Alphonse Allais - La ciencia no respeta nada

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¿Hasta dónde puede llegar la ciencia? ¿Y hasta dónde el atrevimiento de Allais? Como un Verne risueño e irreverente, precursor de Breton (quien lo incluye en su Antología del humor negro), de Queneau, de Vian, Alphonse Allais se zambulle de lleno en los tópicos más variados del progresismo cientificista de entresiglos y no deja títere con cabeza. En esta amplia selección de elegantes y exquisitos dardos, el genial bon vivant y fumista impenitente da sobrada muestra de su dominio del género corto, la sátira social y la ironía costumbrista. Ningún rincón de la ciencia queda a salvo de su ingenio; ninguna posibilidad de experimentación resulta inexplorada. Pero su pluma alegre y voraz no solo destripa temas: también el lenguaje se ve sometido a un diver- tido escrutinio. Allais es el cronista de la París imposible, tierna, entusiasta, cercana: lo leen los ilustrados y las clases populares. Inventor del café soluble, de los soportes mecánicos para reemplazar el papel, de mil y un artilugios y ocurrencias, Allais nos lleva a recorrer el mundo sin moverse del bar de la esquina. Quienes lo hayan leído, encontrarán aquí nuevos motivos de asombro y deleite; quienes no lo conocían, agra- decerán esta cuidada introducción a uno de los maestros del humor y la anticipación literaria en toda regla.

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Quince días después de este encuentro, la seductora miss Bertha se convertía en la bella mistress Snowdrop.

A pesar de sus cincuenta y cinco años, el doctor era un marido absolutamente presentable. Abundantes cabellos de plata enmarcaban su rostro galán, siempre afeitado con esmero.

Estaba loco por su mujercita, le daba todos los gustos con una ternura conmovedora.

No obstante, en la noche de bodas le había dicho con terrible tranquilidad:

—Bertha, si alguna vez me engaña, arrégleselas para que yo lo ignore.

Y había agregado:

—Es por su interés.

Por entonces, el doctor Snowdrop, como muchos médicos estadounidenses, acogía en su casa como pensionista a un estudiante que asistía a su consultorio y lo acompañaba en las visitas; excelente forma de educación práctica que deberíamos aplicar en Francia. Quizás así lograríamos reducir ese índice de mortalidad que afecta tan cruelmente a la clientela de nuestros jóvenes doctores.

El alumno del señor Snowdrop, George Arthurson, un apuesto joven de unos veinte años, era hijo de uno de los más antiguos amigos del doctor, y este lo quería como si fuera su propio hijo.

Al joven no le resultaría indiferente la belleza de miss Bertha pero, como era un muchacho honesto, reprimió sus sentimientos en lo más hondo de su corazón y se dedicó a estudiar para mantener la mente ocupada.

Por su parte, a Bertha también le había gustado el muchacho enseguida pero, como era una esposa fiel, quiso esperar a que George le hiciese la corte primero.

Esta artimaña no podía durar mucho tiempo. Y un buen día George y Bertha cayeron uno en brazos del otro.

Avergonzado por haber sido débil, George juró que no volvería a intentarlo, pero Bertha se juró lo contrario.

El joven le huía; ella le escribía cartas de pasión desmedida:

«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único ser!... ».

La carta en la que destacaba este pasaje cayó en manos del doctor, quien se limitó a murmurar:

—Es muy factible.

Esa misma noche, cenaron en White Oak Park, una propiedad que el doctor tenía cerca de Pigtown.

Durante la comida, una extraña e invencible somnolencia se apoderó de los dos amantes.

Ayudado por Joë, un atlético negro que estaba a su servicio desde la guerra de secesión, Snowdrop desvistió a los culpables, los acostó en la misma cama y completó la anestesia aplicándoles un carburo de hidrógeno de su invención.

Preparó sus instrumentos de cirugía tan tranquilamente como si fuera a sacarle un callo a un chino.

Después, con notable destreza, quitó el brazo derecho y la pierna derecha de su mujer, desarticulándolos.

Repitió la misma operación con George, quitándole la pierna y el brazo izquierdos.

A lo largo del lado derecho de Bertha y del lado izquierdo de George, separó una tira de piel de tres pulgadas de ancho.

Entonces, acercó ambos cuerpos de modo que las dos heridas en carne viva coincidieran. Las mantuvo pegadas juntas, muy fuertemente, por medio de una larga cinta de tela con la que envolvió unas cien veces a los jóvenes.

Durante toda la operación, Bertha y George permanecieron inmóviles.

