Christopher J. H. Wright - Ser como Jesús

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El autor reflexiona en este libro sobre las cualidades que el apóstol Pablo incluye en el fruto del Espíritu en la Carta a los Gálatas. Muestra cómo ellas están enraizadas en el carácter de Dios, revelado en el Antiguo Testamento, y modelado y enseñado por Jesús. El objetivo de estas reflexiones no es otro que motivar tanto a los cristianos como a las iglesias a crecer no sólo numéricamente por medio de la evangelización, sino también que la profundidad de su madurez espiritual logre desarrollarse hacia la meta de ser cada vez más como Jesús.
Muchas veces se destaca con razón la importancia de los dones, el poder y los ministerios del Espíritu Santo, pero fácilmente se descuida el mandato de Pablo de vivir y caminar por el Espíritu y cultivar el fruto que sólo él puede producir en la vida de las personas. Prestar mucha atención a las cualidades que el apóstol explica, y tratar de cultivarlas diariamente con la ayuda de Dios, es sin duda una forma de encaminar nuestras vidas hacia la meta señalada. Los seguidores de Jesucristo crecen en madurez cuando se alimentan de la Palabra de Dios, y cuando ella es estudiada y predicada con fidelidad.
Se trata, pues, de un libro en el que el autor aplica su sabiduría de experto en Biblia en forma didáctica y pastoral para el lector de hoy. Contiene aplicaciones que tienen por objeto fomentar el crecimiento en profundidad, preguntas al final de cada capítulo para profundizar la reflexión; es un recurso valioso para predicadores, grupos de estudio y reflexión personal.

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Juan expresa tres cuestiones principales en este pasaje.

a) Dios es la fuente de todo amor (1Jn 4.7-8)

«El amor viene de Dios», dice Juan. Todo el amor humano fluye de Dios porque Dios es la fuente de todo amor verdadero, ya que el amor es su propia naturaleza y su ser. Esto nos dice algo sobre Dios. Podríamos decir que Dios es amor en todo sentido. Todo lo que Dios hace o dice es, en última instancia, una expresión de su amor. Cuando Dios actúa con justicia, es la manifestación del amor de Dios. Cuando Dios actúa con ira, es el amor de Dios que se defiende a sí mismo (y a nosotros) de todo lo que podría estropear o destruir al mundo y a las personas que él ha hecho con amor. Toda la actitud de Dios y su accionar con su creación es amor. O como dice el Salmo 145 dos veces, «El Señor […] es bondadoso en todas sus obras» (Sal 145.13, 17). El amor de Dios es la realidad más grande del universo, incluso superior al mismo universo.

Así que, efectivamente, este pasaje nos dice una verdad gloriosa acerca de Dios. Pero debemos recordar que Juan se dirige principalmente a sus lectores, y su punto principal es que quien no vive en amor con los demás no está conectado con Dios, quien es la fuente de todo amor. De hecho, tal persona realmente no conoce a Dios y no es su hijo.

b) Dios nos ha mostrado la evidencia y el ejemplo de su amor (1Jn 4.9-11)

Juan regresa a la esencia del propio evangelio. ¿Cómo sabemos que Dios nos ama? Porque Dios el Padre dio a su único Hijo, y Dios el Hijo voluntariamente se entregó a sí mismo, para salvarnos de la muerte eterna y darnos la vida eterna. La maravillosa verdad del evangelio de Juan 3:16 se encuentra bajo la superficie de estos versículos.

La cruz es la demostración definitiva del amor de Dios, el amor del Padre y del Hijo. Observen el hermoso equilibrio entre 1 Juan 4.9-10, que habla del amor del Padre al enviar a su Hijo, y 1 Juan 3.16, que habla del amor del Hijo al entregar su vida por nosotros. Pablo expresa exactamente el mismo punto equilibrado cuando habla de Dios el Padre como «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…» (Ro 8.32), y del «Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí» (Gá 2.20).

Pero, una vez más, hay que recordar el punto principal. Juan nos dice todo esto respecto al amor de Dios no solo para enseñarnos una buena teología de la expiación. Su gran objetivo es motivarnos a imitar el amor de Dios Padre y Dios Hijo, amándonos unos a otros. Y eso nos trae al clímax del argumento de este párrafo, en el versículo 11: «Ya que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros». La cruz no solo es el medio por el cual somos salvos, sino también el ejemplo respecto a cómo debemos vivir.

