Shuji Tsushima trabajaba en una oficina municipal en algún lugar de Tokio. Era el encargado de las actas de nacimiento. Su edad: treinta años. Sonreía siempre. No era apuesto, pero parecía sano, como quien dice, tenía buena pinta. La anciana encargada de repartir las raciones de comida en la oficina había dicho que por el solo hecho de hablar con el señor Tsushima se le olvidaban todos sus sufrimientos. Tsushima se había casado a los veinticuatro años. A su primogénita, que tiene seis años, le sigue un niño de tres. Son cinco los miembros de su familia: los dos niños, su esposa, su anciana madre y él. Y lo más importante, su hogar era feliz. Hasta el momento, en lo que se refiere a su trabajo en la oficina, no había cometido ningún error y se le consideraba un funcionario ejemplar. También era un modelo de esposo y un amantísimo hijo. Y, por supuesto, un excelente padre. No bebía sake y tampoco fumaba. Simplemente no le gustaba hacerlo. Su esposa había vendido todas sus pertenencias en el mercado negro para comprar las cosas que alegraran a su suegra y a sus hijos. No eran tacaños. Tanto él como su mujer se esforzaban por hacer del hogar un lugar divertido. La familia, originalmente, tenía su domicilio legal en el distrito rural de Kitatama, pero como su difunto padre había sido director de varias escuelas secundarias femeninas, habían cambiado de casa continuamente. Al cabo de tres años de estar trabajando como director de una escuela secundaria en Sendai, el padre enfermó y falleció. Tsushima comprendió que su anciana madre quería volver a su tierra natal, y así, después de liquidar las pertenencias dejadas por su padre, compró en un lugar de Musashino una casa nueva que combinaba estilos japoneses y occidentales. Tenía cuatro aposentos de ocho, seis, cuatro y medio, y tres tatamis respectivamente. Gracias a la ayuda de unos parientes, Tsushima logró encontrar trabajo en una oficina de la ciudad de Mitaka. Por suerte, se libraron de los incendios y desgracias de la guerra, los dos niños engordaron como bolas y la relación entre su anciana madre y su esposa era buena. Él se levantaba al amanecer, se lavaba la cara con agua fresca y se sentía tan bien que, girándose en dirección al sol, aplaudía dos veces con las palmas abiertas, haciendo una reverencia en señal de agradecimiento. Cada vez que pensaba en las sonrientes caras de los miembros de su familia, se prometía seguir haciendo lo que fuera para mantenerlos felices. Para él no representaba ningún esfuerzo llevar la compra del mercado, trabajar en la huerta, cargar agua, cortar leña, leerle cuentos a sus hijos, hacer de caballito para el más pequeño, o jugar con los cubos de madera. Era bueno jugando con ellos, y mientras lo hacía tenía la sensación de que en su hogar siempre soplaban vientos de primavera. En el jardín, más o menos extenso, se cultivaban con esmero las hortalizas, pero su dueño no lo hacía solamente por un fin utilitario, ya que las plantas estaban bien cuidadas durante las cuatro estaciones del año. En el gallinero, ubicado en una esquina de la casa, cada vez que las gallinas de Livorno cacareaban anunciando que habían puesto un huevo, se escuchaban gritos de júbilo. Sin duda alguna, el suyo era un hogar feliz.
Hacía unos días que uno de sus compañeros lo había obligado a comprar dos billetes de lotería. Uno salió premiado con mil yenes, pero como él siempre había sido una persona tranquila, no se excitó ni gritó, y tampoco se lo contó a ninguno de los miembros de su familia ni a sus compañeros de trabajo. Algunos días después, aprovechando que tenía que ir al banco por un asunto pendiente, cobró el premio en efectivo. Como no era tacaño, gastó el dinero para la felicidad de su familia. Era tan buena persona... En su casa había una radio estropeada desde hacía varios años que al parecer no tenía reparación. Durante ese tiempo el aparato había permanecido sobre una mesa como un adorno inútil. Su anciana madre y su esposa se quejaban a menudo de la presencia de aquel trasto. Se acordó entonces de este asunto, y al salir del banco se encaminó de inmediato hacia la tienda donde vendían radios y, sin vacilar ni un instante y sin remordimiento alguno, compró un aparato nuevo. Ordenó que se lo enviaran a su casa, regresó a la oficina como si no hubiera pasado nada y comenzó su trabajo.
