–¡Ya llegué, aquí estoy!
Quería anunciar de una forma diáfana y alegre mi llegada, pero como solía suceder mi voz resonó ronca y carrasposa.
–Mira, mi padre ha vuelto –dijo mi primogénita de siete años– ¿Dónde se habría metido?
También salió su madre con el niño pequeño en brazos.
Ante la pregunta de mi hija no se me ocurrió al instante una respuesta precisa.
–Anduve por ahí, de un lado a otro –dije–. ¿Ya habéis cenado todos?
Buscaba cómo escapar de las preguntas. Me despojé de mi gabán y cuando me dirigía hacia mi habitación oí el ruido de una radio. El aparato estaba colocado sobre la mesa que servía como escritorio.
–¿Has comprado esta cosa? –A causa de mis continuas escapadas me encontraba en una situación vulnerable, así que no me convenía mostrarme enojado.
–Esa radio es de Masako –respondió mi mujer.
–Es mía –confirmó mi hija, con semblante de triunfadora–. Fui con mi madre a Kichijoji y la compramos.
–Muy bien, muy bien por ti –dijo el padre con dulzura a su hija. Luego se giró y en voz baja le preguntó a la madre:
–¿Salió muy cara, verdad? ¿Cuánto te costó?
–Unos mil yenes –contestó la madre.
–Es cara, sí... ¿De dónde sacaste esa cantidad de dinero?
El padre gastaba su dinero en sake, cigarrillos y exquisiteces que consumía en los sitios donde bebía, pero su hogar era pobre: escaseaba la comida y en invierno se morían de frío. La madre llevaba en su cartera como mucho tres o cuatro billetes de cien yenes. Ésa era la apurada situación en que se encontraban, en otras palabras: vivían en la miseria.
–Ni siquiera hay dinero para que el jefe de la casa se tome unas copitas por la noche, y esa radio… es mucho dinero…
La madre se quedó paralizada ante las palabras de su marido. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Sin embargo, sonrió y con calma contó lo que había sucedido: “Mientras el padre estaba ausente, un individuo vino a pagarle los honorarios que le correspondían por el reciente trabajo que había aparecido en una revista. Aprovechando la ocasión, la madre se armó de valor y decidió ir hasta Kichijoji a comprar la radio, pues allí era donde la vendían más barata. La pobre Masako entrará a la escuela el próximo año y necesitaba una radio para iniciar su formación musical. Además ella misma, la madre, se pasaba horas y horas durante la noche aguardando al marido, y la radio le serviría de distracción. Ah, y también la acompañaría cuando remendara la ropa vieja”.
–¿Cenamos?
Así las cosas, en nuestra casa también teníamos una radio. Pero la situación no cambió para nada. Igual que antes, yo seguía con mis juergas, un día sí y otro también. Y en cuanto al bendito aparato, no me había detenido a escuchar su contenido. Incluso cuando trasmitían alguna de mis obras, me olvidaba de escucharla.
Digámoslo en pocas palabras: no abrigaba ninguna expectativa hacia la radio.
Sin embargo, hace unos días, mientras me reponía de un nuevo quebranto, escuché uno de esos programas de radio. Lo escuché desde el principio hasta el fin y me di cuenta de que también aquello era producto de la influencia norteamericana. La situación lúgubre que prevaleció durante la preguerra y la guerra había desaparecido. Era increíble, pero todo se había vuelto alegre y ruidoso: de pronto sonaban las campanas de una iglesia y enseguida se escuchaba el sonido de un koto. Ponían a cada rato discos de música extranjera, clásicos y populares. Se las ingeniaban para que los radioyentes no tuvieran siquiera un minuto de aburrimiento, no existía un mínimo intervalo entre los programas. Así pues, me quedé escuchando el aparato de marras, abstraído, sin pensar en nada, y sin darme cuenta llegó la noche. Ya era tarde y no había podido leer ni una página. A eso de las ocho o nueve de la noche escuché una cosa rara.
Se trataba de un programa novedoso que consistía en la realización de una grabación callejera en la cual funcionarios del gobierno y representantes del pueblo intercambiaban ideas acerca de problemas específicos. Ése era el objetivo de aquella emisión radiofónica.
