto los derechos imprescriptibles de la higiene y nadie mejor que yo para propagar sus sanas doctrinas.
(Incluso no hace tanto tiempo yo mismo ponía las manos en la masa: mi monografía, hoy casi agotada, Sobre los inconvenientes que presenta el abuso de cianuro de potasio en la alimentación de los recién nacidos, ocupa el rincón más selecto en las bibliotecas de nuestras Eminencias de la Ciencia).
Volviendo a la cuestión, no cabe duda de que muy pocas de las damas y caballeros aquí presentes leen con asiduidad el periódico italiano intitulado Revista d’Igiene. (¡Qué ortografía, dios mío, usan estos transalpinos!)
La lectura del último número de esta publicación aflige bastante a los católicos practicantes como nosotros.
Resulta que a un tal Signor Abba (de Turín) no se le ocurrió otra cosa mejor que someter a examen bacteriológico el agua bendita de las iglesias.
¡El agua bendita!
¡Y asegura haber hecho grandes descubrimientos!
Démosle la palabra al erudito piamontés:
(Está claro que traduzco libremente pero sin cambiar ni un ápice el espíritu del trabajo).
«El agua es vertida en pilas, expuestas a todo tipo de polvo y a cualquier contacto, que, además, nunca se limpian.»
«Entre noviembre del 97 y marzo del 98 extraje 34 muestras de diversas iglesias de Turín.»
«Examinada al microscopio, el agua ha revelado una increíble riqueza de bacterias, sin contar los organismos ciliados y los más diversos corpúsculos.»1
«Estas aguas están tan contaminadas como el agua servida (sic).»
«Al inocularse este líquido a unos conejillos de Indias, todos acabaron muriendo.»
● ○
¡Triste! ¡Oh, cuán triste!
Ya estoy viendo desde aquí cómo sonríen y se mofan nuestras Mentes más brillantes.
En lo que a mí respecta, semejantes constataciones me parten en dos. ¿Qué creer? ¿Qué creer?
No recuerdo bien en qué libro de Huysmans se hacía referencia a unos industriales muy poco delicados que fabricaban hostias que, en lugar de pan ácimo, llevaban fécula de patata, y el bueno de Huysmans agregaba con convicción:
—¡A quién se le ocurre que Jesucristo, a pesar de su gran humildad, acepte encarnarse en fécula de patata!
¡Y ahora le toca el turno al agua bendita!
El próximo domingo, ya lo tengo resuelto, voy a llegar temprano a la iglesia de la Inmaculada, mi parroquia, y pertrechado de un aparato de pasteurización esterilizaré el contenido de las pilas.
Queda por saber si el agua bendita esterilizada conserva sus virtudes.
Tendré que preguntárselo a Bonnefon.2
Le Sourire, 23 de diciembre de 1899
1El corpúsculo de los Dioses, diría Richepin.
2El señor Jean de Bonnefon es nuncio papal ante el bar del Journal (en el número 100 de la calle Richelieu).
Dios
Al doctor Antoine Cros
Empieza a hacerse tarde.
La fiesta está en su apogeo.
Los alegres amigos están achispados, alborotados y ardientes.
Las bellas muchachas, desatadas, se dejan ir. Sus ojos se entrecierran con dulzura y sus labios que se entreabren permiten vislumbrar húmedos tesoros de púrpura y nácar.
Nunca llenas ni vacías, ¡las copas!
Las canciones revolotean, escandidas por el tintinear de los vasos y las cascadas de risa perlada de las bellas muchachas.
Y de pronto el viejo reloj del comedor interrumpe su monótono tic-tac para chirriar con rabia, como hace siempre que se dispone a dar la hora.
Es medianoche.
Los doce repiques caen lentos, graves, solemnes, con ese aire de reproche particular de los viejos relojes heredados. Parecen decir que ya han sonado muchas otras veces para nuestros ancestros desaparecidos y que sonarán otras tantas para nuestros nietos, cuando uno ya no esté más aquí.
Como era de esperar, los alegres amigos acallaron el bullicio y las bellas muchachas dejaron de reírse.
Pero Albéric, el más loco del grupo, levantó su copa y, en un tono cómicamente serio, dijo:
—Señores, es medianoche, hora de negar la existencia de Dios.
¡Toc, toc, toc!
Llaman a la puerta.
—¿Quién está ahí...? No esperamos a nadie más y los criados tienen el día libre.
¡Toc, toc, toc!
La puerta se abre y aparece la enorme barba plateada de un anciano de elevada estatura, vestido con una larga túnica blanca.
—¿Y usted quién es, buen hombre?
—Soy Dios.
Ante esta declaración, el grupo de jóvenes se sintió un poco incómodo pero Albéric, que decididamente tenía sangre fría, replicó:
—¿Supongo que eso no le impedirá brindar con nosotros?
Dios, en su infinita bondad, aceptó el ofrecimiento del joven y pronto todos estaban cómodos de nuevo.
Volvieron a beber, reír, cantar.
La mañana azul hacía empalidecer a las estrellas cuando pensaron en retirarse.
Antes de despedirse de sus anfitriones, Dios admitió, con toda la gracia del mundo, que él no existía.
Le Courrier Français,1 de septiembre de 1885
Collage
El doctor Joris-Abraham-W. Snowdrop, de Pigtown (Estados Unidos), había alcanzado la edad de cincuenta y cinco años sin que ninguno de sus parientes o amigos hubiesen podido endilgarle una mujer.
El año pasado, unos días antes de Navidad, entró en la gran tienda ubicada en 37 Square (Objetos artísticos de banaloide), para comprar sus regalos de Christmas.
El doctor fue atendido por una joven pelirroja tan encantadora que lo conmovió por primera vez en su vida. Y enseguida fue a la caja a averiguar el nombre de la muchacha.
—Miss Bertha.
Así que le preguntó a miss Bertha si quería casarse con él. Miss Bertha respondió que, por supuesto (of course), sí quería.
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