Después de comprobar que se hallaban estables, el doctor les introdujo en el estómago, con una sonda esofágica, un buen caldo y un burdeos añejado.

Bajo la acción del narcótico administrado con habilidad, permanecieron así quince días sin recuperar el conocimiento.

Al decimosexto día, el doctor comprobó que todo estuviera correcto.

Las heridas de hombros y muslos habían cicatrizado.

Los dos lados ahora eran uno solo.

Entonces, Snowdrop, con un brillo triunfal en los ojos, suspendió los narcóticos.

Al despertar, Georges y Bertha creyeron ser presas de una horrible pesadilla.

Pero la cosa se agravó cuando advirtieron que no se trataba de un sueño.

El doctor no podía contener su sonrisa ante tamaño espectáculo.

Por su parte, Joë se doblaba de risa.

Bertha era quien más chillaba, como una hiena enloquecida.

—¿De qué se queja, querida mía? —la interrumpió con suavidad Snowdrop—. No he hecho más que cumplir su deseo más caro:

«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único ser!...».

Y con una delicada sonrisa, el doctor agregó:

—Esto es lo que los franceses denominan collage.

À se tordre, 1891

El colmo del darwinismo

¡Jóvenes! No crean que siempre fui el viejo caprichoso y enclenque que hoy conocen.

Hubo tiempos en los que destellaba de tanta gracia y belleza.

Las señoritas exclamaban al verme pasar: «¡Oh, qué joven encantador! ¡No hay dudas de que es alguien como es debido!». Y en ese punto las señoritas se equivocaban curiosamente, porque nunca fui alguien como es debido, ni siquiera en los tiempos más recónditos de mi primera juventud.

En esa época, la musa de la Prosa había rozado tenuemente, con la punta de su ligerísima ala, mi frente de marfil.

Además, la naturaleza de mis ocupaciones era poco proclive a impulsarme hacia tan etéreas fantasías.

Me preparaba, gracias a unas prácticas realizadas en las mejores casas de París, para el ejercicio de esta profesión tan desprestigiada en la que se formaron, en el siglo xvii, el señor Fleurant y, en nuestros días, el travieso Fenayrou.

¿Es necesario añadir que el mero hecho de entrar a trabajar en una farmacia daría paso a las más inminentes e irremediables catástrofes?

Mi jefe de turno pasaba rápidamente de sorprenderse a preocuparse y, finalmente, a enloquecer, rayando a veces la demencia.

En cuanto a la clientela, buena parte quedaba diezmada por una prematura defunción; los restantes manifestaban su desconfianza con vehemencia y acudían a otro establecimiento.

En resumidas cuentas, arrastraba entre los pliegues de mi bata el fantasma de la ruina, una ruina de sonrisa sardónica.

Yo era terriblemente escéptico respecto de las sustancias venenosas; tenía un horror instintivo por los centigramos y los miligramos, ¡qué medidas más miserables! ¡A mí háblenme de gramos!

Por eso, a menudo agregaba generosamente los más temibles tóxicos a preparaciones consideradas inocuas hasta entonces.

● ○

Lo que más me gustaba era generar viudas: una ocurrencia mía.

Cuando una clienta medianamente amable venía a la farmacia con una receta médica, yo le preguntaba:

—¿Quién es el enfermo en su familia, señora?

—Mi marido, señor... Pero no es nada grave, eh, un pequeño resfriado.

Ahí yo me decía: «¿Así que tu marido está resfriado? Pues bien, ya me ocuparé yo de devolverle la pureza a su organismo». Y era raro no toparse al día siguiente con un entierro por el barrio.

¡Qué tiempos aquellos!

● ○

En una farmacia en la que trabajaba más o menos por esa época, tenía un jefe que podía ser acólito de la señora Benoîton. Siempre de paseo.

Lo cual me venía de perillas, porque nunca fui un amante de la vigilancia perenne.

Todos los mediodías, un viejo rentista del barrio, una especie de memo enemigo del progreso y clerical acérrimo, venía a enredarme en interminables charlas sobre Darwin como tema principal.

El viejo memo consideraba a Darwin el gran culpable de todo y soñaba con meterlo preso (Darwin aún no había muerto por entonces).

Yo le respondía que Bossuet era un payaso y que, si me enteraba dónde estaba su tumba, iría a cubrirla de excrementos.

Y así transcurrían tardes enteras hablando de adaptación, selección, mutación, herencia. El viejo memo exclamaba:

—¡No me puede negar que la Providencia es la que crea determinado órgano para determinada función!

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