Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño
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Yo solo quería mirar su cuerpo, devorarla con la vista. Pero, por alguna razón, solo pude mirarla a los ojos. Su mirada tímida me desarmó. Yo esperaba encontrarme ante una mujer desinhibida, impúdica, pero me pareció una niña asustada y fuera de lugar. De repente, mi determinación se quebró, titubeé, y apenas acerté decir:
—¿Qué hace una mujer como tú en un sitio como éste?
—Pues ya ves, buscando el calor de la chimenea —me contestó con una sonrisa menos tímida, divertida.
—Y... ¿cómo te llamas?
—Andrea. ¿Y tú?
—Alejandro.
Andrea parecía tan desubicada como yo.
—¿Tienes frío? —le pregunté tras un breve silencio.
—Un poco —me contestó.
Me acerqué, puse mis manos en su cintura y ella pegó su cuerpo contra el mío.
—¿No tienes quien te abrace esta noche? —le pregunté, cuando en realidad hablaba conmigo mismo.
—Parece que no —me contestó Andrea con una sonrisa en los labios y la sorpresa reflejada en sus ojos, mucho más bonitos en la distancia corta, más misteriosos a la luz del fuego.
Al principio no entendí el porqué de su sorpresa. Luego comprendí que no era el tipo de pregunta que solían hacerle en aquel garito del último número de aquella calle sin nombre.
—Si quieres puedo abrazarte yo —le dije sin dejar de mirarla a los ojos.
Andrea no esperaba que la conversación transcurriera por aquellos derroteros; a mí también me sorprendieron mis palabras. Pero los dos entendimos lo mismo: lo que yo quería decir era «abrázame, por favor». La abracé no sin cierta timidez al principio; me abrazó sin aquella timidez que me pareció ver en sus ojos apenas un segundo antes. Aquella fría noche de principios de primavera Andrea me regaló su cuerpo... y algo más, mucho más.
—No quiero tu dinero —me dijo.
—Cógelo, te hará falta.
Andrea me miró a los ojos antes de responder.
—Yo cobro por hacer mi “trabajo”, pero esto ha sido diferente, no sería justo que me pagaras.
Cogí su mano con la intención de darle el dinero.
—Cógelo, por favor —insistí, pero ella se negó.
—No puedo. No quiero que el dinero manche el recuerdo de esta noche.
Andrea y yo acabábamos de hacer el amor. No era eso lo que yo pretendía, mucho menos lo que ella esperaba de mí. Pero, en aquel antro de mala muerte, durante el poco tiempo que nos concedía el dinero que ella se negó a aceptar, Andrea y yo nos amamos, con desesperación, aferrándonos el uno al otro, como el náufrago se aferra al tronco aun sabiendo que no lo acercará a la orilla. Yo nunca lo hubiera imaginado así, menos aún aquella noche; ni Andrea, ni aquella noche ni ninguna otra, no en aquel sitio. Juntos remendamos nuestras heridas, incluso nos regalamos algo de esperanza. Por momentos casi conseguimos espantar la soledad. Después del clímax nos quedamos abrazados, en silencio, lamiendo nuestras heridas, intentando escapar por un instante de la triste realidad: ambos habíamos pasado del amor al despecho. Ella, hacía meses; yo, aquella misma tarde.
Aquella noche de una incipiente primavera yo empecé a despedirme de María. Sabía que la había perdido pero, durante unos minutos, creí recuperarla a través del cuerpo acogedor de Andrea, derrochando en su cálida piel todas las caricias largamente guardadas para mi amor de ojos negros, para la mujer a quien, hasta solo unas horas antes, había soñado seguir besando por el resto de mis días. A mi buena samaritana le entregué sin esperarlo todos los besos guardados para María, todas las caricias que debían ser solo suyas; y en su hombro lloré sin lágrimas el desconsuelo por la traición de mi amada mientras descargaba en su sexo parte de la rabia que me provocaba el sentirme traicionado. En el cuerpo de Andrea encontré un refugio momentáneo, el lugar donde refugiarme de aquel dolor que parecía dispuesto a perseguirme por siempre. Bajo su vientre experimenté un instante de paz, una descarga de placer, mucho más de lo que parecía reservarme tan amargo día, una recompensa quizá inmerecida. Entre las piernas de Andrea me sumergí para escapar del desengaño; en su sexo descargué algo más que frustración y semen, mucho más que ternura, toda la pasión que ella no esperaba, toda la delicadeza que me había prometido perder horas antes, todo el afecto que me robó en la primera mirada. Y, aunque no dejara de pensar en María, sé que la amé por ser ella. Quizá porque me olvidé de dónde estaba, tal vez porque su mirada tímida derribó mis prejuicios. Quizá fue porque, por encima de todo, Andrea solo era una mujer, nada más, nada menos. Nunca la olvidaré. Andrea siempre tendrá un rinconcito reservado en mi corazón solo para ella.
