José Massoni - Rosas estadista

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Rosas Estadista es un análisis de la historia argentina desde el 25 de Mayo hasta el presente desde la perspectiva de las luchas entre los poderosos de estas tierras y el pueblo con sus dirigentes. El método también es singular: desde la Revolución en 1810 hasta 1852 el examen se realiza con el coro popular como fondo pero desde el examen de las acciones de los líderes más destacados de cada momento. De ahí en adelante se abandona el centro del estudio a través de los líderes y la historia está observada desde el ejercicio del poder por la corriente más trascendental dentro del formato de nación que quedó instaurado. La tesis que se sostiene es que, con mucho más poder del que se advierte porque en rigor se trata de un extendido sentido común social, en su sentido cultural profundo aún seguimos luchando por las metas de los revolucionarios de Mayo.

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Ni los eventos de ese 25 de mayo de 1810 ni los personajes que ese día actuaron emergieron en ese instante, sin historia. No eran un montón de circunstancias y personas reunidas y mezcladas sin concierto. Transitaban separados por grietas, ya entonces.

La más notoria y decisoria separaba los intereses de España y sus administradores locales de todos los demás.

Con respecto a la ubicación en el mundo la primera gran división pasaba entre, por un lado, los partidarios de la permanencia sin cambios de la relación con la metrópoli europea y su expresión de monopolio comercial en lo económico, con régimen realista absolutista en lo político, y por el otro, todos los que se les oponían desde el republicanismo revolucionario.

El escenario era el virreinato cuyo nombre daba cuenta de su causa económica: la plata de Potosí (1). Ese metal más cobre, estaño y oro bajaba a través del Tucumán, transitando en carretas «el camino real (2)» hasta llegar al puerto de Buenos Aires para su traslado a la metrópoli. La protección de este puerto y de la frontera oriental del imperio contra el incesante avance portugués determinó que España creara el Virreinato del Río de la Plata con sede en la lejana e intrascendente Buenos Aires, desde la que también comenzó una necesaria actividad militar contra los indios que ocupaban la pampa, especialmente hacia el sur y el suroeste, con la creación de los fuertes y pueblos de frontera en una línea imaginaria a la vera del río Salado (las guardias de Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Navarro, Mercedes, Salto, Rojas) y el desplazamiento de las compañías de blandengues (3), llevadas coercitivamente a habitar el confín de la pampa, así como la instalación de colonos ubicados en pueblos aledaños a los fuertes para, al par que avanzar sobre los territorios en poder de los indios, asegurar la contención de los ganados cimarrones para el abastecimiento de carne y cueros a la capital y sobre todo conseguir «civilización y domicilio de una multitud de hombres que viven de lo que roban, sin conocer a Dios, ni al Rey, limpiándose los campos de estas abandonadas familias… al reducirlos a una conducta cristiana y civil ganándose para dios y para el rey muchos vasallos (4)». Está claro que el objetivo religioso y civilizador era una excusa, y que el aludido «robo» no era sino la recuperación por los indios de ganado mostrenco que por ocupación ancestral del suelo era antes propiedad de ellos que de los invasores.

Como único asentamiento urbano entre Córdoba y el extremo del continente, la ciudad de Buenos Aires constituía el agrupamiento humano más austral del mundo, en rigor poco más que una aldea con unos treinta mil habitantes que se ocupaban de artesanías y comercio. Su población blanca estaba compuesta por abundantes inmigrantes portugueses judíos conversos que huían de la Inquisición peninsular, quienes junto a sus colegas comerciantes españoles y criollos actuaron como factor de progreso económico y ejercieron con éxito el difundido contrabando, con el que se inició la prosperidad de la región; hacia 1600 eran numerosos y fracasaron las persecuciones civiles y eclesiásticas, porque adquirían la calidad de vecinos desposándose con mozas de la ciudad y luego ocupaban posiciones de primera fila en el comercio o en las estancias; hacia 1700 era de sangre en parte judía buena parte de la «gente principal», como surge del estudio de sus apellidos ligeramente cambiados (5). Se sumaban los españoles «puros» de origen y sus descendientes, y todos esos blancos estaban rodeados de una cohorte mucho más numerosa de mestizos euro-indígenas a los que después se añadieron africanos genuinos y mulatos cuando se creó el mercado de esclavos negros (6).