Pedro expresa el mismo punto doble. Dice respecto a Jesús: «en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados». Así es como nuestros pecados pueden ser perdonados, por la muerte expiatoria de Cristo. Pero en el mismo pasaje Pedro escribe: «Cristo sufrió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos», el ejemplo de sufrir sin represalias y contragolpes (1P 2.21-25). De manera similar, dice Juan, el amor de Dios, demostrado en la cruz, es un modelo y un ejemplo que debemos seguir. «Ya que Dios…, también nosotros...». Es tan simple como esto.

Entonces, si una persona está luchando con amar a otros cristianos (y sucede a menudo, por todo tipo de razones), hay dos cosas que debe hacer: primero, ir a la fuente del amor, a Dios mismo, y pedir que su amor divino le llene; y segundo, pensar en el modelo de amor, la cruz de Cristo, y seguir su ejemplo.

Pero luego Juan da un paso más, y hace una declaración aún más potente de lo que ocurre cuando los cristianos se aman los unos a los otros.

c) Dios se hace visible por medio de nuestro amor mutuo (1Jn 4.12)

Nadie ha visto jamás a Dios, pero, si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece entre nosotros, y entre nosotros su amor se ha manifestado plenamente (1Jn 4.12).

«Nadie ha visto jamás a Dios». ¿Pero qué pasa con todas esas apariciones de Dios en el Antiguo Testamento a personas como Abraham y Moisés? Bueno, efectivamente, en ese sentido Dios sí se hizo visible a ellos en alguna forma humana temporal o mediante un ángel. Estos eventos se denominan «teofanías», que literalmente significa «apariciones de Dios». Cuando Dios quería hacer o decir algo particularmente importante para algún momento histórico, se le «aparecía» a alguien en la historia. Pero, aun así, había cierta cautela en torno a hablar de «haber visto a Dios». Sabían que Dios, como realmente es en sí mismo, es invisible. Dios no es parte del mundo físico que podemos ver a nuestro alrededor y en el cual vivimos. Dios no es un «objeto». Dios es Espíritu, el creador del universo, no es una «cosa» o un «cuerpo» que podemos ver con nuestros ojos físicos. Entonces, en ese sentido, Juan dice con acierto que «nadie ha visto a Dios».

Pero esta es en realidad la segunda vez que Juan escribe estas precisas palabras. La primera vez fue en su Evangelio. Justo al principio, cuando habla de la manera asombrosa en que la eterna Palabra de Dios ha ingresado en nuestro mundo de espacio y tiempo, dice esto: «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1.18).

Jesucristo, la Palabra que se hizo carne, ha hecho visible a Dios. Dios, en la persona de Jesucristo, fue visto, oído y tocado. De hecho, al principio de su carta, Juan les recuerda a sus lectores este mismo punto: «Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida» (Jn 14.9).

Bueno, podríamos decir que aquello estuvo muy bien y fue muy lindo para los que pudieron ver a Jesús cuando vivió aquí en la tierra. Tuvieron esa maravillosa oportunidad de ver al Dios invisible hecho visible en la persona y la vida de Jesús de Nazaret. ¡Me alegra por ellos! ¿Pero qué pasa con el resto de nosotros?

¿Qué ocurre con el resto de la raza humana que nunca tuvo la oportunidad de ver a Jesús? ¿Hay alguna forma en que Dios pueda ser visto hoy?

Sorprendentemente, Juan empieza su segunda afirmación exactamente de la misma forma: «Nadie ha visto jamás a Dios, pero, si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece entre nosotros» (1Jn 4:12). Juan parece dar a entender que nuestro amor mutuo hace visible el amor de Dios, que es otra forma de decir que Dios mismo se hace visible, ya que Dios es amor. Cuando los cristianos se aman los unos a los otros, de maneras concretas, con sacrificio, a un gran precio, de forma tal que logran destruir barreras, entonces el amor de Dios (o, más bien, el Dios que es amor) se llega a manifestar. El mundo debería poder observar cómo los cristianos viven y aman juntos, y ver demostrado en ello algo de la realidad de Dios. El Dios invisible se hace visible en el amor que los cristianos tienen los unos por los otros.

Ahora bien, por supuesto que ninguno de nosotros es perfecto, y todos fallamos de muchas maneras distintas. Por ello, a menudo nos protegemos un poco y decimos cosas como: «No me mires a mí o a los cristianos; mira a Jesús». Sí, claro, nunca debemos presumir. Y efectivamente, queremos que las personas se enfoquen en Cristo, no en nosotros. Pero, a veces aquella manera de pensar y expresarse puede convertirse en una excusa para que ni siquiera intentemos obedecer el mandamiento de Cristo respecto a amarnos los unos a los otros. Para Juan, el mundo debería poder observar a los cristianos y a las iglesias cristianas y ver algo de la realidad de Dios. Deberían poder ver a Dios en acción.

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