Dicho lo cual, paseó el culo hasta el dormitorio.
—Me lo he pasado muy bien —exclamó antes de dar un portazo, y Emmitt oyó cómo cerraba la puerta con pestillo.
Septiembre estaba que trinaba. El aire era tan denso que Emmitt se ahogó por la humedad con una sola inspiración. Lo interpretó como una señal de que la Madre Naturaleza estaba menopáusica y que su viaje de vuelta a casa iba a ser una sucesión de sofocos con sudores nocturnos intermitentes y arrebatos impredecibles.
Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y contempló la casa blanca y amarilla del otro lado de la calle. La casona de estilo Cape Cod era de lo más familiar, con un encantador porche delantero, bicicletas a juego, un buzón diminuto y un Subaru que desprendía tanta energía de coche de mamá que a cualquier soltero con amor propio le produciría urticaria. No tenía nada que ver con el bungaló que él había comprado unas manzanas más allá.
Era la clase de hogar que llevaba escrito «familia feliz» de los cimientos al tejado.
Emmitt jamás había sentido esa sensación de formar parte de algo hasta el día que conoció a Paisley.
Le bastó mirarla una sola vez para que todo su mundo cambiara por completo. Emmitt cambió. Convertirse en un papá de Instagram surtía ese efecto. Y cada día que pasaba iba cambiando más y más. Tan solo esperaba cambiar al ritmo que Paisley merecía.
En lugar de llamar a la puerta principal, se quedó plantado en la acera, sudando a mares debajo de una sudadera y una gorra, con pinta de acechador que estudiaba el terreno. Al día siguiente, su sigilosa vuelta a casa aparecería en la primera página del periódico matutino, y Emmitt quería que Paisley se enterara por él. Y por eso estaba allí y no forzando la puerta de su dormitorio y metiéndose en la cama con su respondona inquilina.
Emmitt ignoró el sudor que le empapaba las cejas, que nada tenía que ver con la Madre Naturaleza, y recorrió el caminito empedrado hacia la puerta de un rojo potente. En el centro lucía una guirnalda de girasoles, unas luces brillantes adornaban la barandilla del porche y forraban cada una de las columnas, y sobre la pared cubierta de madera una placa de bronce rezaba: «La familia Tanner».
Emmitt lo leyó; aunque habían pasado diez años, seguía sin asimilarlo.
Se llevó la palma de la mano hacia los ojos, ignoró cuánto le escocían e introdujo el código de la puerta. El cerrojo se abrió y le dio paso al interior. Valoró la posibilidad de colgar la chaqueta junto a las demás, alineadas impecablemente cada una en su gancho correspondiente del perchero. Y entonces recordó cómo irritaba a Gray que hubiera ropa de gente «de fuera» junto al tapizado del recibidor, y se le ocurrió una idea mejor.
Con una sonrisa, Emmitt lanzó la chaqueta al sofá y la gorra dio vueltas sobre su cabeza. No se quitó las zapatillas, pero dio una patada para que la hojita que se le había pegado al talón derecho fuera a parar de pleno al centro de la mesita del café. Satisfecho con su obra, caminó por el recibidor hacia las voces que salían de la cocina, resuelto a pisar con fuerza sobre el parqué, recién pulido.
En casa de los Tanner, los domingos se dedicaban al fútbol, a la barbacoa y, en cuanto Paisley se hubiera acostado, a unas cuantas partidas de póquer. Y aunque se hubiera perdido el banquete, las maldiciones y protestas que oía de la cocina le sugerían que había llegado justo a tiempo para jugar a las cartas.
Fieles a la tradición de los Tanner, sus amigos estaban inmersos en una partida de póquer con unas apuestas altísimas en la que, por lo visto, la masculinidad de alguien estaba en tela de juicio.
—Serán solo unas cuantas horas —dijo Gray con las cartas en la mano y haciendo un superesfuerzo para poner cara de póquer. Para ser un tío cuya profesión incluía dar noticias de vida o de muerte, tenía más tics que un paciente con TOC en unos lavabos públicos—. Ya sabes lo importante que es el comité del baile para Paisley.