Yo no sabía nada de Andrea. Desconocía las razones que la habían empujado a los brazos de aquella vida ingrata. Ella tampoco sabía nada de mí e ignoraba la existencia de María. Pero en el momento de abrazarla junto a la chimenea creo lo supo todo, sin necesidad de detalles, solo por el desamparo que no podía esconder aquel abrazo inesperado. Y yo encontré entre sus brazos mucho más de lo esperado, más de lo merecido, al menos hasta que empecé a mirarla como la mujer que era, sin despreciarla por su condición, sin juzgarla por lo que hacía. «Espera un poco», me dijo. Yo estuve a punto de decirle que no, que me marchaba de inmediato, pero también estuve tentado de decirle que no tenía dónde ir, que me encantaría quedarme toda la noche con ella. «Quédate al menos para fumarnos un cigarro», insistió. Andrea abrió un cajón de la mesita junto a la cama, sacó un paquete de Gauloises y me ofreció un pitillo. Me puse el cigarro en los labios que aún guardaban el sabor de su último beso y ella lo prendió sin dejar de mirarme a los ojos. Fumamos en silencio durante unos minutos. Luego Andrea empezó a contarme una historia desgarradora, la historia de una mujer que pagaba con su cuerpo y un jirón de su alma el precio de unas míseras pesetas: su propia historia.
Andrea tenía veinte años y hacía solo unos meses que se había marchado de casa. Su “pecado” había sido enamorarse de un soldado de reemplazo y quedarse embarazada; su pena, el rechazo del hombre a quien amaba, a ella y al hijo de ambos. Pero lo peor aún estaba por llegar. Lo que acabó de hundirla fue una condena para la que no estaba preparada. Cuando le hizo partícipe de su estado de buena esperanza el futuro padre de la criatura que latía en su vientre, el hombre del que se enamoró apenas verle, se vio obligado a revelar una verdad callada hasta entonces: él ya estaba casado. La vida de Andrea se derrumbó a sus pies, pero aun así decidió seguir adelante con el embarazo porque deseaba aquel hijo y porque sabía que, cuando todo falla, siempre queda el apoyo de la familia. Pero Andrea ignoraba la magnitud de su calvario. Sufrió en silencio durante meses, aprendió a inventar escusas que la hacían sentir culpable, mas nunca se planteó renunciar al fruto de su amor. Estaba enamorada y no se avergonzaba de su embarazo. Aquel retoño era un regalo del amor y nunca sería una carga para ella aunque tuviera que criarlo sola, aunque la sociedad la señalara con el dedo. Nada de eso le importaba. Lo único que necesitaba era el apoyo de su familia.
Cuando Andrea le confesó que estaba embarazada su madre corrió a confesarse con el cura de su parroquia. La suya era una familia muy conservadora y religiosa y aquel embarazo era una deshonra para ellos, una vergüenza, algo impropio de una mujer decente, inaceptable para una familia de buen nombre. El padre de Andrea era militar; su madre, de buena cuna. Andrea solo tenía un hermano menor, un chico serio y muy responsable, un estudiante de teología con la noble aspiración de ejercer la milicia como capellán castrense. Andrea quería estudiar pero no le dieron la oportunidad. Una chica con su apellido y su clase no necesitaba estudios para aspirar a un buen partido, un oficial del ejército quizá, tal vez un hombre de negocios pero, eso sí, de familia católica y apellido intachable. Los casaría el párroco amigo de la familia. Su esposo le daría una vida cómoda y ella se lo agradecería con hijos, muchos hijos, todos los que el Señor quisiera. Pero Andrea tenía sus propios sueños y en ellos no tenía cabida un matrimonio de conveniencia. Ella soñaba con enamorarse y ser feliz; de quién carecía de importancia. Pero la pequeña rebelde pagaría caro el “error” de enamorarse del hombre equivocado porque en su familia el amor no era cosa del corazón, ni surgía a primera vista. Eso solo era palabrería de poetas “rojos”, fantasías de muertos de hambre. El amor solo podía darse entre personas de igual clase social, solo así podía formarse una familia estable, un hogar donde criar a los hijos que el Señor tuviera a bien conceder, donde educarlos en la fe católica. Andrea siempre se supo la oveja negra de la familia, aunque nunca hasta entonces había tomado conciencia real de ello. Durante meses se estuvo preparando para los gritos, los insultos, incluso los golpes de su padre, y estaba preparada para soportar los reproches de su madre, para enfrentarse a su mirada acusadora, para escuchar que Dios se avergonzaba de su conducta, para oírle decir una y mil veces que ella no se merecía aquella vergüenza, que cómo podía hacerles aquello con la educación que le habían dado. Pero Andrea no estaba preparada para enfrentarse al desprecio en los ojos de su madre, mucho menos esperaba oír aquellas palabras en su boca: «Hija, tú sabes que el sobrino del padre Tomás es médico, ¿verdad? Él puede ayudarte, no tienes por qué arruinar tu vida por un pecado de juventud. Será nuestro secreto, nadie más tiene por qué saberlo. Hija, ¡no me mires así! ¡¿Es que no lo entiendes?! ¡No puedes darnos este disgusto! Además, aún puedes conseguir un buen partido. Bueno..., podrías si no fueras tan delicada con los hombres, claro. Porque mira que has tenido pretendientes de buen nombre, pero como tú vives en las nubes... Mira que dejarte seducir por un recluta. ¡¿Cómo has podido, hija?! Y deja de llorar, que no vas a ablandarme con tus lágrimas. ¡Pues haberlo pensado antes! Sí, Andrea, sí. ¡Tienes que abortar!» Pero Andrea ya había decidido seguir adelante con su embarazo aunque nadie la apoyara, aunque se quedara sola frente a todos. Y en aquel instante tomó otra decisión que no cambiaría nunca: cuando ella fuera madre, siempre estaría del lado de sus hijos, aceptaría sus errores y jamás les daría la espalda, por nada del mundo.
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