Alphonse Allais - La ciencia no respeta nada

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¿Hasta dónde puede llegar la ciencia? ¿Y hasta dónde el atrevimiento de Allais? Como un Verne risueño e irreverente, precursor de Breton (quien lo incluye en su Antología del humor negro), de Queneau, de Vian, Alphonse Allais se zambulle de lleno en los tópicos más variados del progresismo cientificista de entresiglos y no deja títere con cabeza. En esta amplia selección de elegantes y exquisitos dardos, el genial bon vivant y fumista impenitente da sobrada muestra de su dominio del género corto, la sátira social y la ironía costumbrista. Ningún rincón de la ciencia queda a salvo de su ingenio; ninguna posibilidad de experimentación resulta inexplorada. Pero su pluma alegre y voraz no solo destripa temas: también el lenguaje se ve sometido a un diver- tido escrutinio. Allais es el cronista de la París imposible, tierna, entusiasta, cercana: lo leen los ilustrados y las clases populares. Inventor del café soluble, de los soportes mecánicos para reemplazar el papel, de mil y un artilugios y ocurrencias, Allais nos lleva a recorrer el mundo sin moverse del bar de la esquina. Quienes lo hayan leído, encontrarán aquí nuevos motivos de asombro y deleite; quienes no lo conocían, agra- decerán esta cuidada introducción a uno de los maestros del humor y la anticipación literaria en toda regla.

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Pero el lugar que ocupa Allais en la historia de la literaura no es sólo el de los humoristas, Allais encaja a la perfección en el lugar de las vanguardias; su manejo del absurdo iluminó a dadaístas y surrealistas hasta el punto de ser considerado por muchos de ellos como su gran padre nutricio. Jarry y Roussel, Breton y Duchamp, aprecian en Allais muchos de los recursos que ellos desarrollan: el retruécano, el calambur, la interpelación al lector, los mecanismos destinados a derribar las convenciones burguesas, convenciones que Allais ridiculiza, a veces mediante un discurso fingidamente serio, siempre partiendo de unos postulados disparatados pero por los que camina con una lógica aplastante. Quizá su aspecto apacible, dulce casi siempre, cobija intenciones perversas, su humor es más cruel de lo que pueda parecer en una lectura precipitada.

Además, en Alphonse Allais destacan, junto a su vertiente más conocida como escritor, otras dos vertientes, la pictórica y la musical. En 1883, en el Salon des Arts Incoherents, presenta un cuadro titulado Recolte de la tomate par des cardinaux apopletiques au bord de la Mer Rouge (Effect d’aurore boréal) [Recolección del tomate por cardenales apopléjicos a orillas del Mar Rojo (Efecto de aurora boreal)] que, como no podía ser de otra manera, no es más que una monocromía en rojo, un experimento que repite hasta seis veces más: el color negro de Combat de negres dans une cave pendant la nuit [Combate de negros en una cueva durante la noche], el blanco de Première communion de jeunes filles chlorotiques par un temps de neige [Primera comunión de niñas cloróticas bajo la nieve], el azul de Stupeur de jeunes recrues apercevant pour la première fois ton azur, oh Méditerranée! [Estupor de jóvenes reclutas percibiendo por primera vez tu azul, ¡oh Mediterráneo!], el verde de Des souteneurs, encore dans la force de l’age et le ventre dans l’herbe, boivent de l’absinthe [Proxenetas aún en la plenitud de la vida y el vientre sobre la hierba, beben absenta], el amarillo de Manipulation de l’ocre par cocus ictériques [Manipulación del ocre a cargo de cornudos ictéricos] y el gris de Ronde de pochards dans le brouillard [Ronda de beodos entre la niebla]. Precursor de los cuadrados de Malévich, de Cuadrado negro (1915) y Cuadrado blanco sobre fondo blanco (1918), puntos álgidos en la memoria de la Abstracción, Allais no disfrutó de la consideración que sí obtuvo el pintor ruso; Allais reinventó la literatura y las artes plásticas pero no obtuvo el reconocimiento debido, quizá, y de esto hablaremos ahora, por el tono gracioso, divertido, que otorgaba a todas sus manifestaciones.

También, Alphonse Allais es el autor de la Marcha fúnebre compuesta para los funerales de un gran hombre sordo, primera pieza minimalista de la historia de la música, que prefigura ventajosamente a Erwin Schulhoff y a John Cage. Un pentagrama en blanco, virgen, es el soporte de la epifanía perfecta del silencio. Pero su obra musical no ha trascendido, Alphonse Allais era humorista; Cage y Schulhoff, que alcanzaron la fama, eran músicos, iban en serio. ¿Es el humor la barrera infranqueable que imposibilita el acceso a la categoría de genio?

