Daniela Alcívar Bellolio - Para esta mañana diáfana

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En el universo sin bordes entre las cosas que nos ofrecen estos cuentos de Daniela Alcívar Bellolio, el único movimiento posible es el de la conjetura. Un paisaje marino, la visión de una noche urbana desde el avión, la mirada perdida de una gata frente a una pared, se convierten en circunstancias donde quienes atendemos -sus personajes y sus lectores- nos fundimos con las impresiones que nos provoca el mundo. La contemplación de algo exterior se vuelve con sutileza una indagación de cómo cualquier detalle (el tacto de un mapa al extenderlo sobre una mesa, un recuerdo semejante a la bruma, una lluvia en el centro de Quito) nos afecta irrepetiblemente y de modo duradero. La prosa de Daniela Alcívar no va desarrollándose con un sentido unívoco sino expandiendo sus posibles aberturas en una literatura que, parecida al cine, hace de la intervención en el tiempo su materia prima. Nos sugiere una lectura similar a una escucha flotante, no asida a la comprensión de una trama, sino sensible a la revelación de las formas, a la (inquietantemente bella) implosión de aquello que creíamos conocer. Con la primera edición de este libro, en 2016, Daniela Alcívar Bellolio empezó a fundar una obra -que ahora abarca la novela y el ensayo- que en pocos años se ha convertido en referencia destacada en la actual literatura escrita en español.

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Ese testigo supuesto hubiera carecido, en consecuencia, de perspectiva, igual que todos los que estaban adentro y por lo tanto, aunque hubiera existido tal testigo, la escena habría permanecido como un misterio —que es lo que terminó siendo para todos los que estuvieron ahí esa noche, tan parecida, por otra parte, a tantas otras noches.

Lo cierto es que sintió, en medio de la ceremonia improvisada, lo mismo que sintió cuando abrió los ojos y encontró su mano en la zona neutra del mapa de Quito. Miró alrededor: el mutismo de la escena y la oleada de euforia que sentía aproximarse hubieran podido parecer contradictorios. En ese choque apasionado de copas y en esa pérdida paulatina de la conciencia, ajena a lo exterior como si hubieran aparecido en un lugar sin puertas ni ventanas, en aquel momento de crispada hermandad, pensó haber resuelto un enigma nunca antes planteado y sumergido poco después en una espesura hecha de pura distancia, que solo vagamente podríamos llamar olvido.

3

La ciudad se le aparecía demasiado blanca, efecto del sol del mediodía. Más tarde se le haría gris, y por la noche violeta o azul. Pero la hora del blanco era la peor: de pie en alguna esquina, sentía una soledad sin límites. La ciudad estaba desierta, a punto de estallar de tanto sol, ajena a la vida, detenida. No veía carros en ninguna calle, ni peatones.

Imaginaba formas diminutas de vida en la montaña lejana, o en el valle detrás de ella, pero se le hacían demasiado distantes, y dudaba de su existencia.

Pronto todo pareció aplanarse en un vaho provocado por el sol que daba de lleno; los sonidos se detuvieron, como suspendidos en una bruma hecha solo de calor. Ella miraba a los lados en busca de algún objeto conocido, alguna esquina familiar, pero no veía más que enormes espacios vacíos, restos de algún apocalipsis pacífico y efectivo.

Ya no pensaba tanto en cómo terminarían sus días en Quito ni en cómo comenzarían, lentos, tibios, como venidos de un planeta extraño, los días en Buenos Aires. Pensaba, más bien, que detrás de todo movimiento y de cada fragmento de vida se esconde, en silencio, algo.

La ciudad le pareció en ese momento diáfana e inmóvil; una brisa movía despacio unas hojas del piso y las arremolinaba a su alrededor. En algún lugar un pájaro chillaba despacio intentando, pensó ella, dar prueba de su existencia. El sol tostaba, indolente, las calles que el mediodía y el feriado habían vaciado. Solo un perro flaco acompañaba, sin itinerario alguno, el vuelo bajo de las hojas de los árboles. Ella permanecía quieta, apoyada de lado a una pared, mirando algo que se perdía en el aire. No esperaba la aparición de alguien conocido ni se desafiaba a sí misma a permanecer en ese lugar: como el sol que la calentaba, su obstinación, aunque fuerte aún, empezaba ya a ceder.

Había pensado que no había recuerdo posible. Las casas blancas, construidas alguna vez por personas que, como ella, presenciaron, seguramente sin notarlo, el momento de la muerte de lo visible, o el anuncio cercano de todo futuro, se confundían con el cielo azul e indiferente del mediodía. Esas personas, pensaba ella apoyada sobre la pared que le refrescaba el brazo derecho con el que tenía contacto, habían desaparecido sin dejar rastro: de su paso por el mundo, como del suyo más temprano que tarde, nadie podría dar razón. Para buscar el contacto de alguna de esas ausencias, cruzó la calle en diagonal sin mirar a los lados —tan vacía estaba la ciudad— y se apoyó de espaldas contra la pared frontal de la casa de Benjamín Carrión. Del paso del sol podía dar cuenta la sombra estrecha que, densa y real, venía a enfriar un rincón del paraje que, casi entero, ardía.

