Marina Adair - A Roma sin amor

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Annie cree que la única manera de dejar de sentirse fuera de lugar es crear su propia familia. Sin embargo, le está resultando bastante complicado, porque todos los hombres con los que sale encuentran el amor de su vida… justo después de romper con ella.Tras su último desengaño, decide que es hora de empezar de cero, sin hombres. Y se muda a Roma (Rhode Island, EE. UU.), y no a Roma (Italia), para trabajar en el hospital de la ciudad, donde, por sorpresa, acaba compartiendo casa con un compañero tan enigmático como corpulento y sexy.Tras cubrir una historia literalmente explosiva en China, el fotoperiodista Emmitt Bradley vuelve a casa herido y con la intención de afianzar el lugar que ocupa en la vida de su hija Paisley. Pero con un padrastro y un tío entregado, Emmitt parece tener que pelear por su sitio. Por no hablar de la adorable invasora que ocupa su casa, que supone un problema añadido, uno que a él le encantaría resolver en la intimidad. Demasiados frentes abiertos: Annie ha renegado de los hombres, Paisley está en pleno furor adolescente y el padre de Emmitt, con el que estaba distanciado, reaparece con un secreto que lo cambia todo.Annie y Emmitt están a punto de descubrir que el amor adopta muchísimas formas y que, a veces, las mejores familias son las que elegimos.

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—Ahora que lo dices… —Annie oyó el familiar sonido del cuero cuando Clark se reclinó en la silla de su despacho—. Supongo que ha habido una confusión con las indicaciones, y el vestido de tu abuela ha servido para hacer…, en fin, el vestido de Molly-Leigh.

Annie se sentó en el sofá y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

—¿Qué hacía Molly-Leigh en Bliss? —quiso saber. La pregunta le provocó un dolor tan intenso que era como si reviviera la ruptura de nuevo. Porque Bliss no era la típica tienda de vestidos de novia de usar y tirar que visita todo el mundo. Era una boutique especializada en restaurar piezas antiguas, y tenía una lista de espera de un año.

Bliss no trabajaba con cualquier novia, y Annie no quería que una modista cualquiera se ocupara de su herencia familiar más preciada. Una herencia que ahora habían retocado para abarcar a Dolly Parton, la bola de Nochevieja de Times Square y los dos brazos de la justicia —que, por cierto, nunca se inclinaban a su favor—.

—Vio un esbozo de tu vestido en el diario de boda y se enamoró.

Annie levantó la cabeza y miró por la ventana hacia el porche trasero. Suspiró con alivio cuando vio su diario de boda. La neblina marina de la noche había aparecido enseguida y había dejado una ligera bruma de rocío, pero el diario seguía donde lo había arrojado, al lado de la piscina, debajo de la mesa de la terraza, en una caja con la etiqueta: «Ropa sucia, copos de avena y sueños rotos».

—¿Cómo ha podido ver mi diario de boda?

—Nuestro diario de boda —la corrigió él, y en la barriga de Annie comenzó a gestarse un mal presentimiento—. Le pedí a una de las enfermeras que hiciera una copia.

—Un uso muy inadecuado del personal y del material del hospital. Y ¿para qué? Si no ibas a casi ninguna de las citas.

—Fui a las que eran importantes.

—O sea, a una. A la única que te importaba a ti —lo corrigió—. Llegaste veinte minutos tarde a la prueba de la tarta. Y solo porque tenías entre ceja y ceja que fuera tarta de zanahoria. A nadie le gusta la tarta de zanahoria, Clark. A nadie.

—A mi madre sí. Y también a Molly-Leigh.

«Ay».

—Pues veo que has encontrado a tu pareja perfecta —susurró mientras alzaba la mano, cuyo dedo anular se veía desgarradoramente desnudo.

«Las decisiones de los demás tienen que ver con ellos, no conmigo», se recordó.

Eran las palabras que le dijo su psicólogo cuando, de niña, empezó a tener ataques de pánico en aquellas situaciones que la hacían sentirse una inepta. A lo largo de la adolescencia, las blandía como si fueran un arma. Ya de adulta, le gustaba creer que eran más bien un mecanismo de defensa para cuando las inseguridades le hacían una desagradable visita.

—Todavía me debes la mitad de la fianza —le recordó.

—Esa es mi Anh-Bon —dijo Clark en voz baja. Tiempo atrás, que la llamara así hacía que revolotearan mariposas en su corazón. Hoy le provocaba ganas de vomitar—. Siempre recordándome mis errores. Sin ti, jamás habría abandonado mi fase egoísta.

Annie se echó a reír ante la ironía.