Las personas se expresaban como si estuvieran molestas y atacaban sin piedad a los burócratas que, mientras soportaban la andanada de insultos, se reían de una manera extraña y un tanto desvergonzada. En realidad, los unos y los otros se enzarzaban en una serie de diálogos inanes e infantiles. (Decían, por ejemplo, que estaban en medio de una muy importante investigación. O bien que para reconstruir Japón hacía falta el esfuerzo mancomunado de pueblo y gobierno. Esa, decían, era la conducta correcta a seguir, ya que ahora vivíamos en un régimen democrático y nos enfrentábamos a una situación extrema y delicada. En consecuencia los distinguidos funcionarios del gobierno exigían de todos la más ferviente colaboración. Y así podían continuar perorando por largo rato). Hubiera dado lo mismo afirmar que aquellos infelices burócratas no habían dicho nada desde el comienzo hasta el fin. La gente del pueblo acabó por enojarse y reaccionó con ataques incisivos contra los funcionarios. Éstos a su vez exageraron sus sonrisas extrañas y malévolas, salpicadas de grotescas carcajadas, y repetían como una asquerosa letanía sus propuestas vacías. Alguien del pueblo, finalmente, se echó a llorar demandando la atención de un funcionario.
Mientras escuchaba aquella algarabía desde mi lecho de enfermo, no pude evitar indignarme. Si yo estuviera en aquel lugar y me pidieran mi opinión, gritaría a viva voz:
–En lo que a mí respecta, no pienso pagar impuestos. Estoy hasta el cuello de deudas. Bebo sake. Y fumo. Esos productos son gravados con impuestos muy altos, y por eso mis deudas no cesan de crecer. Y por si fuera poco, me paso el día de un lado a otro pidiendo dinero prestado, así que no estoy en disposición de pagar impuestos. Además, soy débil y enfermizo, me endeudo para conseguir comida, inyecciones y medicamentos. Y ahora estoy pasando por una muy dura situación en mi trabajo. Sufro por mi empleo, no como ustedes, parásitos, que tienen su sustento asegurado. Sólo pienso en trabajar y creo que me estoy volviendo loco. ¡El sake y el tabaco, así como los manjares que tanto me gustan, son un lujo en el Japón de hoy en día! Y si me dicen que renuncie a ellos, dejará de haber un artista de primera en este país. Eso es lo único que puedo asegurarles, y no crean que con esta cháchara trato de intimidarlos. Desde hace un rato ustedes están hablando de asuntos solemnes, que si el gobierno, que si el Estado, bla, bla, bla, puras tonterías, pues pienso que ese gobierno o ese Estado, que nos está llevando a la ruina, debería desaparecer de una vez por todas. Y nadie va a lamentar su pérdida. Los únicos afectados serán ustedes. Ya que les van a apretar muy duro el cuello. Arrojarán a la basura no sé cuántas decenas de años. Y a sus esposas y a sus hijos no les quedará más remedio que llorar y llorar. No obstante, hace tiempo que hacemos llorar a nuestras esposas e hijos por culpa de nuestros trabajos. Y conste que no lo estamos haciendo con mala intención, pues a causa del trabajo excesivo no nos queda un minuto de tiempo para atenderlos. Pero, ¿qué significa esa actitud? ¿Nos están diciendo que nos las arreglemos, con esas sonrisas estúpidas pintadas en sus rostros? No jodan. ¿Nos quieren poner la soga al cuello? Oigan, son ustedes unos auténticos desgraciados. ¡Dejen de esbozar esas sonrisas malévolas en sus caras lavadas! ¡Lárguense de una maldita vez! ¿No ven el asco que me dan? Yo no soy miembro de ninguna facción política, ni de derecha ni de izquierda, ni del Partido Socialista, ni siquiera del Partido Comunista. ¡Soy un artista! Métanselo en sus cabecitas. Lo que más detesto es que me tomen por tonto de esa manera tan descarada. Desde el inicio ustedes se han hecho a la idea de que no soy más que un idiota. Se llenan la boca diciendo estupideces sin sentido, creyendo que con palabras huecas pueden calmar a la gente. ¿De verdad creen que los pueden convencer? ¡Digan por lo menos una sola palabra que realmente refleje sus sentimientos! Lo que sienten en realidad…
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