Sin embargo, en su interior bullía de emoción. Imaginaba la sorpresa de su madre y la alegría de su esposa cuando les llegara el aparato. Y se sentía dichoso al pensar que su primogénita, que ya estaba grandecita, cantaría por primera vez escuchando la radio. Se alegraba al vislumbrar la cara inocente y los ojos abiertos de par en par de su hijo pequeño. Y escuchaba con anticipación las carcajadas de felicidad de la familia entera. Al volver a casa les contaría el secreto de la lotería. De nuevo sonrisas y muestras de contento. Ah, quería que llegara ya la hora del regreso. Quería bañarse con la luz de felicidad de su hogar. Sin embargo, el día, hoy, había sido estúpidamente largo.
Por fin. Era la hora del regreso. Comenzó a ordenar los papeles dispersos sobre la mesa.
En ese momento, jadeando de cansancio, llegó una pobre mujer a solicitar un acta de nacimiento. Se asomó delante de la ventanilla.
–Por favor, señor...
–Lo siento, ya hemos cerrado.
Tsushima había respondido con una sonrisa, mostrando aquel gesto que “libraba a cualquiera del cansancio”. Acabó de ordenar el escritorio y buscó su maletín con intención de retirarse.
–Por favor, señor.
–Fíjese en el reloj, el reloj.
Tsushima dijo esto de muy buen humor. Y empujó hacia afuera los impresos donde la mujer solicitaba el acta de nacimiento.
–Por favor, señor, se lo suplico.
–Vuelva mañana ¿Sí? Mañana.
El tono de voz de Tsushima era amable.
–Tiene que ser para hoy, si no me meteré en un lío.
Ya Tsushima había desaparecido.
...Debe de haber sido una verdadera tragedia el parto de aquella pobre mujer. Seguro que son muchas las historias que se pueden contar al respecto. Sin embargo, nadie sabrá por qué se quitó la vida, eso ni yo mismo (Dazai) lo sé. A la medianoche de aquel infausto día la mujer se lanzó al canal del río Tama. En una esquina perdida del periódico salió la noticia. No se conocía su identidad y tampoco su edad. Tsushima no tenía ninguna responsabilidad en aquel hecho. Regresó a casa a la hora que tenía que regresar. A decir verdad, ni siquiera se acordaba de la pobre mujer. Y, como siempre, continuó rompiéndose el lomo trabajando y sonriendo por la felicidad de su hogar.
(Este cuento se me ocurrió mientras estaba enfermo y no podía dormir, pero ahora que lo pienso mejor, el protagonista, Shuji Tsushima, no tiene que ser necesariamente un funcionario. Podría ser un empleado de banco o un médico. No obstante, lo que me hizo imaginar esta historia fueron las risas tontas de los funcionarios del gobierno que escuché por la radio. ¿Cuál sería la causa de semejantes idioteces? ¿Será la “maldad burocrática” su origen? ¿O la idiotez será la esencia misma de la “burocracia”? Al tratar de analizar el asunto, me he topado con un concepto deprimente: el egoísmo del hogar. Y he llegado, finalmente, a una terrible conclusión: la felicidad de la familia es el origen de todo mal.)
(Título original: “Katei no Kôfuko”, 1948)
Esta es una historia que sucedió hace cuatro años, justo cuando estaba escribiendo un relato llamado “Romanesque”. Ese verano vivía yo en el segundo piso de la casa de un amigo mío en la ciudad de Mishima, ubicada en la región de Izu. Una noche, mientras recorría la ciudad en bicicleta, muy borracho, me caí y me lastimé. Me hice un corte en el tobillo derecho. La herida no había sido profunda, pero como había bebido bastante perdí mucha sangre y salí corriendo a ver a un médico. El doctor que me atendió tenía unos treinta y tres años, era regordete y se parecía a Saigo Takamori. Y estaba casi tan borracho como yo. Apareció en la sala de consulta tambaleándose. Al verlo, me dio mucha risa. Mientras me curaba, no podía aguantar las ganas de reír, pues la situación me resultaba en extremo graciosa. Intenté disimularlo, pero finalmente explotamos al unísono en una sonora carcajada.
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