Desde la vereda en la que ahora estaba, pudo ver una calleja estrecha y corta en la que solo el viento parecía imprimir algo de vida. Casi le sorprendió reconocer que hasta ese momento esa callecita, Pedro de Valdivia, se había borrado de su memoria. La recorrió con los ojos, inmóvil, aceptando la perspectiva incompleta que su posición le daba. Al final de esa calleja soleada estaba, aunque no se veía, arropado por árboles altos, el Hotel La Mariscal.

En un mediodía similar al que ella ahora contemplaba, su amigo Andrés la había citado para tomar algo y conversar. Quiso recordar más, pero de aquel mediodía indistinto solo le quedaba el frescor súbito que sintió al entrar a la recepción algo sombría del hotel, la reverencia aparatosa de Andrés al verla llegar, con la cara roja por el calor, a la cafetería, y un par de miradas que le dirigió por sobre el borde superior de su taza, que ocultaba hasta el final la nariz y le empañaba los lentes, dejando por unos segundos una cara mutilada, sin ojos, igualmente bella.

Sintió, de pie contra la pared fresca de la Casa Carrión, una plenitud como de borrachera; también sintió pronto cómo desaparecía. El episodio equívoco, del que quedaban apenas unas imágenes nítidas, había quedado hasta ese momento dormido en alguna parte. Andrés, con su suicidio, le había impedido para siempre intentar completar ese conjunto de cuadros móviles y breves.

Miró otro rato la callecita y pensó en recorrerla. Tal vez entrar al hotel, reconocer con inmotivado placer su construcción plácida, de los años setenta según creía, verde y blanca, con ventanas de esquinas redondeadas y gruesos vidrios decorativos color verde botella, y tomar un té o un chocolate en la cafetería fresca, casi siempre desierta, con su único mozo engalanado de negro y blanco, un poco incrédulo ante la visita de un cliente. Tomar algo escuchando el rumor de la televisión siempre prendida, mirar de nuevo la textura de la alfombra vieja que cubría por entero el piso del lugar, cegarse un poco mirando la claridad exterior en contraste con la fresca sombra de la cafetería del hotel. Pasó el primer carro del día, y su sonido, fuerte al principio y cada vez más disperso, la convenció de caminar un poco antes de que el sol implacable diera lugar al frío vespertino de Quito.

Dejó atrás, con paso lento, la callecita y el hotel, la Casa Carrión y el barrio entero en el que se volvían a evaporar los recuerdos de ese mediodía, como si se tratara de un arcoíris, que cuando aparece en páramos inhóspitos o en medio del océano, sin que nadie lo mire, se confunde, a pesar de la intensidad de sus colores, con el azul indolente del resto del cielo, y desaparece.

4

Ahora pensaba en las posibilidades de alargar los años: imaginaba cada etapa de la vida como una extensión considerable, suficientemente vasta como para crear la ilusión de eternidad. Sin embargo, permanecía la certeza de que todo tiempo sería insuficiente. Pensaba en la gente que camina por la calle y se preguntaba cómo eso era posible, a pesar de que crecía en ellos, en silencio, cada vez más fuerte, aunque solapado, el fin.

Amanecía. «Lentamente» —se escuchó pensar. La luz entraba blanqueada por las cortinas, y proyectaba la textura de la tela contra la pared y el suelo. Había un cuerpo tibio que respiraba a su lado. Puso su mano abierta sobre su espalda, pero algo le impedía a esa hora de la mañana asimilar algún tipo de comunidad con él. «Nico»— otra vez se escuchó. Se sentó en la esquina de la cama, aún un poco aturdida por el sueño, y miró hacia fuera por la ventana: el paisaje reconocible de techos de teja y casas a medio ampliar, las voces de los niños en la escuela coreando el himno nacional o la campana de la iglesia contigua que siempre se escuchaban a esa hora desde ahí, y la evolución del color de la luz hacia el amarillo empezaban siempre, y esta vez también, a devolverle su confianza en esa habitación, que conocía bien.

Se acercó a Nicolás, que dormía, y le dio un beso en la boca y otro en la mejilla, un poco feliz, sintiendo una especie de jovialidad en declive, un resto de la noche anterior. Salió a la terraza, aún en ropa interior, y abrazó de buena gana el frío de la mañana en Quito. El cielo estaba azul, el sol ya había salido.

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