Fernanda García Lao - Nación Vacuna

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Al funcionario Jacinto Cifuentes se le encarga una delicada misión: seleccionar un grupo de mujeres para un «servicio patriótico» en una isla devastada por una guerra reciente y una enfermedad desconocida, que amenaza la estabilidad del país. Así empieza
Nación Vacuna, un viaje hacia la locura colectiva, una falsa ucronía donde el engaño altera hasta el absurdo la percepción del presente y de la historia. En la era de las Fake news, la mentira política y el neoliberalismo radical, Fernanda García Lao relata, con sorprendente y a veces perverso humor, la suerte de estas mujeres arrastradas a un proyecto delirante, donde cualquier intento de rebelión ha sido previsto y anulado por el sistema.

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Dolor en las articulaciones. Soñar con el carrete y el papel, incluso despierto. Las letras tienen cuerpo pero no se tocan. Quedan paralizadas, inventando un foco. Hacen una fila diferente cada vez para causar palabra. Se alían, cambian de posición. Son vírgenes de carne oscura. Un ejército desvariado en pleno fuego, que se alista para decir. Psoas no es lo mismo que Sopas. Cambiarse de lugar, un Kama Sutra del lenguaje.

Los enfermeros entregan informes a lápiz que no leo. Están llenos de faltas de ortografía: Padese de insomnio. Hevita el baño.

De las vacunadas, ninguna obtiene los Catorce Sí . La que no duerme en condiciones, tiene alta la temperatura. La que participa en actividades recreativas, no se baña. La perfección no existe. Reina la asimetría, lo torcido. Reviso las respuestas erráticas de hembras en observación con una mueca de angustia. No me interesa lo que hago. El mundo me disgusta hace rato. Quiero correr. Pero nunca hago lo que quiero.

La máquina de café está descompuesta. Me quedo parado junto a las tazas vacías. En el patio interior, hay abogados que fuman. Tienen los dedos mugrientos de revisar expedientes o de tragar humo. Gente negra, entonces. Con otro tinte. Compartir las instalaciones nos terminará igualando.

Vuelvo a mis tareas. Mujeres sin anécdota pasan por mis preguntas, que se suceden como ristras de embutido. Harto de devaneos, pongo un general. La pregunta número seis me da vergüenza. Si están obligadas a utilizar la misma camisa e idéntica falda, qué necesidad hay de recordárselo. Decido sortearla. La coherencia ha perdido sentido en este costado del mundo. Invento las respuestas. Entrego los formularios y me retiro. Soy un inadaptado.

Resuelvo no ir al refectorio. Prefiero caminar un rato. La ciudad está muda a esta hora. Solo una lluvia ligera. Me detengo en la parada de colectivos. A mi lado, un gordito y su hija miran hacia adelante, ausentes. Ocupan todo el banco. Me quedo a un costado, observando. La nena tiene piel delicada pero su estructura ósea es rústica. Y tose. Parece un perro, una combinación de terror. Mirarla asusta. Agita el pelo lacio y opaco como si quisiera sacárselo de encima. Un colectivo se acerca mordiendo el cordón. La nena alerta a su papá. Se levantan con pereza. Ella busca las monedas y me echa un vistazo áspero. Siento que ha olfateado el miedo que me provoca. Suben y se cierra la puerta. Sus ojos se clavan en el vidrio. No me los quita de encima, me reptan hasta que se hacen diminutos y no se distinguen más. Siento ganas de llorar.

El día va rápido arrastrado por el viento hasta que se detiene y me mira. Tiemblan las ventanas y el aullido exterior parece un látigo. La furia se golpea contra los marcos. Esa perturbación intensifica mi malestar. La niebla nos hace invisibles. El cielo es un vientre al revés, con las ubres hacia adentro. Cada instante incuba un monstruo. Yo, por ejemplo.

A veces camino hasta el puente viejo. Los demás beben y ríen en círculos. Los abogados con las fiscales, las enfermeras con los clínicos. La baba de unos sobre las lenguas de las otras.

De noche, frente al río Chubut, esa mancha espantosa que se mueve sola, orino. Y me entretengo imaginando el chorro pálido madurando en color sobre la penumbra espesa. Algo de mí se suicida en el río. Mis restos van al mar.