—El club de ciencias también era importante para ella, y por eso me pasé buena parte del año pasado tejiendo jerséis para los pingüinos de Nueva Zelanda. —El que había hablado era el cuñado de Grayson, Levi Rhodes. Un tipo honesto, una leyenda de los mares retirada que ahora era el propietario del puerto deportivo de Roma y del bar y el asador anexos, y también el mejor amigo de Emmitt. Y la razón por la cual él tenía a una mujer semidesnuda durmiendo en su cama—. Yo ya he cumplido. Te toca, chaval.
—Cuando me dijo que me había apuntado para ayudar con las decoraciones del baile, olvidé por completo que mañana es mi único día libre —dijo Gray, y Emmitt se habría ofrecido a ayudar a un amigo en apuros… Si alguno de los dos se hubiera molestado en recordarle que el baile en cuestión era este mes, claro. Vale, sí, estuvo varias semanas incomunicado, pero un correo electrónico habría sido un bonito detalle. Así que se quedó junto a la puerta de la cocina, a la espera de que se dieran cuenta de su presencia—. Tengo planes —añadió Gray.
El Dr. Grayson Tanner era tan solo unos años mayor que Emmitt, pero actuaba como si fuera el abuelo del grupo. Era un hombre equilibrado, tradicional y algo estirado, y luchaba para ganar el premio de Padrastro del Año. Le encantaba dar largos paseos por la playa, coleccionar conchas y elaborar detalladas listas de la compra con un código de colores en función de las categorías. Era un maldito héroe de la zona, y el bombón más deseado por todas las solteras del pueblo.
Aunque Gray no estaba para nada interesado en tener una cita: hacía cuatro meses que había perdido al amor de su vida. A Emmitt no le sorprendería si jamás volvía a posar la mirada en otra mujer.
—¿Con quién? ¿Con una botella de vino? —Levi separó dos cartas y las colocó boca abajo sobre la mesa antes de coger dos más del mazo.
—He quedado con tu madre, mi suegra.
Levi lo miró a los ojos por encima de las cartas.
—¿Va todo bien?
—Es para ponernos al día. —Gray se encogió de hombros—. No nos hemos visto desde…, en fin, desde el funeral de Michelle.
—¿Quieres que hable con ella?
—No necesito que me lleves de la manita —dijo Gray sin cambiar ni una sola carta—. Lo que necesito es que encuentres a alguien que te cubra en el bar para que vayas con Paisley a la reunión y después la traigas a casa.
—Que no puedo. —Levi se echó hacia atrás y se crujió los huesos del cuello de lado a otro. Era un auténtico armario, con más tatuajes que dedos. Y por su pelo rapado y su actitud de malote, la gente a menudo creía que era un boxeador y no un fabricante de barcos que construía lujosos veleros tallados a mano a partir de unos tablones de madera—. Mañana juegan los Patriots, y eso quiere decir que en la barra del Crow’s Nest no sobra nadie. Sé que es una noticia sorprendente, dada la gran cantidad de noches libres que tengo —añadió con condescendencia—, pero estaré currando en el bar y vigilando a mi nueva camarera. Es decir, que tú harás las decoraciones y de canguro.
—¿No te puede sustituir nadie? —Gray añadió tres fichas al montón—. Yo voy.
—¿Desde cuándo necesita canguro una chica de quince años? —dijo al fin Emmitt al entrar en la cocina.
Las dos miradas anonadadas se clavaron en él. La de Levi, acusadora; la de Gray, cabreada.
«Ay, hogar, dulce hogar».
—¿Qué coño haces ya aquí? —le preguntó Levi, al mismo tiempo que Gray decía:
—¿Llevas zapatos en mi casa? ¿Para qué crees que está el estante para zapatos de la entrada? Si hasta he puesto un cartelito encima para que no lo olvides.
—Ah, es que no lo he olvidado. —Emmitt abrió la nevera y la luz del frigorífico le provocó un dolor agudo detrás de los ojos—. He pisoteado tu parterre al entrar.
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