La música era una forma primaria de identificarme, y asistir a los conciertos era como sellar un parte de mi historia personal, como si se tratara de un tatuaje. Mi momento favorito en cualquier actuación era la anticipación asociada a la salida al escenario del cabeza de cartel, la multitud aumentando lentamente, cada minuto que pasaba parecía una eternidad. Desde que había regresado a Arizona, ya había visto a los Nine Inch Nails dos veces en su gira de Downward spiral, así como a los KMFDM y a My Life con los Thrill Kill Kult.
Yo era como una visión infame: larguirucho y con granos, mis rasgos faciales se extendían por toda la cara como si estuvieran buscando un hogar. Mis ojos azules eran demasiado grandes y mi pelo negro y largo como un mocho se separaba hasta parecer una planta rodadora. Bultos que se parecían a quistes cubrían mi piel. El aparato de ortodoncia con las bandas en violeta estaba pegado a mis dientes y provocaba que las gomas se hincharan, llevando mi cara a un nuevo estadio de ruina. Me lo iban a quitar pronto, y soñaba con cómo sería eso de pasear la lengua por mis suaves dientes. Si cuando lo pensaba estaba enfrente del espejo, podía ver un destello de un chico mucho más guapo floreciendo debajo de mí. Mi acné era explosivo, así que convencí a Jennifer para que me dejara empezar a tomar Accutane. Encontramos un doctor algo sospechoso que pasaba consulta en una oficina algo destartalada y que accedió a recetármelo. Cada día me tomaba una pastilla naranja de un blíster decorado con la imagen de una mujer embarazada con una barra roja a través de ella. Parecía ser que podía causar deformaciones en el bebé si te quedabas embarazada mientras estabas en tratamiento. Más tarde se descubrió que tenía un gran efecto secundario: depresión adolescente y, por consiguiente, suicidio. A menudo me pregunto si aquellas pastillas tuvieron algo que ver con el hecho de que, allá donde fuera, me convertía en una diana perfecta, poniéndome en peligro casi de manera inconsciente.
Una vez quitadas, las medias de rejilla me dejaban marcas rojas por toda la piel. Entonces solo quedaba quitarme una simple falda o unos pantalones cortos muy holgados y unas botas. La falda era muy pequeña para mí, así que la tenía que abotonar por encima de la cadera. Resultaba algo constrictiva, pero era la única que tenía.
Me había comprado algunos “anillos de libertad” metálicos con los colores del arco iris y los llevaba engarzados en una cadena alrededor del cuello. Se suponía que eran un símbolo hacia el exterior de mi propio orgullo gay. Una forma de estar fuera del armario y de ser visible cada día de tu vida, algo así como una pegatina que se engancha en el parachoques del coche. Al principio, me resultaba revitalizante llevar puestos esos anillos. Simbolizaban mi negativa a tener que pedir perdón. Pero en poco tiempo tuve una reacción alérgica al metal barato con el que estaba hecha la cadena y desarrollé un sarpullido. Seguí llevándolos, aunque el sarpullido no se iba. Empezaron a comerse mi cuello, convirtiéndolo en un desastre pegajoso de carne expuesta. «Significan lo mismo», pensé cuando finalmente decidí colgarlos de mi mochila. Pero esos anillos de la libertad me habían pasado factura: las costras eran asquerosas y me llevó bastante tiempo poder curarlas.
Era libertad lo que yo había estado buscando ese año lejos de mis padres, y hasta cierto punto la había encontrado. Jennifer no me armaba ningún lío por la forma en la que vestía, y tampoco me hacía muchas preguntas. Pero esa autonomía de la que gozaba me había abierto un nuevo tipo de problemas. No estaba realmente preparado para salir del armario con ella y con Mat, o con mis padres. Pero estaba preparado para decírselo a alguien. Y me daba cuenta de que cuanto más raro me vistiera, más atención atraía. Aunque fuera negativa, seguía siendo atención. Cuando entré con fuerza en el patio interior del instituto llevando mis enredaderas y mis cadenas, todo el mundo se quedó mirándome. No tardaron mucho en ponerse a chillar. Al final, empezaron a insultarme a la cara o a perseguirme. Me sentía como una jodida estrella del rock. Al menos sabían quién era.