Al ser la hija adoptiva de dos célebres psicólogos, y la única que desentonaba en su entorno, Annie había adquirido la curiosa capacidad de identificar y mitigar los miedos de los demás. Encontraba una solución antes incluso de que la mayoría de la gente fuera consciente del problema. Por eso era tan buena en su trabajo. Y tan fácil que se abrieran con ella.

Las enfermeras del hospital la habían apodado «Dra. Freud».

Annie era una buena chica con un buen trabajo que lograba atraer a buenos chicos con opciones de ser algo más en lo que al amor se refería. Su existencia había sido una sucesión de hombres monógamos, todos con una tara terrible que les impedía encontrar al amor de sus vidas. Durante la mayoría del tiempo que estaban con Annie, creían que era ella. Al final, sin embargo, Annie los ayudaba con sus taras emocionales para que otras mujeres fueran muy felices con ellos.

En su ADN llevaba grabado «esposa en prácticas». Tenía el don de ayudar a sus novios a superar sus problemas. Cuatro de los cinco últimos habían conocido a sus mujeres al cabo de pocos meses de romper con Annie. El quinto se había casado con su amor del instituto, Robert.

Y entonces llegó Clark. Un caballero muy metódico con bata de quirófano, con una familia increíble, un plan de vida sólido y unos cimientos inamovibles. Fue el primero en ponerse de rodillas y decirle a Annie que, para él, la búsqueda había terminado.

Se lo creyó como una tonta.

Y cuando Clark se desdijo y le confesó que lo de casarse no iba con él, y que no era ella sino él, también se lo creyó. Hasta que a las pocas semanas de dar por zanjado su compromiso le puso un anillo en el dedo a Molly-Leigh, así, a lo Beyoncé.

—Muchas cosas tengo que recordarte. Empecemos por el dinero del vestido, que ahora me debes.

—¿Cuánto? —Clark suspiró, alto y claro.

—Cuatro millones de dólares.

—Venga ya, por el amor de Dios.

—No, Clark, por el amor del vestido de mi abuela. De mi abuela. —Se le rompió la voz, y también el corazón.

—Anh-Bon… —La empatía de Clark parecía sincera. Por desgracia, la condescendencia que traslucía también, maldito fuera.

—Cinco millones. ¡El precio acaba de subir! Y antes de que me vuelvas a llamar Anh-Bon, no te olvides de que también me debes la mitad del precio de la tarta, de las trescientas cincuenta invitaciones —de las que solo cincuenta eran para invitados de ella— y la fianza que adelanté para que nos reservaran el sitio. —Como era una novia muy independiente, Annie insistió en pagarlo ella. No quisiera Dios que diera la imagen de ser menos que él en su inminente unión—. Y como no he recibido nada del Hartford Club, deduzco que el cheque te lo han mandado a ti, ¿no?

Era la única razón que se le ocurría para explicar por qué su cuenta marcaba diez mil dólares en números rojos. Diez mil dólares que necesitaba desesperadamente.

—Reenvíame el cheque y punto —siguió—. Supongo que sabes cómo asaltar mi lista de contactos y encontrar mi nueva dirección, ¿verdad?

—No tengo que asaltar nada si la propietaria me da acceso —la pinchó Clark. Annie no rio—. Vamos, Annie, no seas así. Ahora mismo te mando por PayPal la mitad de la tarta y después de la boda te devuelvo la fianza del sitio.

—¿Que me la devuelves? —El agarre de Annie se relajó y el vestido de seda estuvo a punto de caerse al suelo, pero lo cogió justo a tiempo—. ¿Qué me tienes que devolver? La organizadora me dijo explícitamente que, si otra pareja reservaba ese mismo sitio, nos enviaría un reembolso. Y lo reservaron hace más o menos un mes. ¿Dónde está el reembolso, Clark?

—Es que Molls y yo quedamos allí para comer con mis padres. Es que es un sitio tan bonito... —Hablaba con nostalgia—. Histórico pero con todas las modernidades. Íntimo pero lo bastante grande para que quepa todo el mundo. Elegante pero no demasiado caro.

«Perfecto pero no para mí», pensó Annie.

—Al grano. El reembolso.

—Es que cubría todas nuestras necesidades, incluso más. Cuando mi madre les preguntó por la disponibilidad, nos dijeron que para ese fin de semana seguía reservado para nosotros.

—Imposible. Mi madre me dijo que canceló la reserva. —Su afirmación precedió el silencio—. No la canceló, ¿a que no? Por eso el vestido de mi abuela seguía en Bliss.

—Me dijo que tenía la esperanza de que lo solucionáramos. —Las palabras de Clark dieron paso a una larguísima pausa que hizo que las entrañas de Annie hirvieran de vergüenza. «No puede ser». Una reacción que a menudo acompañaba los intentos de su madre por encontrarle pareja—. Creí que, en estas circunstancias, sería una pena desperdiciar la reserva de un sitio tan bonito.

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