El diseño biológico del ser humano está hecho para la supervivencia. Que los seres humanos podamos pensar, razonar y alcanzar el desarrollo que hemos alcanzado es una cosa; que estemos diseñados para ese fin es otra. No estamos diseñados para el entorno tecnológico en el que estamos viviendo. De hecho, el cerebro frecuentemente se confunde, pues no está tan actualizado y es capaz de angustiarse con incontables sucesos (llegar tarde a la oficina, no tener el regalo de cumpleaños de nuestra pareja, una cena con personas que no nos gustan, un examen, un dolor de cabeza, el pinchazo para un análisis de sangre, no saber qué partido ganará las elecciones, si subirán los impuestos, el calentamiento global, etc.).
El lector puede pensar que en todos estos casos el cerebro no se equivoca a la hora de identificar que la situación pueda ser peligrosa (suspender un examen puede tener unas consecuencias muy negativas), pero sí se equivoca con la respuesta que es adecuada para gestionar la situación (sudar, estar tensos o que el corazón lata muy deprisa es necesario si nos persigue un perro ladrando, pero no durante un examen). Lo cierto es que, intentado protegernos, nuestro cerebro nos puede crear problemas importantes que algunas veces solamente somos capaces de detectar cuando ya hemos cometido el error de dejarnos llevar por nuestra respuesta emocional.
El miedo es, por tanto, un programa básico con el que todos los seres humanos nacemos y que debemos conocer y entender. Junto con otros programas emocionales (tristeza, ira, alegría o asco), el miedo ha sido tan importante para nuestra evolución y supervivencia que forma parte del «cableado básico emocional» con el que nace el cerebro de los seres humanos. Da igual la raza, la cultura o el país. De la misma forma que cualquier bebé humano está programado para aprender a hablar, estamos preparados para sentir miedo cuando nuestro cerebro percibe que una situación pueda tener consecuencias negativas para nosotros.
El estrés o la distorsión de la realidad y cómo superarlo
Este mecanismo está diseñado con una precisión admirable y es perfecto para afrontar un peligro concreto y después quedarse tranquilo y recuperarse. Sin embargo, cuando el peligro no desaparece, sino que se hace crónico, este sistema puede empezar a fallar. Los fallos que pueden darse son diferentes, pues, a pesar de nuestro parecido, cada persona tiene un cerebro con características particulares. Puede darse una ansiedad agobiante, pueden aparecer ataques de pánico sin causa aparente, puede comenzar una irritabilidad y desorganización incontrolable, o una tristeza paralizante. Todas estas reacciones se producen por la existencia de una situación de estrés crónico.
En psicología el estrés se describe como el resultado del balance entre los recursos que una persona percibe que tiene para gestionar una situación y las demandas de la situación. Si cree que puede gestionar de forma exitosa, no habrá estrés; si cree que no puede, entonces se producirá estrés, y esa persona reaccionará con miedo o ansiedad[1]. Si el estrés persiste y se hace crónico, nuestro sofisticado sistema de protección empezará a agotarse y dará señales de que estamos en una situación extrema que requiere atención. Por sorprendente que pueda parecer, esas señales que indican que nuestro sistema se está agotando son consideradas por algunos expertos como mecanismos de defensa del cerebro. Y es lógico.
Si nuestro cerebro percibe que estamos ante una situación peligrosa que no conseguimos gestionar (una situación de estrés crónico), y decide que ya no lo puede soportar más, se las arreglará para lanzarnos un aviso para que nos apartemos del peligro. Estas señales ante una situación extrema son de tal intensidad que las atenderemos de forma inevitable. Por ejemplo, si la respuesta es una tristeza intensa, el mensaje del cerebro sería: «Quédate en la cama si no puedes hacer nada». Si la señal es un ataque de pánico, el mensaje de cerebro sería: «Sal corriendo de una vez de ahí». O si la señal que envía son percepciones distorsionadas de la realidad, como las disociaciones o las alucinaciones, el mensaje del cerebro sería: «Como no podemos evitar el escenario del peligro, voy a distorsionar tu percepción para que no tengas una visión tan clara de la realidad y no te haga daño».