* * *
La primera persona con la que salí del armario fue una chica de la escuela llamada Liz. Ella tenía un peculiar sentido del humor y vestía unos vestidos sueltos con flores bordadas. Liz fue una de las pocas personas en la escuela que intentó conocerme. Comíamos burritos del Taco Bell en el patio a la hora de la comida, realizábamos irónicas observaciones sobre los chicos populares y hablábamos de nuestro amor por Bowie.
A pesar de mi nueva amiga, una insoportable soledad se abría camino a través de la emoción de estar en un nuevo ambiente. Una noche me encontré escuchando la radio en mi habitación; la ansiedad me había agarrado por completo, sentía nostalgia por mis padres. ¿Valía la pena haber cambiado la belleza de las playas rocosas y los peñascos, el puerto tranquilo y el sonido profundo de la sirena del ferri por esta enorme alienación?
Llamé a Liz y, después de algunos minutos de tartamudeo, se lo dije mientras mis lágrimas se convertían en ríos. «Creo que soy gay —le confesé—. En realidad no lo creo; sé que soy gay». El dolor que sentí en ese momento fue espantoso. Era como si alguien hubiera muerto. A pesar de que pronunciaba aquellas palabras a través de un teléfono, escucharlas salir de mi boca hizo que se convirtieran en reales, que me definiera como algo nuevo. Abrumado y sollozando, me sentí atrapado por mi edad, cansado por mis deseos.
Supongo que Liz no supo qué decir y le dejó el teléfono a su padrastro. Él me escuchó llorar y me consoló durante lo que me pareció ser una hora, más o menos. Aunque parecía no estar muy puesto en la experiencia gay, su voz era fuerte y profunda e hizo lo mejor que pudo, diciéndome que todo iba a salir bien. Incluso podría tener hijos si quisiera algún día, me dijo. No había ningún problema en que yo fuera gay. Su padrastro, a quien yo no había conocido y con el que no había hablado nunca, se convirtió en un ángel momentáneo; necesitaba escuchar esas cosas de alguien, especialmente de un hombre.
Poco después, Liz dejó de quedar conmigo en el patio a la hora de la comida. Me llamó una tarde y me explicó que se había quedado embarazada y que iba a dejar el instituto. Nunca la volví a ver.
Desde entonces, cuando me preguntaban en el instituto si era maricón, yo me quedaba mirándolos con la cabeza bien alta y no respondía, o murmuraba un: «¿Y qué? ¿Qué coño pasa?», que junto con mi excéntrica apariencia se convertía en una provocación, que con el tiempo me dio una visión periférica, que se tradujo en estrategia. Aprendí a ver mi entorno en la periferia.
Cada día al llegar a casa me quitaba la armadura de tiendas de segunda mano que llevaba encima; nunca le decía nada a Jennifer o a mi madre acerca de lo que había ocurrido realmente en el instituto: las miradas de asco de los compañeros de clase, las miradas amenazantes, las risas que acababan convertidas en escandalosas carcajadas. Chicos feos y agresivos se movían alrededor de mí como si de un enjambre de avispas se tratara. Me lanzaban objetos a la cabeza cuando el profesor se daba la vuelta. Me daba miedo caminar por el extenso campus, sin saber nunca quién estaría detrás de la esquina. Aprendí a no usar mi taquilla; estaban colocadas en estructuras cuadradas como jaulas y era fácil arrinconar a alguien en ellas. A la hora de la comida, me recorría todo el campo de juego, ahora vacío, y me detenía al otro lado de la valla, donde me fumaba un cigarrillo hasta que la campana sonaba.
Las clases eran un infierno helado, con el aire acondicionado en marcha y sin ventanas; las paredes eran descomunales y de estuco. Antes de una pausa para la comida, Mrs. Connelly, mi profesora de Biología, me encontró en mi escondite —entre dos armarios que estaban en la parte trasera—.
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