Hoy, una vacunada muerta. Hubo que sacarla por la puerta de atrás. Llegó en camilla. Erizo, la nueva, arrastró su cuerpo sin percatarse de su estado. La dejó ante mí y se fue. Le conversé un rato y solo gané silencio. La tipa estaba sumida en su eternidad vaya uno a saber desde hace cuánto. Acá nadie tiene buen color, el encierro nos desluce. Le hablé de mí, por fuera del formulario. Soy duro, dije. A veces oscilo, parezco una intención de persona, puedo desear mi final. No comparto tendencia con nadie. Todo para hacerla reaccionar, para golpear su sentido común. Nada. La muerte destruye toda sorpresa lírica. Iguala en idiotez. La fallecida seguía callada, pero parecía entender. Me sentí libre porque no me cuestionó. Al cabo de una confesión de mi absoluta miseria, se me ocurrió mirarla. La máscara de su cara estaba inerte, ni un poco de calor, labios sin existencia, carne en disgregación. Un gris verdoso le tomaba el cuello y se deslizaba en cámara lenta hacia el torso. No pude tocarla, pero al instante entendí que había estado hablando solo. Ni siquiera supe su nombre. Archivé el legajo. Un no en “¿Respira?” anula el resto del formulario. Me lavé las manos con detalle.

LAS M

Hace dos años que tenemos las M pero perdimos la defensa, el control de los cuerpos. El enemigo, antes de su rendición estratégica, emponzoñó en secreto las aguas, derramando hasta la última gota de nuestro combustible.

Nuestra plana mayor se trasladó para la celebración, ignorando la maniobra sucia. Nadie quería perderse la foto de la supuesta victoria. De este lado, ni un oficial. Los adversarios, esos falsos caballeros, bajaron su bandera, subieron a sus barcos y abandonaron el lugar. Según parece, una extraña inscripción fue descubierta en la plaza principal de la M menor: Incerto exitu victoriae . Pero nadie se molestó en entenderla.

Nuestros generales pasaron la noche festejando sin sospechar su destino. Hasta llevaron odaliscas. Ya en la mañana comenzaron los primeros síntomas. Mucosidad, contracción de las pupilas, contrariedades respiratorias, náuseas y babeos. Tras los espasmos, el coma. Las odaliscas se suicidaron en grupo. Deambularon perdidas sobre el hielo con los velos congelados y las panzas al aire. Después, se abismaron en el océano.

Se cuenta que el primer general que presentó síntomas ya tenía problemas de hígado. Amaneció tendido sobre la mesa principal de la Casa de Gobierno, desnudo y ebrio. Pero sus visiones pronto se revelaron excesivamente extravagantes, incluso para un militar de su rango y paladar. Hablaba con su perro muerto en 1972. Stanley, Stanley, laputaqueteparió. La repetición febril delató su estado. La parálisis le fue subiendo desde los pies hasta la lengua como un goteo al revés. Dicen que los pelos del cuerpo se le dormían igual que flores silvestres recién cortadas.

A veces me entretengo imaginando a los envenenados de las M. Tan parecidos a nosotros, pero cautivos en la cámara frigorífica del destierro oceánico. La victoria les duró un instante. Enseguida, el suicidio de los débiles. Los que aún siguen con vida no llegan a cincuenta. Pero se sabe, quedarán allá para siempre en sus barracones helados. Deformes frente a la bandera de esa victoria deslucida. Les quedó una radio, pero la locura les tomó la lengua, empastó su discurso. Papapapapá. Arengas como detonaciones sin balas. Sin voz los dejamos. Estuvimos de acuerdo en bajar el volumen de las bocinas y no responderles más.

Hasta hace poco, les mandábamos un barco de carga con enseres. Quedaban cajones flotando, llenos de conservas, cerca de la costa corrompida. Nadie quería aventurarse al contagio. Pero hace un año la prensa oficial instaló la idea de suspender la ayuda a los sobrevivientes. Estamos dilatando lo inevitable, dijeron. Y el pueblo les dio la razón. La salud es prioridad, la economía. El sacrificio de unos pocos bien vale el bienestar general. Allá quedaron los héroes apestados y los muertos. Acá, los paladines del bienestar. Un océano en el medio.

Un grupo de mustios en contra del olvido se manifestó en cueros frente a la Gobernación. Fueron detenidos. Para olvidar la contienda, la Junta sugirió evitar las conversaciones y las prendas de color verde. Se quemaron gorras, viseras, cantimploras. Decidieron jibarizar el tema: la inicial devoró a la palabra. Estoy seguro de que ya nadie recuerda a qué refiere la M, exactamente. Es como la B de Juan B. Justo. Un adorno de la fonética.

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