El caso de Miguel
Un ataque de ansiedad sin motivo
Miguel tiene diecinueve años. Es estudiante universitario y ha pasado el confinamiento en casa de sus padres. Miguel se puso en contacto con nosotras durante la cuarta semana del confinamiento, pues en los últimos días había sufrido dos ataques de ansiedad muy intensos que le habían dejado lleno de miedo a que volvieran a ocurrir. Este fue su relato:
No sé qué me ha pasado, siempre he sido nervioso, pero esto no me había pasado nunca. Creí que me daría un infarto y me iba a morir. El primer día que me ocurrió era por la tarde. No me levanté bien, me sentía extraño y la comida de ese día me sentó mal. Me tumbé un rato después de comer y al cabo de una hora empecé a encontrarme indispuesto; no podía respirar, tenía temblores en las piernas y mi corazón latía muy deprisa; después empezaron los escalofríos y una sensación de dolor y presión en el pecho. Me asusté y se lo comenté a mis padres; quería ir a urgencias, pero me dijeron que si estaba loco, que con la pandemia era una insensatez. No sé cuánto duró. Recuerdo que salí a la terraza y allí empecé a sentirme un poco mejor. Me quedé agotado. Al día siguiente seguía sin sentirme bien, no podía dejar de pensar en lo que me había ocurrido. A los dos días de que me sucediera la primera vez volvió el ataque. También fue por la tarde, y apareció de forma más repentina e intensa; me tiré al suelo y creí de verdad que me moría. Eran los mismos síntomas que la primera vez, pero con mayor intensidad. Mi padre me llevó a urgencias. Al llegar allí ya me encontraba mejor. Me dieron un ansiolítico y me dijeron que era un ataque de pánico, que no me preocupase y que mejor contactara con un psicólogo. Me dicen que no me preocupe, que no es grave, pero me resulta imposible no preocuparme. Me da mucho miedo que me vuelva a pasar. La verdad es que estoy muy preocupado por la pandemia, pero no creí que me estuviese afectando tanto. Quizá tuvo que ver con algo que ocurrió el día antes del primer ataque: tuve una reunión online con algunos profesores y yo acabé bastante angustiado. No saben aún cómo nos examinarán, pero sí nos insistieron en que no nos van a regalar nada. Acabé convencido de que iba a perder todo este curso.
El miedo no se cura, se gestiona
Miguel ha tenido dos ataques de pánico (popularmente se conocen como ataques de ansiedad) y tiene miedo de que le vuelva a suceder. Ha desarrollado miedo al propio miedo. Lo que ha ocurrido es normal y esperable. Miguel es una persona nerviosa que reacciona con bastante intensidad emocional frente a las preocupaciones. Desde que comenzó el estado de alarma, su percepción de peligro no se ha reducido; al contrario, considera que todo es un caos y reconoce que tiene miedo. Además, que por la pandemia haya cambiado todo el sistema de exámenes en su universidad le parece injusto y le asusta.
En el caso de Miguel se ha ido produciendo en las últimas semanas un aumento de sus niveles de preocupación y de ansiedad hasta que se desencadenó el primer ataque de pánico. Una vez se ha dado el primero, es más probable que aparezcan más ataques de pánico, pues el miedo al propio ataque hace que se mantenga una vigilancia permanente sobre el propio cuerpo que alimenta el miedo. Se produce así un círculo vicioso que impide que se pueda lograr un estado de tranquilidad.
Un ataque de pánico es una forma de que nuestro cerebro diga «no puedo más, para ya». El problema es que hace miles de años esta reacción servía para salir corriendo despavoridos y escapar del peligro, pero ahora el cerebro, aunque intenta lo mismo, no lo consigue. En el caso de Miguel, la COVID-19 y los exámenes online en la universidad no son evitables. No puede salir corriendo.
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