Como diría Jorge Luis Borges el humor sólo tiene sentido en su modalidad oral: el chiste. En la literatura escrita el humorismo que impregne cualquier obra la precipita en el abismo de la vulgaridad y el olvido. Así son, o mejor, así están las cosas, la comicidad está reñida con el rigor, con la calidad y, no digamos, con la excelencia. Cuentan que un destacado prenovísimo barcelonés fue entrevistado por un joven canario que años después se convertiría en un destacado postnovísimo y este, después de pasar revista a la producción del primero, soltó, de improviso, la pregunta que este más temía: ¿cómo es posible que usted utilice el humor a la hora de construir un texto, cómo es posible que escritos que aparecen en su último libro como pertenecientes al género poético tengan ese tono irónico? No sabemos qué pasó después, pero ya en 1971, queda muy claro, el humor no estaba bien visto entre los adalides de la la ortodoxia literaria. Tal como pontifica el propio Alphonse Allais en el relato El hijo de la bala, «nada me entristece más que no se me tome en serio».

Como resumen diremos que a los ironistas como Alphonse Allais les resulta insoportable la realidad, necesitan deformarla. Los ironistas no soportan a la generalidad de los individuos, los que a lo largo de sus vidas son incapaces de crear una historia nueva, un párrafo, siquiera una frase de su propia cosecha, los que, como mucho, repiten lo que otros han creado, en una estrategia repetitiva que consideran el colmo de la genialidad; esa masa que, en la actualidad, utiliza eslóganes publicitarios, expresiones formuladas en la radio y televisión, en las conversaciones de los bares.

Así, hoy, el perfecto ironista rechaza pronunciar cualquier frase que ya haya sido pronunciada y ante la dificultad creciente de ser original, dado el creciente número de individuos que nos rodean por culpa de la explosión demográfica, recurre a gritos, mugidos y alaridos, a la hora de expresarse. Allais recurre a su inmenso ingenio para desmantelar lo convencional, lo ramplón, lo trillado; se ensaña con los simples, con los memos. Alphonse Allais combina realidad y ficción, crueldad y humor. Y, para cerrar el círculo, se burla de sí mismo.

Nota a la edición

La presente antología no solo nos descubre la imaginación científica de Alphonse Allais sino que también nos ofrece un mundo de personajes con nombres propios. Algunos provienen de su risueño laboratorio de ficción, como el doctor Blagsmith, el joven ingeniero Brokenface, el coronel W. K. Slowly, el teniente de infantería Guy Surlaligne; otros pertenecen, en cambio, a personas que formaban parte del contexto político-cultural o del entorno del autor, hoy difíciles de reconocer para un lector de la obra en español.

Del fin de siglo xix francés, Allais menciona a la sazón algunas personalidades políticas como el político y diputado Joseph-Gaston Pourquery de Boisserin, el ministro de Marina Camille Pelletan, la reina consorte de Rumania Isabel de Wied, cuyo seudónimo literario era Carmen Sylva, o el coronel Georges Boulanger, que inflamaba a sus seguidores con su discurso antialemán poco tiempo después de la guerra franco-prusiana.

Asimismo, abundan en la antología las referencias a «Eminencias de la Ciencia», cuya posición acomodada en la Academia es tomada en solfa por nuestro autor. Algunas de estas personalidades son los botanistas Henri Ernest Baillon y Augustin Pyrame de Candolle, el cirujano Félix Guyon, el ingeniero Marcel Deprez o Max de Nansouty, el historiador y matemático Joseph Bertrand, el matemático Maurice Lévy, el astrónomo Maurice Lœwy, los médicos Valentin Magnan o Jean Baptiste Vicent Laborde, el historiador de medicina Charles Victor Daremberg o el psiquiatra Edgar Bérillon.

También hay menciones a inventores o descubridores, que poseían un espíritu más cercano al genio de Allais, como Charles Cros, creador del fonógrafo, Claude Chappe, inventor del telégrafo óptico, Étienne-Jules Marey, creador de la escopeta fotográfica, Henry Becquerel, descubridor de la radioactividad, y Gabriel Lippmann, inventor de un procedimiento para fotografiar en color.

Entre todas las ciencias destaca la farmacia. No olvidemos que el joven Allais se crió entre frascos medicinales en la farmacia familiar de Honfleur, ciudad que abandonó para ir a París a estudiar justamente esa disciplina en la universidad. Además de ser un motivo recurrente en su obra literaria, los boticarios aparecen a veces mostrando su lado más ominoso, como la referencia al farmacéutico Marin Fenayrou, asesino del amante de su mujer y cuya trama ocupó las páginas de policiales de la prensa de la época, o el más luminoso, con boticarios literarios como el Homais de Flaubert o el señor Fleurant de Molière.

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