Los criollos blancos descendientes de europeos —españoles y otros— entraron en contacto con la realidad socio cultural del occidente más avanzado cuando fueron estudiantes en las universidades de Charcas y Córdoba. No porque fuera parte de sus currícula sino porque inmersos esos jóvenes —por debajo y sin acceso a la capa de los españoles de origen— en el ambiente de estudios y curiosidad intelectual que los claustros generaban, entraron en contacto con los autores mentores de la Revolución Francesa, con las banderas que ésta levantara y los hechos que produjera. No les fueron ajenas tampoco las doctrinas económicas fisiocráticas de los reformistas, aplicadas en la metrópoli por los Borbones Carlos III y IV. Se fue conformando así en Buenos Aires un grupo de intelectuales que formaron una corriente claramente opositora al régimen español de monopolio y despotismo realista. La decisiva participación de las fuerzas criollas en la derrota de poderosas invasiones inglesas, por dos veces (1806 y 1807) le dieron prueba del poderío propio con el que contaban. La grieta entre blancos había surgido con posibilidades de trascendencia efectiva.

El crecimiento de la diferencia se acercó a una coyuntura ansiosa de fractura cuando la proyección de la revolución francesa hacia el resto del continente por las tropas napoleónicas colocó en España a José Bonaparte como rey y fue desconocido por una Junta Central de Sevilla que se arrogó el gobierno del reino, que pasó de enemigo a aliado de Inglaterra.

La opción que quedó en la superficie fue tan nítida que, debajo de ella, aparecía una contradicción antagónica: de un lado, quienes fieles a España proponían seguir los dictados de la Junta Central, por el otro, los que aducían que debían permanecer fieles al destronado Fernando VII, cuando éste en puridad no reinaba, por lo que en verdad pretendían era independizarse de España.

Los detalles cronológicos de la gesta los obviamos para centrarnos en la trayectoria y las ideas de protagonistas esenciales, que encarnaron el espíritu y rumbo señero, por más de dos siglos hasta hoy, de la Revolución de Mayo.

Mayo

En el ideario económico de los revolucionarios quien jugaba un rol de liderazgo en Buenos Aires era Manuel Belgrano. Estaba estudiando en España cuando aconteció la Revolución Francesa y asimiló su influencia por vía de Montesquieu y Rosseau, así como admiró a George Washington (7).

En la materia económica, por influencia de las políticas de las cortes borbónicas, tomó las ideas innovadoras de François Quesnay, surgidas en Francia cuando el capitalismo aún no se había desarrollado bastante e imperaban en ese país las relaciones feudales. Aquél criticó la tesis de los mercantilistas según la cual la ganancia capitalista se originaba en la circulación y acertó en que la ganancia se creaba en la producción. Un gran avance, acorde con la alborada del capitalismo, aunque encontraba esa ganancia únicamente en la producción agrícola, creando así la corriente que se llamó fisiocracia, no llegando a ver el fenómeno que se producía en la industria y en las relaciones entre los capitalistas y sus empleados. La importancia de Quesnay fue singular y Adam Smith, el creador de la economía política, le rindió tributo en su obra fundamental La Riqueza de las Naciones. De regreso Belgrano en Buenos Aires desde 1794, ejerció como secretario del Consulado —árbitro en controversias mercantiles— donde estuvo en permanente conflicto con los vocales del cuerpo, todos grandes comerciantes con intereses en el comercio monopólico con Cádiz, que rechazaron año tras año sus propuestas librecambistas, donde sostenía que «El comerciante debe tener libertad para comprar donde más le acomode, y es natural que lo haga donde se le proporcione el género más barato para poder reportar más utilidad (8)». Escribió en el primer periódico de esta tierra, el Telégrafo Mercantil y colaboró asiduamente en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, dirigido por Hipólito Vieytes. Allí exponía sus ideas económicas complementarias y extensivas a las puramente fisiocráticas: promover la industria para exportar lo superfluo, previa manufacturación; importar materias primas para manufacturarlas; no importar lo que se pudiese producir en el país ni mercaderías de lujo; importar solamente mercaderías imprescindibles; reexportar mercaderías extranjeras; y poseer una marina mercante. Es de relevancia suma que Belgrano, con las ideas políticas de la Revolución Francesa y estas concepciones de economía política fuera un integrante principal de la Primera Junta y que, desde allí fuera un precursor de Juan Bautista Alberdi en cuanto a su insistencia en contar con una «política económica», y que este último se reconociera fuertemente inspirado por Adam Smith. Ambos próceres fueron, cada uno a su tiempo, seguidores de las teorías y consecuentes prácticas del capitalismo, naciente para la época de Belgrano y en arrolladora expansión en las sociedades europeas y norteamericana en el mundo de Alberdi. Son ejemplos significativos de que nuestro estado-nación en lo económico tuvo, desde que se lo intuyó como sociedad independiente de la colonia, una impronta capitalista. Acomodada, por mérito de nuestro «provincianismo» periférico, a un paralelo diferido con los tiempos en los que aquel sistema productivo crecía marcando el rumbo de las economías y luego de las políticas en los países centrales, que devendrían imperialistas.

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